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Premios Shock 2011: la crónica de los diez años

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I. Cinco minutos

“Hace muchos años, en algún lugar del litoral Pacífico, Marimbo, un negro viejo, se acostó a dormir como todas las noches y tuvo un sueño extraordinario. En él, una mujer de colores oscuros, de textura amaderada, de voz opaca, cantaba como nunca nadie hubiera escuchado. Al despertar, Marimbo se dirigió a un jardín de palmas de chonta, cortó el tronco de varias de ellas, y con la madera aún fresca construyó a esa mujer de sus sueños y le dio forma de instrumento. Marimbo la llamó Marimba, y la desposó en el acto”.

Es miércoles 2 de noviembre de 2011. Son las 7:00 de la noche. Gloria Ramírez luce bellísima, con un vestido amarillo que parece arder sobre su piel morena y un labial rojo intenso que enaltece aún más sus labios pacíficos. 'Goyo', como la conocenlos fanáticos de Choc-QuibTown, se recuesta contra el muro de uno de los camerinos y sonríe cuando termina de narrar la historia que alguna vez le contó el maestro marimbero ‘Gualajo’. “No hay nadie como él para interpretar la marimba. En sus fábulas está la herencia que nos transporta a todos de regreso a África”.

Afuera, en la platea del escenario, los gritos de los fans rebotan contra todas las esquinas del Palacio de los Deportes de Bogotá. Se anuncia que los Premios están por comenzar. Goyo está ya cansada; después de varios días de ensayos y horas de preparación hace un esfuerzo para que el agotamiento no le quiebre la voz ni la mirada. “Ya no voy a quedar pa' lo que sirvo”, dice. A su lado pasa volando el jefe de dirección de sonido: los audífonos enormes que le cubren los oídos, la adrenalina escapándosele de los bolsillos.

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- ¡Cinco minutos y arrancamos!

En los camerinos, la voz de Gonzalo Villalón, productor general del evento, retumba como un acelerador de partículas. Pasos van y vienen entre cables y escaleras. J Balvin, sentado en las gradas tras bambalinas, fuma bocanadas profundas y repite cíclicamente las líneas con las que abrirá el show. En la sala de estar, las maquilladoras dan una última puntada a las pestañas crispadas de Carolina Guerra. Los bailarines calientan. El aroma de los langostinos flota tibiamente alrededor de la sala de recepción de los invitados.

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En la platea, las cámaras de Caracol Televisión van y vienen, sobre rieles y grúas, ejecutando una última danza de preparación antes de la grabación definitiva. Los flashes estallan chispeantes a lo largo de la alfombra naranja contra un coqueto desfile de nominados, presentadores, invitados, lentejuelas, tacones, crestas, tatuajes, gorras a media vuelta, tetas apretadas, piernas, piernas, piernas, un animalario de rareza única.

Toda la música se pasea con sus galas por el Palacio de los Deportes. Reposa en la zona verde de la entrada. Respira nerviosamente en los camerinos.

Sonríe. Saluda. Conversa. Calienta.

Si a alguien le diera por poner una bomba en este sitio, el resultado sería devastador: la música se acabaría en Colombia.

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"Si a alguien le diera por poner una bomba en este sitio, el resultado sería devastador: la música se acabaría en Colombia"

 

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II. La selva y el barrio

Un día antes, José Antonio Torres 'Gualajo' observaba el escenario vacío, sentado en una de las últimas filas de la platea, donde todos los músicos esperaban su turno para ensayar. Las miles de luces de los tableros electrónicos que componían gran parte de la escenografía se reflejaban sobre su piel tostada. Gualajo estaba serio; su rostro, curtido; su traje y gorra, de un blanco inmaculado.

De todos los músicos congregados para ensayar, los más maduros son los que me causan mayor curiosidad. Ver merodear a hombres y mujeres como Hugo Candelario, mago contemporáneo de la marimba de chonta; Zully Murillo, una pequeña abuela, sabedora musical chocoana; Lisandro Meza, sonriente y arrugado acordeonero, o Jorge Velosa, que el día de la ceremonia se llevaría el Premio a Mejor Disco de Folclor por un portentoso experimento de carranga sinfónica.

Verlos merodear como salidos de la selva, del fondo de los ríos, de encumbradas montañas. Verlos caminar silenciosamente, como si fueran viejos espíritus que vienen a acompañar a quienes apenas comienzan, como hizo Lisandro con ese grupo de jóvenes que le inyectan cumbia al jazz gitano, como Monsieur Periné.

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Me acerco al silencioso José Antonio, Gualajo. Alrededor nuestro, muchos músicos charlan en voz baja. Mariangela Rubbini, directora de Shock, les da instrucciones a una docena de personas mientras señala un enorme mapa que tiene en la mano, como si fueran a robar un banco. Natalia París, entre tanto, revisa el playlist con el que va a amenizar la velada del día siguiente; Diego Maldonado y Juan Camilo Orjuela, de De Juepuchas, mezclan a su lado.

Gualajo no se molesta por la interrupción. Tampoco sonríe. Le pregunto si se siente extraño entre tantas luces y tanto pop.

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- No -responde en seco-. La música es de las selvas, pero también es de las calles. Mira no más esta letra:

A Cali me voy, por la ciclovía,

a Bogotá me voy, por la ciclovía,

a Estados Unidos me voy, por la ciclovía…

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La tonada primitiva de Gualajo se pierde entre el sonido demente de los muchachos de Golpe a Golpe, que ya están arriba en el escenario, acompañados de una bandada de bailarines paisas, mientras que en las pantallas las imágenes de una revolución en un hospital psiquiátrico anuncian el acto del dúo de reggaetón.

Si Gualajo y el resto de abuelos trajeron a los Premios Shock su sonido primitivo, Golpe a Golpe y otro puñado de jóvenes estudiantes con matrícula

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de honor de la llamada “Universidad de la Calle”, están allí para inundar la ceremonia con todo el poder del barrio. Aunque vienen separados y cada uno de ellos ha venido construyendo su carrera aparte, los músicos urbanos acá presentes se han cruzado mucho por la vida.

Los del parche de Medellín –Pequeño Juan, Mr. Deck, Reykon y J Balvin– llevan años yendo a toques en La Pola, Envigado, Conquistadores... Cada uno es amo y señor de una zona de Medellín. Sus barrios son pequeños países en donde se respira el nuevo sonido que ellos mismos claman y está haciendo carrera como género propio: el reggaetón colombiano.

En uno de esos barrios vivía Mr. Deck. En un conjunto residencial, en una casa frente a una palma. La casa de Mr. Deck se convirtió hace una década en el ensayadero oficial de Golpe a Golpe. También en un centro de grabación de bajo presupuesto de una lista larga de músicos urbanos paisas.

Por allá pasan góticos de uñas negras, metaleros de negro enrollados en cadenas, punkeros de bota tiesa, raperos. Tan pintoresco es el bestiario que llega a ‘La Palma’ para conspirar musicalmente, que la casa de Mr. Deck comenzó a ser conocida como 'El manicomio'. Y de ahí su demencia. Tan demente como el reggaetón colombiano del que se dicen autores: mezcla de beats caribeños y sonidos de las montañas y las sabanas colombianas. Combinación bipolar, cuyo lado esquizoide se revela en el show de apertura de los premios con bailarines dementes que salen a escena como recién fugados del psiquiátrico.

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III. Música con volumen

Era el sábado previo a Halloween, cuando Diego Maldonado y Juan Camilo Orjuela llegaron a ensayar a la casa de Natalia París. La modelo, ahora DJ, los sorprendió disfrazada de colegiala.

- Estaba recogiendo dulces con mi hija -les dijo con ese acentico acaramelado que, piensa Maldonado, debería estar registrado en una oficina de Derechos de Autor.

Debió ser un momento especial para los De Juepuchas. Durante los últimos dos años, encerrados en un pequeño cuarto, rodeados de mezcladores y sintetizadores, Maldonado y Orjuela han logrado desarrollar un lenguaje electrónico propio a partir de la construcción de mash ups y composiciones que juegan con el imaginario popular colombiano y la memoria musical del país.

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Que un dúo que ha construido su reputación a partir del sampleo del mujer-con-mujer, hombre-con-hombre, de la Señorita Antioquia o la propaganda de Dolorán -por contar solo dos del centenar de retazos sonoros con que juegan- tuviera la tarea de amenizar los Premios Shock junto a Natalia París, era ver, en gran medida, a uno de sus samples respirar y sonreír. Algo así como música electrónica tridimensional: con cuerpo y volumen.

Maldonado lo entendió. Y durante la ceremonia, cuando el dúo debía entregar el premio a Mejor canción radio, vistió a Natalia París de banana. El vestido amarillo, que la hizo ver como un par de adorables cachetes afrutados, hace parte desde hace meses del ajuar dejuepuchesco, en honor a uno de sus samples: Bananas, de la agrupación mexicana Garibaldi.

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- Es el banano más rico de Colombia -dijo Diego Pulecio, vocalista de Don Tetto, al recibir el premio a Mejor canción radio de manos de la París.

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IV. La muerte

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Toda fiesta es una resistencia a la muerte. Es una celebración embriagada de la vida. Un vértice sutil por donde se cuela la locura. La muerte rondó los Premios Shock con falda cumbiera. Monsieur Periné es una agrupación joven. La mayoría de sus músicos no se ha graduado de universidad. Sin embargo, su sonido gitano, de cadencias afrancesadas con aires caribes, es sorprendentemente maduro.

A los Premios llegaron vestidos de carnaval, con una festividad visual que superó con creces la de cualquier invitado costeño. Santiago Prieto, director musical de la banda, lucía una chaqueta azul cielo con la tricolor colombiana brillando en su pecho; Catalina García, su vocalista, se subió al escenario con una falda de múltiples tonos pastel y varias flores que bailaban con sus pantorrillas. Y pese a tanta fiesta, con Monsieur Periné llegó la muerte.

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Hace tres años, en un paseo de amigos a Villa de Leyva se descubrieron unos a otros jameando en una noche fría. Desde entonces exploraron el gipsy jazz de Django Reinhardt, la música gitana del este de Europa y Francia, y la bossa nova de la costa carioca. Así fue madurando un repertorio cuya joya de la corona lleva como título La muerte.

Un ensamble de cinco esqueletos subió al escenario en la mitad de los Premios para hacer un show de clown donde la madre muerte se tomó la tarima. Detrás llegó Catalina, colorida, rasgando el aire con una voz a la vez lánguida y dulce. Cuando estaban en proceso de componer esta canción, los Periné tenían lista la melodía pero les faltaba letra. La tarea la tenía Catalina, que duró semanas sin saber qué hacer, hasta que un día vio una obra del grupo de danza del Colegio del Cuerpo, en Cartagena.

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Quien quiera que haya visto los montajes del Colegio, dirigido por Álvaro Restrepo, sabe del innegable poder que tiene este grupo de jóvenes bailarines para escenificar desde sus cuerpos el desgarro del conflicto armado en Colombia. La obra que vio Catalina hablaba de la desaparición, de la ausencia y, de repente, enviada desde el otro mundo, llegó la letra de La muerte:

¡Ay!...

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Qué dolor que me duelen tus besos

tu ausencia, ¿quién la curará?

¡Ay!...

Que me lleve la muerte

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con ella,

no quiero vivir si no estás.

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Seguramente mientras Catalina cantaba, una mujer de nombre Clara, sentada en la platea, escuchaba atenta y adolorida. Momentos después, cuando Mayte Montero, el Papa Pastor y un puñado de cantantes pop colombianos terminaran una tanda de covers en honor al Binomio de Oro, Clara subiría a la tarima de la mano del acordeonista Israel Romero. Entonces Israel agradecería el homenaje, empuñaría la estatuilla de Shock en el aire y recordaría a su amigo y fórmula, Rafael Orozco, vocalista del Binomio, asesinado a mediados de los noventa. Luego señalaría a Clara:

- Se las presento -dijo, mientras la tímida señora, de atuendo sencillo, intentaba sonreír.

- ¿No saben quién es? Aquí les va una pista...

Israel se largó a entonar ese tema de amor que tantas veces Rafael Orozco cantó en vivo:

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Un largo nubarrón se alza en el cielo

ya se avecina una fuerte tormenta

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ya viene la mujer que yo más quiero

por la que me desespero

y hasta pierdo la cabeza:

¡Clara!

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Y los ojos de Clara se encharcaron. Y el Palacio de los Deportes aplaudió con ganas. Y como antes sucediera con Amy Winehouse, que se hizo presente en el cuerpo de Etna Arcila de Hotel Mama, Rafael Orozco merodeó desafiante por los rincones de la memoria colectiva de quienes allí estábamos, resistiéndose al olvido.

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V. Bambalinas

Lo llaman backstage. Un lugar oscuro, tras escena, donde se da el último respiro nervioso antes de salir a la tarima. Algunos fuman. Otros, para los nervios, se dan un trago de burbón.

Carolina Guerra entra en carreras y se encierra en un cubículo de tela, privado, donde entra bella y sale más bella. Andrea Echeverri, matrona del rock bogotano, baila lívida y etérea, con una ruana de arcoíris que la envuelve, los compases pachangueros que en tarima tocan los paisas de Puerto Candelaria.

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Gloria, de ChocQuibTown, le hace juego, para aplacar los nervios, y ambas dan pequeños brincos

acumbiados como si nadie las mirara. Acaba la presentación de Puerto Candelaria. Comienza el anuncio de los nominados a Mejor álbum rock. Se escuchan, por los parlantes, los nombres de los nominados.

Sentado, en un butaco, un hombre achicharrado, tan arrugado como el acordeón que toca, ríe a carcajadas enmudecidas por la bulla. Los ojos se le achinan con tanta risa. Su piel, tostada por el sol del Cesar, brilla de vez en cuando entre las luces que llegan del escenario.

- Maestro Lisandro Meza, ¿de qué se ríe tanto?

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El viejo me mira abrazando su acordeón.

- ¡La Pestilencia!

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-dice sin parar las carcajadas-

¡Esos nombres de los muchachos de ahora...!

v1. Aquí y ahora

El viejo inglés Richard Blair está en el escenario con su corte de conspiradores y un grupo selecto de invitados especiales –Iván Benavides, Andrea Echeverri y Goyo, entre otros– ya empiezan a hacer estallar los parlantes con su “Hoy tenemos, mañana no sabemos”.

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Desde la sala de estar posterior, donde descansan invitados y premiados, y donde está el set instalado para tomarles la foto a los ganadores de la noche, la voz de Andrea Echeverri llega lejana pero cristalina:

“¡Aquí y ahora… aquí y ahora!”.

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Las de maquillaje no han dejado de trabajar. Tampoco los meseros, que vienen y van con bandejas de pollo que parecen preparadas para una guarnición. En el set de fotos de los ganadores, el artista callejero Iván Chacón trabaja con los fotógrafos sin parar. Los músicos que reciben cada una de las 30 estatuillas entregadas en la noche bajan luego a este salón para tomarse la foto de rigor.

El set ha sido construido con esmero. Simula la oficina de un Presidente, con el podio de los discursos incumplidos y la biblioteca con recetas políticas que nunca dan resultado. En el fondo, a través de unas ventanas impostadas, se ve una ciudad en ruinas, pintada por Chacón, que bien podría ser Ciudad Gótica o la Calle 26.

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Hay algo intrigante y subversivo en esa idea de que los músicos de Colombia se reúnan, pasados pocos días de las elecciones locales, a tomarse fotos con la banda presidencial en el pecho, mientras la ciudad -la de mentiras y la de verdad- se derrumba. Hay mucho de indignación en ese mensaje, ecos de Wall Street, quizás, o de Plaza Sol, de Madrid. También hay un mensaje contundente: no obstante la ruina alrededor, en Colombia la música resiste.

Sidestepper se baja del escenario y sus integrantes comienzan a entrar al salón. Entra Benavides, productor y quizás uno de los más grandes antropólogos musicales que ha visto el país, cuyas colaboraciones -desde esa lejana Provincia, que ayudó a montar con Carlos Vives- han tendido, como pocas, puentes fundamentales entre el folclor y la música urbana. También camina por ahí Andrea Echeverri, delgadísima y pálida, aturdida. Me le acerco para conversar un rato. Escribo una crónica de los Premios -le explico-, le robo solo  unos minutos.

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Echeverri me mira con asco. Se da la vuelta y le susurra algo al oído a Chucky García, libretista de los Premios. Luego me encara y me dice con un gesto mitad sonrisa, mitad gruñido:

- Haz de cuenta que no me viste -y se aleja con la levedad con la que entró.

Echeverri, me explica Chucky, simplemente detesta este ambiente farandulero. Especialmente a los reggaetoneros. La aturden.

No obstante el desaire, es emocionante ver a Andrea Echeverri deambular por un salón lleno de historia, y de historias musicales. Verla cruzarse con Fonseca, que tranquilo posa para una y otra foto

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Verla pasar al lado de Hugo Candelario, maestro experimental del Pacífico y exportador del sonido de la marimba de chonta. Verla pasar por el flanco de Crack Family, literalmente una familia de raperos del centro de Bogotá, orgullosos puristas del hip hop callejero. Verla, en fin, cruzarse, como se ha cruzado su música con la de los otros, como se han cruzado los jóvenes con los viejos, el Pacífico con el Atlántico, por autopistas invisibles que hoy arman una red poderosa.

- Hugo Candelario ¿qué le está pasando a la música en Colombia?

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- Le está pasando lo que le tiene que pasar. La música es el espejo del presente, y en este caso las fusiones que se escuchan hoy en día reflejan los encuentros, la velocidad y el mestizaje cada vez más complejo que se vive en el país.

- Fonseca, ¿hacia dónde está yendo nuestra música?

- Después de un boom muy grande del acordeón, hoy en día el pop, el rock, el indie, están cogiendo una fuerza gigante, sumados a inmensas ramificaciones de la música colombiana.

- Iván Benavides, ¿a qué le suena todo esto?

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- ¡Están pasando muchas cosas! Nunca como ahora se había sentido tanta creatividad en la escena no comercial colombiana. Tanto, que estamos comenzando a traicionar los géneros.

VII. La libertad

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El Palacio de los Deportes ha venido vaciándose. Después de tres horas de show, es normal que haya gente cansada, distraída. Es una lástima. Porque lo mejor quedó para el final. Y no me refiero a la salida sorprendente de Amparo Grisales y demás compañeros del concurso Yo me llamo. Tampoco a la aparición de Juan Pablo Espinosa y su angelical compañera de set, Stephanie Cayo.

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Me refiero, en cambio, a las cuatro marimbas de chonta alineadas una al lado de la otra frente al juego de tambores de la agrupación Herencia de Timbiquí y el set de ChocQuibTown.

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El gabinete ministerial de su majestad la música del Pacífico: Hugo Candelario, Esteban Copete, José Antonio Gualajo, el trío de ChocQuibTown y los herederos de Timbiquí. Con una adición: Zully Murillo, la energía en su estado puro, 67 años de voz y baile, que parecía enseñarle a Goyo que más se mueve y más sabe, sabroso, el diablo por viejo que por diablo.

Zully se contorsionaba entre el hip hop y el currulao. Gualajo y Hugo Candelario brincaban al frente de su marimba de chonta como si se hubieran guardado toda la alegría para ese último momento de gloria. Era la música pacífica con toda su majestuosidad irrumpiendo, como el Atrato, entre la memoria y el olvido.

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“Estaban todos, fue un sueño que tenía hace mucho tiempo”, me dijo Goyo minutos después de bajarse de la tarima y gritar con los pulmones repletos: “¡Eso es lo que hay!”.

 

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