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Viajar sola es adictivo

Por: Laila Abu Shihab // @laiabu

¿Y por qué no hacerlo? Cada vez que alguien pregunta porqué viajo sola, me respondo eso. Invierto el típico cuestionamiento que surge cuando cuento que me voy de viaje sin más compañía que la mía.  

Nos han inculcado que estar solos y, peor aún, disfrutar de los momentos de soledad, es malo y triste. Que es sinónimo de fracaso. De pobrecita, me das lástima, qué pesar que no tengas amigos que viajen contigo. Y ese rechazo a viajar solo, que en el fondo es también un miedo, responde más a un problema cultural que a otras variables, me parece.   

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Mi primera vez como viajera sola fue en diciembre del 2005. Vivía en Buenos Aires, donde estudiaba una maestría, y aunque teníamos muy pocos días de vacaciones yo quería aprovecharlos para conocer otros rincones de Argentina. No quería perderme la oportunidad de ir al norte o al sur, a Mendoza, Córdoba o Rosario, sólo porque no hubiera nadie conocido que tuviera planeado viajar a alguno de esos lugares en los mismos días. 

No es justo, me dije, así que me lancé a comprar pasajes de bus para viajar al norte de la Patagonia (me esperaban casi 24 horas de camino) y empezar un recorrido que duró ocho días. El bus era la única opción, acababa de cumplir 25 y mi presupuesto de estudiante en un país ajeno era más que reducido. 

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Si me asusté antes del viaje, no lo recuerdo. Sentí más bien, eso sí lo tengo claro, que una adrenalina muy sabrosa me recorría toda, el torbellino de la emoción de lo nuevo. Diría que era un miedo rico, un miedo necesario para poder sacarle todo el jugo a la experiencia. 

Antes de partir, los cuestionamientos fueron varios y en diversos sentidos. Que pasar la Navidad sola sería muy triste, que podía ser peligroso, que lo mejor era quedarme en lo ya conocido, con conocidos. Que la oportunidad de viajar al sur en condiciones favorables (nunca entendí cuáles eran las condiciones desfavorables) llegaría luego. ¿Pero por qué me voy a perder este viaje, que puede ser magnífico, sólo por el hecho de que no haya nadie que me acompañe? Pues no, para mí era en ese momento. 

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Durante ese viaje, que me dejó un par de amigos verdaderos, aprendizajes, el descubrimiento de sabores exquisitos e imágenes preciosas en la memoria, no solo no me pasó nada malo, sino que experimenté una libertad hasta entonces impensable y tuve una de las Navidades más bellas de mi vida, en la mesa gigante y comunal de un hostal de Bariloche, con casi 30 viajeros de todos los rincones del mundo. De Canadá a Corea del Sur, de Islandia a Suráfrica, pasando por Portugal y Tailandia. De Guatemala a Chile.  

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10 años después, he tenido el privilegio de conocer en total 39 países de 3 continentes, varios de ellos recorridos a profundidad, y me he llenado de muchas más razones para querer seguir viajando sola, hasta que el cuerpo y la mente aguanten. Eso, aunque también esté convencida de que es maravilloso viajar acompañado, con buenos amigos, la familia o la pareja. Pasa que cada forma de viajar, creo yo, tiene su momento. Así como sus ventajas y su lado negro, su lado oscuro.

Viajar solo puede ser una de las experiencias más intensas y enriquecedoras que existen.  De las más retadoras y bonitas. Si viajas solo, dependes nada más que de ti para hacer algo o no hacerlo y solo debes rendirle cuentas a alguien: a ti mismo. Sólo de ti depende si duermes o no y cuánto tiempo, si te vas a bailar o te quedas leyendo, si hablas con el niño que juega en el parque o no le diriges la palabra a la señora que hace la fila contigo para abordar el tren que te llevará al siguiente destino. Sólo de ti depende que te tomes ocho horas para recorrer un museo o no llegues esta noche al hostal en el que te alojas. No tendrás ningún problema si decides cambiar tus planes a último minuto y te unes a otros viajeros que van a una ciudad que no estaba incluida en tu recorrido. Esta vez va en serio, sabrás qué es eso que tantos describen con palabras rimbombantes y que parecen inalcanzables, imposibles. La libertad es eso. Es muchas otras cosas más, pero también es eso. 

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Lo enriquecedor de viajar solo radica en que tal vez no haya una mejor manera de conocerse a sí mismo. Después de mi experiencia en Argentina, viajé sola por Ecuador (país donde viví cuatro meses, en el 2006) y luego por México (fueron tres semanas espléndidas en el 2011), antes de lanzarme a recorrer sola casi toda Europa, durante un año. Hoy, puedo decir que todo ese tiempo viajando sola me volvió más recursiva, me hizo descubrir de qué estoy hecha y cuáles son mis límites. Si antes confiaba en mí misma, ahora lo hago el doble. Viajar sola me enseñó a ser más agradecida con las personas bonitas que se cruzan en mi camino y con la vida, me ha hecho disfrutar y valorar más a mis seres queridos.

Cuando se viaja solo la capacidad de absorber todo como una esponja y las oportunidades de que lleguen nuevas personas a tu vida se multiplican por cinco. Se aprenden toneladas de cosas que no aprenderías de otra manera, se agudizan los sentidos. Y sobre todo, se comprueba que el mundo es mucho más solidario y hospitalario que el que nos pintan casi siempre. 

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Pero como todo, esto de viajar solo también implica esfuerzos grandes y no está exento de momentos jodidos, de angustia y desánimo, tristes. Es inútil tapar el sol con un dedo. Enfermarse no es nada agradable. Y si el viaje es largo, es inevitable que a veces te sientas desfallecer por no poder sentarte a conversar, de manera profunda, con los que te aman o te conocen desde niño.

Viajar solo implica, la mayoría de las veces, gastar más dinero. Resulta mucho más agotador que viajar con alguien, física y emocionalmente. Es también incómodo en varios aspectos, como cuando estás en una estación de buses o de trenes y te dan ganas de ir al baño, al que debes dirigirte con todas tus cosas, entonces. Viajar solo dificulta conocer y recorrer ciertas zonas en algunas ciudades y países. Es más fácil que te roben, aunque en realidad a uno lo pueden atracar solo o acompañado, de día o de noche, a una cuadra de la casa o en otro continente. 

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Y habrá momentos, incluso días enteros, en los que por más rodeado que estés de gente, te sentirás solo. Es normal. Absolutamente comprensible. Sentirse solo no es estar solo. Es experimentar instantes de soledad muy precisos, complejos, llenos de bemoles, de los que también se aprende. No tiene nada de malo sentirse así en algún momento. La soledad hay que conocerla, aprender a vivir con ella, disfrutarla y quererla, para luego también poder estar bien con los que nos rodean. Hay que experimentarla, incluso en un viaje. 

Viajar solo es abrir el corazón, dejarse guiar siempre por el instinto. No es estar desprotegido. Tampoco aburrido ni triste. Es un reto gigantesco. ¿Qué fue lo “peor” que me pasó viajando sola por Europa durante un año? Que una noche terminé caminando sola al lado del mar en Estambul, sin haberlo planeado; una mañana, una valiente mujer me abrió las puertas de su mundo en Heidelberg, y una tarde, un hombre maravilloso llegó a mi vida en Viena. Que me convertí en una mejor versión de mí misma. 

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Mi próxima gran aventura viajera quiero gozármela de otra manera, en pareja, pero tengo claro que volveré siempre, una y otra vez, a recorrer sola uno o varios pedacitos del mundo. Viajar solo es adictivo, es como esa droga que una vez se prueba, ya no tiene reversa.

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