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Camino a la ruina, testimonios primera parte

Lo que más recuerda de pequeño es que le encantaba pisar el prado con los pies descalzos, de esta manera sentía que estaba vivo. Ómar Pérez no recuerda mucho más. Tal vez porque la mitad y un poco más de su vida quisiera olvidarla, olvidar el hambre, el miedo, la impotencia; olvidar el desamor, la indolencia y la pérdida; olvidar que pudiendo tener todo, hoy no tiene nada. Carlos Contreras, por el contrario, no se despega de sus recuerdos, de sus viajes, de sus novias, de los autos, de la ropa, de su pelo largo. De lo buena que fue su vida en la época más difícil, cuando un niño se convierte en hombre, cuando las niñas más lindas de su barrio,  competían por él, de su grupo de amigos, respetado y envidiado por los demás. Ómar pudo ser pero no quiso. No quiso ser un gran químico, a pesar de ser el primero en el salón y lograr una beca para estudiar. No quiso tener una familia, a pesar de tener un hijo y haber convivido con varias mujeres. No quiso brillar, decidió ser un ser opaco que se esconde. Carlos quiso ser pero no pudo. Quiso ser siempre el primero, pero la falta de voluntad lo obligó a estar siempre atrás. Quiso comerse el mundo, pero le faltó hambre por tenerlo todo. Quiso ser único, pero se resignó a ser uno más de quienes habitan la calle con el único propósito de lograr saciar sus adicciones. Ómar y Carlos son drogadictos. La química se le facilitaba y aún se le facilita. Ómar, cuando viaja en basuco, juega entre moléculas y símbolos químicos. Los mismos que conocía y lograba recitar de memoria en el colegio Hermano Miguel de la Salle en su adolescencia, los mismos que al poco tiempo decidió olvidar y quiso recordarlos con estimulantes y tranquilizantes. La buena vida y el estatus es lo que más extraña Carlos. Manejar buenos carros y ser el mejor vestido. ¡Y cómo extraña a las mujeres!, las que morían por él, las que le dejaban recados con amigas y cartas debajo de la puerta. También extraña ser el alma de la fiesta, saturado de licor y una que otra pepa. Y una que otra pepa es lo único que queda de esas épocas. Estimulantes, tranquilizantes, ‘pepitas’. Diversiones pasajeras, droga inofensiva, salvavidas de humo que, sin darse cuenta, le abrieron la puerta al subsuelo. A un mundo de fácil llegada pero difícil salida. Ómar y Carlos creyeron dominar los psicoactivos pero fueron y son marionetas de la droga. Ambos lo saben, ambos lo sufren, pero ninguno quiere cortar esos hilos.   Después de los tranquilizantes vino el vino. Y después la marihuana. El basuco. El exceso y la calle. Ómar terminó el bachillerato y decidió trasladar su vida al centro de Bogotá, vivir de hospedaje en hospedaje, vendiendo manillas, combatiendo por el vicio y sumergiéndose en él. Carlos comenzó una carrera que dejó a medias, se volvió un faltón y traicionó a sus amigos, familiares y vecinos que le tendían la mano. La calle le arrebató su mundo, sus dientes y casi hace lo propio con su vida. Mintió y robó para mantener su vicio. Recorrer varios centros de rehabilitación solo le sirvió a Ómar para aprender más mañas. Convertirse en un vendedor de buses para llevar un plante a cambio de comida y oraciones, le dio solamente una nueva forma de conseguir dinero para su vicio. Estar encerrado, en terapia y quedarse sin apoyo económico, sólo le sirvió a Carlos para hacerse más duro, ganar respeto en las calles y darse cuenta de que en esta ciudad es más fácil conseguir droga que comida. Pero en la calle no todo es combatir, no todo es consumir. Ambos conocieron el amor entre pitazos de basuco y tragos de Chamberlain. Carlos conoció a Samary después de casi perder la vida, cuando por faltonear a sus dealers lo acuchillaron en el caño de la 30 con 68. Ella, quien hasta vendió su cuerpo para poder drogarse, decidió empezar de cero y salir adelante, junto a él. Hoy vende bolsas de basura y vive en una pieza pequeña, limpia de drogas y junto a Carlos; él todavía consume. Ómar se enamoró de Martha en una olla. Él reciclaba en ese entonces y le había bajado al consumo, se enamoró de ella y la sacó a vivir en un cambuche. En la misma olla donde la vio por primera vez, Martha dio a luz al hijo de ambos, que hoy vive con los padres de Ómar bajo mandato del Bienestar Familiar y rara vez lo pueden ver. Martha ya tiene su tercer bebé que vive en la casa de su abuela; de sus primeros hijos sólo sabe que la mayor está en Ecuador y el del medio con sus antiguos suegros. La última alegría de Carlos es tener dientes de nuevo. Unos pocos pesos y el compromiso de asistir comprometido a la cita fue el precio que pagó para tenerlos de nuevo. La última alegría de Ómar fue ver a su hijo de cinco años. El compromiso de no estar drogado y de no quedarse solo con él fue la condición impuesta por sus padres para tenerlo de nuevo, aunque fuese por diez minutos. Carlos y Ómar están cansados. Carlos, con la fuerza que le da Samary y apoyado en la religión, quiere volver a tener días y dejar la noche; volver a su casa al lado de su esposa y tener la fuerza de voluntad para dejar el vicio. Ómar quiere recobrar a su familia, dejar de soplar, recuperar parte de los veinte años que ya perdió y caminar descalzo por el prado al lado de su hijo para sentir de nuevo que está vivo. Notas de prensa: El País, Colombia. 8 de mayo de 2008.  “Cinco menores de edad fueron detenidos el mes pasado mientras delinquían. En sus bolsillos encontraron un medicamento llamado Clonazepam, el cual es de venta controlada, pero que es conseguido en el mercado negro ‘para aumentar los niveles de agresividad’. ‘Ciertamente tiene un índice de abuso alto y mucha demanda en la calle. Es la responsable de un gran porcentaje de los casos de sobredosis e intentos de suicidios en los adolescentes’, asegura Jorge Quiñones, toxicólogo de la Secretaría de Salud de Cali. El titular de la Defensoría del Pueblo (Cali), Andrés Santamaría, aseguró que el consumo de este medicamento está generando una problemática social preocupante en los menores, quienes lo usan indiscriminadamente para infringir la ley”.

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Lo que más recuerda de pequeño es que le encantaba pisar el prado con los pies descalzos, de esta manera sentía que estaba vivo. Ómar Pérez no recuerda mucho más. Tal vez porque la mitad y un poco más de su vida quisiera olvidarla, olvidar el hambre, el miedo, la impotencia; olvidar el desamor, la indolencia y la pérdida; olvidar que pudiendo tener todo, hoy no tiene nada.

Carlos Contreras, por el contrario, no se despega de sus recuerdos, de sus viajes, de sus novias, de los autos, de la ropa, de su pelo largo. De lo buena que fue su vida en la época más difícil, cuando un niño se convierte en hombre, cuando las niñas más lindas de su barrio,  competían por él, de su grupo de amigos, respetado y envidiado por los demás.

Ómar pudo ser pero no quiso. No quiso ser un gran químico, a pesar de ser el primero en el salón y lograr una beca para estudiar. No quiso tener una familia, a pesar de tener un hijo y haber convivido con varias mujeres. No quiso brillar, decidió ser un ser opaco que se esconde. Carlos quiso ser pero no pudo. Quiso ser siempre el primero, pero la falta de voluntad lo obligó a estar siempre atrás. Quiso comerse el mundo, pero le faltó hambre por tenerlo todo. Quiso ser único, pero se resignó a ser uno más de quienes habitan la calle con el único propósito de lograr saciar sus adicciones. Ómar y Carlos son drogadictos.

La química se le facilitaba y aún se le facilita. Ómar, cuando viaja en basuco, juega entre moléculas y símbolos químicos. Los mismos que conocía y lograba recitar de memoria en el colegio Hermano Miguel de la Salle en su adolescencia, los mismos que al poco tiempo decidió olvidar y quiso recordarlos con estimulantes y tranquilizantes.

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La buena vida y el estatus es lo que más extraña Carlos. Manejar buenos carros y ser el mejor vestido. ¡Y cómo extraña a las mujeres!, las que morían por él, las que le dejaban recados con amigas y cartas debajo de la puerta. También extraña ser el alma de la fiesta, saturado de licor y una que otra pepa. Y una que otra pepa es lo único que queda de esas épocas.

Estimulantes, tranquilizantes, ‘pepitas’. Diversiones pasajeras, droga inofensiva, salvavidas de humo que, sin darse cuenta, le abrieron la puerta al subsuelo. A un mundo de fácil llegada pero difícil salida.

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Ómar y Carlos creyeron dominar los psicoactivos pero fueron y son marionetas de la droga. Ambos lo saben, ambos lo sufren, pero ninguno quiere cortar esos hilos.
 
Después de los tranquilizantes vino el vino. Y después la marihuana. El basuco. El exceso y la calle. Ómar terminó el bachillerato y decidió trasladar su vida al centro de Bogotá, vivir de hospedaje en hospedaje, vendiendo manillas, combatiendo por el vicio y sumergiéndose en él. Carlos comenzó una carrera que dejó a medias, se volvió un faltón y traicionó a sus amigos, familiares y vecinos que le tendían la mano. La calle le arrebató su mundo, sus dientes y casi hace lo propio con su vida. Mintió y robó para mantener su vicio.

Recorrer varios centros de rehabilitación solo le sirvió a Ómar para aprender más mañas. Convertirse en un vendedor de buses para llevar un plante a cambio de comida y oraciones, le dio solamente una nueva forma de conseguir dinero para su vicio. Estar encerrado, en terapia y quedarse sin apoyo económico, sólo le sirvió a Carlos para hacerse más duro, ganar respeto en las calles y darse cuenta de que en esta ciudad es más fácil conseguir droga que comida.

Pero en la calle no todo es combatir, no todo es consumir. Ambos conocieron el amor entre pitazos de basuco y tragos de Chamberlain. Carlos conoció a Samary después de casi perder la vida, cuando por faltonear a sus dealers lo acuchillaron en el caño de la 30 con 68. Ella, quien hasta vendió su cuerpo para poder drogarse, decidió empezar de cero y salir adelante, junto a él. Hoy vende bolsas de basura y vive en una pieza pequeña, limpia de drogas y junto a Carlos; él todavía consume.

Ómar se enamoró de Martha en una olla. Él reciclaba en ese entonces y le había bajado al consumo, se enamoró de ella y la sacó a vivir en un cambuche. En la misma olla donde la vio por primera vez, Martha dio a luz al hijo de ambos, que hoy vive con los padres de Ómar bajo mandato del Bienestar Familiar y rara vez lo pueden ver. Martha ya tiene su tercer bebé que vive en la casa de su abuela; de sus primeros hijos sólo sabe que la mayor está en Ecuador y el del medio con sus antiguos suegros.

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La última alegría de Carlos es tener dientes de nuevo. Unos pocos pesos y el compromiso de asistir comprometido a la cita fue el precio que pagó para tenerlos de nuevo. La última alegría de Ómar fue ver a su hijo de cinco años. El compromiso de no estar drogado y de no quedarse solo con él fue la condición impuesta por sus padres para tenerlo de nuevo, aunque fuese por diez minutos.

Carlos y Ómar están cansados. Carlos, con la fuerza que le da Samary y apoyado en la religión, quiere volver a tener días y dejar la noche; volver a su casa al lado de su esposa y tener la fuerza de voluntad para dejar el vicio. Ómar quiere recobrar a su familia, dejar de soplar, recuperar parte de los veinte años que ya perdió y caminar descalzo por el prado al lado de su hijo para sentir de nuevo que está vivo.

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Notas de prensa:

El País, Colombia. 8 de mayo de 2008.
 “Cinco menores de edad fueron detenidos el mes pasado mientras delinquían. En sus bolsillos encontraron un medicamento llamado Clonazepam, el cual es de venta controlada, pero que es conseguido en el mercado negro ‘para aumentar los niveles de agresividad’. ‘Ciertamente tiene un índice de abuso alto y mucha demanda en la calle. Es la responsable de un gran porcentaje de los casos de sobredosis e intentos de suicidios en los adolescentes’, asegura Jorge Quiñones, toxicólogo de la Secretaría de Salud de Cali. El titular de la Defensoría del Pueblo (Cali), Andrés Santamaría, aseguró que el consumo de este medicamento está generando una problemática social preocupante en los menores, quienes lo usan indiscriminadamente para infringir la ley”.

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