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Los barrizales que convirtieron en estrella a Cuadrado

Urabá es el escenario de una lucha contra la muerte a través de lo que sus niños mejor saben hacer: Jugar fútbol

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Foto: Gettyimages

URABÁ RESISTE 

En el 2010, descubrimos el trabajo de una red de activistas de Medellín que viene apostándole a la paz con música y arte. Urabá es el nuevo escenario de una lucha contra la muerte a través de lo que sus niños mejor saben hacer: Jugar Fútbol

Por: Juan Diego Ramírez Carvajal @JuanDiegoR // Fotos: Luis Bernardo Cano

Por el fervor de las victorias, los orígenes de nuestros ídolos de la selección caen en el olvido. Ignoramos que la mayoría viene de lugares insospechados, casi inaccesibles, y que el fútbol colombiano ha vivido de estas tierras como Tumaco, Buenaventura, Chocó y, en especial, el Urabá, una zona rica, pero de gente pobre en su mayoría, reconocida por la producción bananera y las masacres de los 90. Aún a pesar de tanta escasez, en este rincón de Antioquia, a nueve horas de Medellín por una carretera polvorosa llena de huecos, nacieron cinco jugadores que ya disputaron al menos un Mundial y tres más que participaron en Brasil 2014.

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* Las canchas en Chigorodó se vuelven o barrizales cuando llueve, o una nube de polvo en tiempos de sequía 

Es tanta la demanda de futbolistas de esta región de indígenas, mulatos, zambos y mestizos que, en los últimos tres mundiales a los que Colombia acudió, Urabá, con cerca de 600.000 habitantes, tuvo más representantes que Bogotá, con cerca de 9 millones. ¿Por qué? En parte porque ellos nacen aptos para competir gracias a la elasticidad que adquieren con el baile, pues vivir en el Urabá es como ir bailando por la vida.

Cuando viajamos a esta tierra para encontrar respuestas, vimos a un niño de 10 años en la playa de Necoclí, que mientras jugaba fútbol, al mismo tiempo bailaba y cantaba por una champeta que sonaba desde una tienda de enfrente. La destreza de ese niño con el balón, como la de sus compañeros, se relaciona con el estilo de vida, con la cultura y con la música que interpretan sus cuerpos. Y esa lírica de sus movimientos se suma al biotipo común en los habitantes de esta zona: espontáneas figuras atléticas, piernas largas y una fortaleza física que se explica por la ascendencia afro.

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* Fue en esta cancha de Necloclí donde ahora entrena este niño, que Juan Guillermo Cuadrado aprendió a jugar fútbol 

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Y todas esas gracias naturales las ejercitan a diario. El joven futbolista que vimos cavar en la playa de Turbo, el alumno de un profesor que corta plátanos en la vereda Guapa de Chigorodó y el niño que le ayuda a su abuela a coger gallinas en Necoclí, todos, en su infancia, se entrenaron sin pretenderlo para el fútbol. Juan Guillermo Cuadrado, por ejemplo, lo hizo en un lodazal cerca de la represa La Guitarrita, donde jugaba con sus amigos a pie limpio; Camilo Zúñiga en el río Chigorodó, donde nadaba todos los días con su primo Nicolás, y Luis Amaranto Perea en alguna bananera de Currulao (corregimiento de Turbo), donde les llevaba comida a los trabajadores.

*En la casa de Cuadrado vive su tío Luis Antonio, quien es el entrenador de una de las tres escuelas del pueblo 

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En pocas palabras, en esta tierra podrán existir una cantidad de personalidades y acentos como el costeño de Córdoba, el pacífico del Chocó y el paisa de Medellín. Pero solo hay dos clases de hombres: los que tienen biotipo de futbolistas y los que no. Y los segundos son una minoría casi clandestina.

Lo frustrante es que esas habilidades no les garantiza el profesionalismo. Todo lo contrario: son solo el punto de partida de un camino muy largo. Y quienes lo logran superar se lo deben en gran parte a unos mártires olvidados que alguna vez los guiaron, a unas personas de mirada noble que fueron sus entrenadores y al mismo tiempo sus padres de la vida.

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* En Chigorodó todos quieren ser futbolistas, como este niño. Por eso la unidad deportiva Jaime Ortíz está llena a todas horas. 

Con el ánimo de encontrar a esos sujetos de intención altruista, viajamos a nuestro primer destino, la Unidad Deportiva Jaime Ortiz Betancur de Chigorodó: un complejo de tres canchas peladas, donde unos 1.100 niños de 13 escuelas se turnan los espacios para entrenar. En este lugar, rodeado por plantaciones, el olor a banano nunca desaparece, pero los nativos ya no lo perciben por costumbre. A 200 pasos de la cancha principal, se ven unos adolescentes haciendo fila junto a una bodega abandonada.

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Todos sujetan sus botellas vacías y van llenándolas con el agua de un tubo que lleva años siendo la fuente de hidratación de todos los prospectos del pueblo. Martha Bedoya conoce bien ese grifo porque, a pesar de que nació en Medellín, lleva 44 años viviendo del fútbol aquí: un tiempo como arquera aficionada y la mayoría como entrenadora de su escuela Linares.

“Siempre tuve el estigma de lesbiana”, dice con una voz gruesa. “Pero así le gusté a mi esposo”, agrega con una sonrisa y enseguida un gesto de lamento por el asesinato de su compañero en el 99. La violencia fue la peor contrincante del fútbol en esos tiempos de masacres y disparos a dedo. “Los niños no entrenaban porque sus padres se los prohibían”, añade Martha.

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* Martha Bedoya es entranadora en Chigorodó desde hace 44 años. Dirigió, entre muchas personas, a María Eugenia Mosquera, la mamá de Camilo Zuñiga 

“Para venir a esta cancha, había que pasar por el puente (sobre el río Chigorodó) y ahí se oía mucha bala, se hablaba de mucha muerte”. Pero sin tanta paranoia de metralla como antes, este deporte pasó a ser en este siglo una tendencia. Por eso, luego, cuando recorramos las calles, veremos tantos locales llenos de jóvenes jugando fútbol en Playstation y tantas tiendas deportivas que exhiben camisetas de la Selección y del Nacional, principalmente.

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Además de volverse una moda, el fútbol se convirtió en una salvación después de la guerra. Aquí todos esperan a que algún cazatalentos los descubra jugando, los mire justo en el segundo en el que hacen una gambeta y les prometa que esta actividad los sacará de pobres. —¿Son buscadores?—, le preguntan unos futbolistas a Édgar González, quien nos acompañó en el recorrido por esta ciudad. —No, son periodistas—, responde ante la cara de decepción de todos. La ilusión de que ese cazatalentos aparezca (como ocurre ocasionalmente) es la razón por la cual los entrenadores continúan en sus escuelas a pesar de recibir poco o nada de dinero.

“Para venir a esta cancha, había que pasar por el puente (sobre el río Chigorodó) y ahí se oía mucha bala, se hablaba de mucha muerte”

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Álvaro Milton Cano, en su caso, no puede vivir sólo del fútbol, como trató de hacerlo en un principio, hace 24 años. Además de entrenar a 92 niños, también trabaja en la emisora Banana Stéreo, que funciona en una casa adecuada junto al terminal de transportes y a la que Álvaro llega justo después de los entrenamientos para producir su programa diario de vallenatos.

“¡Bueenaj tardeh, son lah 6:25, hora del Cacique e la juntaaa! Recuerden: ¡Hoy e’ vierne de locuraaa!” Esa voz también se escucha al mediodía mientras pasan "Banadeportes", el otro programa que conduce en esa cabinita abrasante que empaña los lentes. Y con esa voz ha gritado y regañado en los entrenamientos, a todo el que ha pasado por ahí: Zúñiga, Amaranto Perea y Aquivaldo Mosquera.

Esta parte de su vida, la de formar prospectos, continúa entre satisfacciones y lamentos. “Es un poco injusto que uno les enseñe todo, les dé para los pasajes y a veces para unos zapatos, y que ellos se lucren después y no le retribuyan a uno cuando se vuelven profesionales.

Pero yo sigo entrenándolos porque me gusta, nada más”, dice Álvaro Milton, que con 44 años está cursando el último semestre de licenciatura en educación física en la Universidad Católica del Oriente. El fútbol, como dice el exjugador argentino Jorge Valdano, “es el arte del pobre”; es, como dice Álvaro Milton, “agua-masa en ayunas”. Y ambos, con sus respectivas formas, se refieren al panorama frecuente de este viaje: guayos pelados o pies descalzos, ropa desgastada o pechos descubiertos, canchas de polvo o improvisadas con palos.

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Algunos jugadores superan esta rusticidad, pero lo llamativo es que los entrenadores permanecen allí por siempre, porque para ellos no hay ascenso ni un club que los fiche. Ellos solo forman para luego ver triunfos ajenos. Continúan con esa labor porque se aferran a un sueño remoto: adquirir los derechos deportivos de un joven y convencer a los clubes profesionales de que les entregue un porcentaje por cada venta futura de ese futbolista.

A la ilusión de esos pesos también se agarra el entrenador José Leonel Rengifo, de 66 años, nacido en Cañasgordas (Antioquia) y residente de Necoclí, nuestra segunda parada del viaje.

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A pesar de la cercanía entre ambas ciudades, el paisaje se transforma con rapidez durante el recorrido de dos horas en bus: de plantaciones de banano a las de plátano hartón, del pasto para ganado a la teca, de un río disminuido al caribe del Golfo. Aquí todo cambia en comparación con Chigorodó: los acentos son más costeños por la influencia de Córdoba, la tierra es más árida y las oportunidades para ser futbolista se reducen.

¡Aún más! La cancha de La Batea es la única y es el lugar de entrenamiento de las tres escuelas del pueblo. Los niños que juegan allí se encuentran con el caballo de un vecino del sector que se come el poco pasto y a veces deben abrirse camino entre las plumas que salen de la gallera de enfrente. Además, cuando llegan al destino, tienen que esquivar a las motos y los transeúntes que se atraviesan por la mitad de la cancha. Eso explica las marcas de llanta sobre la arena amarillenta.

Allí, o a veces en la playa, José Leonel Rengifo entrena niños desde hace 19 años. Llegó al pueblo con dos amigos para montar la Droguería San Sebastián, en el 2000 la vendió y desde entonces se dedicó a formar. Ahora entrena a 65 niños que tienen entre 7 y 13 años, no les cobra mensualidad y depende de un contrato con el municipio que a veces dura meses sin renovación.

“Yo vivo apretado, pero espero que vendan al ‘Pato’”, dice mientras se toma un jugo contra el calor más calcinante de esta travesía. "El Pato" es, como le dice a Yairo Yesid Moreno, el zurdo que formó en su escuela, que debutó este año con Medellín y que en caso de ser vendido le representaría dividendos. “Y ahí tengo otros cuatro niños que van a llegar. Póngale cuidado”, dice mientras los señala con su índice tembloroso. Uno de ellos, con apenas 10 años, agarra el balón y evade a un rival de su edad con una bicicleta, como solo lo haría Ronaldinho en un comercial de Nike.

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"La función social de estos entrenadores es más importante que fabricar supercampeones"

Su nombre es Sebastián Murillo y viste una camiseta del Real Madrid. La humedad lo disminuye al igual que a sus compañeros y no quiere correr más. Ningún humano querría hacerlo con esta temperatura de mediodía. —A ver, meta pues un gol—, le digo para animarlo. —Neeee… Qué caloh–, me responde con un gesto de insolencia. —Si mete uno le doy una Coca-Cola—, le replico. —¡¡Va pueh!!—, dice con una sonrisa socarrona. A la primera que agarró, se sacó a todos sus compañeros, le amagó al arquero y anotó. Volvió para cobrarme y se fue a hidratarse.

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José Leonel lo regaña de tanto en tanto, le pide que sea serio siempre y se voltea para decirme que ese niño necesita mano dura, algo de la disciplina que él aprendió en el Batallón Colombia de Melgar, a finales de los 60. En los 23 meses y 8 días que prestó servicio militar, se enfrentó tres veces con grupos insurgentes y salió ileso de una granada en un combate en el Quindío.

Ese carácter que adquirió por esos días sigue demostrándolo en las canchas y en el trato con sus alumnos. Una vez le dio un correazo en lo oscuro a un niño que no dejaba dormir al equipo en unos escolares de San Juan de Urabá. Y durante las prácticas actuales carga dos tarjetas de árbitros para expulsar pendencieros y perezosos porque inculcarles orden en la cancha (y en especial en sus vidas) es su prioridad.

La función social de estos entrenadores es más importante que fabricar supercampeones: gracias a ellos, muchos niños y jóvenes reducen las posibilidades de ser reclutados por cualquier guerra, por la delincuencia o por las drogas. Eso lo comprendimos con más claridad en Turbo, nuestra última parada, después de 40 minutos de recorrido desde Necoclí.

Uno entiende, con solo ver el letrero de bienvenida, por qué la consideran capital de esta región: calles anchas, supermercados de cadena y mucho tráfico. Esta ciudad es convulsionada a cualquier hora, limita con nueve ciudades de Antioquia, Córdoba y Chocó, tiene dieciocho corregimientos incluido el que vio nacer a Luis Amaranto Perea (Currulao), ubicado en la costa oriental del Golfo y al frente del río Atrato.

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El dinero que produce el puerto, justamente, aumenta los contrastes: por eso hay un estadio de 38 mil millones de pesos y barrios de palafitos donde el mar es alcantarillado. Aquí se ven camionetas lujosas, pero también niños sobre un icopor remando en el río con las manos.

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* John Bernardo Ochoa es entrendaro de la escuela Estrellas 2000 Urabá, al igual que su esposa María Helena. Además es el administrador del estadio de turbo 

En esta ciudad de más de 110.000 habitantes, encontramos a John Bernardo Ochoa, entrenador y administrador del estadio (por eso carga 190 llaves en su mochila). Nació hace 49 años en Andes, Antioquia, y llegó en 1970 a Turbo con su familia porque su padre encontró una tierra para cultivar tomates. Pero la guerra siempre lo cercó. De hecho, uno de sus cinco herma- nos fue asesinado y enterrado en una fosa común en el 96, cerca de Necoclí. O eso dice él que dicen los desmovilizados.

"El dinero que produce el puerto, justamente, aumenta los contrastes: por eso hay un estadio de 38 mil millones de pesos y barrios de palafitos donde el mar es alcantarillado"

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Los años 90 intimidaron a muchos por la guerra que alimentaban paramilitares y guerrilleros. Entre 1993 y 2004, la tasa de homicidio del Urabá antioqueño fue superior a la tasa nacional y se presentaron cerca de 65 masacres que produjeron 449 muertos, de los que 120 fueron en Turbo, 35 en Chigorodó y 22 en Necoclí. “A veces, los jóvenes que pasaban por mi escuela, me pedían que los dejara meterse en la cancha por momentos. Esto porque si los veían jugando, tal vez los paramilitares no los creerían guerrilleros y no los matarían.

"Por eso siempre he sido un convencido de que a través del fútbol, nosotros salvamos vidas”, reflexiona Bernardo, y dice que antes de que inauguraran el estadio en el 2012, entrenaba a los niños de la escuela Estrellas 2000 Urabá muy cerca de allí, en un Complejo Deportivo que entre 1997 y el 2001, sirvió como refugio para desplazados de las comunidades chocoanas de la Cuenca del Cacarica y el Bajo Atrato. El fútbol, un deporte tan simple y juzgado por intelectuales, se convirtió hace mucho en el escape de la violencia, la pobreza y demás angustias.

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"Por eso siempre he sido un convencido de que a través del fútbol, nosotros salvamos vidas”

“Y entonces en este punto se origina otra virtud del jugador del Urabá”, agrega Bernardo. “Quieren superar todo eso que ven en las zonas marginales donde viven y lo vuelven coraje. Aquí, el jugador no busca un sueño, sino un futuro”. Aquí, diría Simón Bolívar, la vocación es hija legítima de la necesidad y por eso juegan con el alma, porque es la única forma de vencer tantos obstáculos.

Y lo triste es que, a veces, esa virtud o ese coraje tampoco son suficientes. En realidad, en esta reserva natural de futbolistas la causa que más incide en sus caminos al profesionalismo es la más intangible de todas: sin suerte, por más talento en los pies, motricidad en los troncos y lírica en los movimientos, los sueños se pueden diluir porque aquí lo justo no siempre prospera

* Este reportaje fue tomado de la edición 214 de Shock Limited, edición impresa. 

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