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El juego del calamar y el espíritu de la meritocracia

El juego del calamar, sin duda, tiene algo que capta nuestra atención. Este juego macabro, que se presenta como una historia surreal, extraña, y hasta exagerada, parece representar algo familiar pero no tan obvio. Les contamos en una crítica del más reciente éxito de Netflix.

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El juego del calamar - Serie de televisión
// Foto tomada de la zona de prensa Netflix - Noh Juhan

Una producción coreana batió récords históricos de Netflix motivando discusiones y controversias; aplausos y repudio. El juego del calamar, sin duda, tiene algo que capta nuestra atención. Y es que este juego macabro, que se presenta como una historia surreal, extraña, y hasta exagerada, parece representar algo familiar.

Por Ricardo Silva Ramírez y Laura González Osorio

El juego del calamar planea de forma explícita recrear nuestra propia sociedad con sus desigualdades, injusticias, competencias, amistades, peleas, alianzas, intereses, normas y castigos.

Esa extraña familiaridad que sentimos al verla a pesar de ser una ficción violenta, como suele ocurrir, genera malestar: una suerte de miedo particular frente al cual todos los monstruos de Halloween no son más que un sustituto.

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Pues, bien, si la serie nos cautiva o nos molesta es, justamente, porque toca aquello que nos produce más terror: el cuestionamiento de nuestra propia imagen. ¿Por qué? Repasemos el guión de la serie. En adelante podrán encontrar spoilers.

El juego y la Sociedad disciplinaria

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Llegamos a enterarnos de este extraño juego con la elección de los jugadores. Un hombre desconocido ofrece una apuesta al protagonista (quien, de entrada, notamos está vaciado de dinero): dinero a cambio de un castigo físico. Él, y cada uno de los otros participantes, reciben luego una tarjeta de invitación para participar en unos juegos que desconocen.

Estando allí, los jugadores reciben un número que los representa y un uniforme que utilizan en todo momento. Tienen más o menos la misma edad, con alguna excepción, y comparten unas aterradoras y tensionantes condiciones económicas.

En este juego las reglas son sagradas, absolutas e inamovibles. Ya sea un guardia o un jugador, rojo o azul, quien interfiera en el “libre desarrollo” de la competencia debe ser erradicado.

Linchamientos, tráfico de órganos o asesinatos a sangre fría. Todo vale mientras no se violen las reglas. Estas permiten la armonía del juego actual y la reiteración de las versiones que han ocurrido con los años.

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Las reglas son el aparente amo absoluto para el que los organizadores trabajan y permiten la creación de un universo en donde todos valen por igual. Es este el argumento de la serie.

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Dadas las normas y los participantes, asistimos a la construcción de una población, un conjunto de individuos agrupados en un mismo territorio y gobernados bajo una misma norma estructurada.

Un escenario con características similares a lo que Foucault llamaba una “sociedad disciplinaria”: una sociedad que sabe quiénes somos, que elabora un prontuario con nuestra fecha de nacimiento, ocupación, trayectoria laboral o historial criminal; una sociedad que estructura a quienes hacen parte de ella de acuerdo a unas reglas que, si no se cumplen, acarrean un castigo.

Los jugadores de nuestra historia cuentan como individuos, una cifra más que permite el funcionamiento de aquel juego que se ha ido perfeccionando con los años. Cada uno es esencialmente un número, un elemento contable dentro de una sumatoria social.

No son sujetos, no se reconoce su trayectoria vital o su malestar, se les trata como una cifra. Tanto así, que su vida tiene un precio establecido.

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Todos juegan El juego del calamar

Ante este escenario, la pregunta obvia es qué tan diferente es esto al juego de lo que vivimos en la vida real. ¿Nuestro rol en la sociedad no se reduce exactamente a ser un individuo cuantificable?

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Tarjetas de identificación, pasaportes, historiales médicos, partidas de bautizo o defunción, diplomas, contratos, censos y demás, están para ordenar y gobernar la población.

Participamos en distintos juegos sociales con unas reglas y roles establecidos, con estrategias, castigos y recompensas. No es que nos enfrentemos a la muerte, pero el principio de la competencia, querámoslo o no, nos enfrenta casi con la misma crudeza. Como sucede en una búsqueda de empleo o de un premio. Se trata de sobresalir frente a un rival que debe ser vencido, pues solo hay un puesto y, como recuerda la canción de ABBA: “the winner takes it all”.

Tener dinero, vivir; no tenerlo, morir; tener acceso a la educación, a la anhelada -o dramática histórica- calidad de vida, o no tener nada. El drama de nuestra época se reduce a esta alternancia simbólica del – y el +. Solo hay un obstáculo para lograrlo: los demás.

No se trata de buenas o malas voluntades sino de la organización de nuestro propio juego, mucho más sutil y por ello tremendamente eficaz.

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La lucha a muerte, la violencia del enfrentamiento con el semejante es algo velado (en el sentido del psicoanálisis). Allí, para la organización inconsciente de los escollos de la sexualidad infantil, o aquí para el embellecimiento de la ideología racionalista, la función del velo es la de esconder el elemento traumático que produce malestar.

El secreto de la aceptación incuestionada del espíritu individualista radica justamente en el velo que intercede para apaciguar lo inaceptable de la lucha por aumentar nuestro valor.

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No vamos a hacer mal a nadie, no se trata de competir sino de mejorarme como individuo, trabajar para mí mismo, cuidar a mi familia, ser mi propio jefe, cumplir mis metas y aspiraciones. Poner por encima de todo el "mérito propio". La solución ante lo traumático del otro antagónico es, una vez más, el reforzamiento del yo.

El espíritu de velo

Quizá todo el interés y alboroto con la serie es que parece revelar ese espíritu mortífero que está taponado, como si quitase el velo para mostrarnos la cruda realidad. En este universo asistiríamos a una la lucha a muerte sin tapujos y de ahí el horror o aversión que podría generar.

No obstante, todo parece ser un poco más complicado, pues en la serie esta función del velo adquiere un matiz interesante. Detengámonos en los personajes.

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Nuestro protagonista, Gi-Hun, intentó ayudar al anciano Oh II-nam, quería a Kang Sae-byeok a pesar de que le robó su dinero, era empático con el extranjero Ali, y se aliaba con su viejo amigo Sang-woo, sobre quien repetía que había estudiado en la universidad y era exitoso.

En resumen, vemos a un buen tipo que se preocupa por los demás, se intriga por conocerlos y, al final, no es mayor secreto que él sea el ganador, pero con su triunfo siente culpa y no utiliza el dinero.

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Su supuesto amigo Sang-woo -con quien parece sentir desde el principio una cierta ambivalencia que no asume- parece ser el único que puede ver a través del velo del juego.

Pareciera representar el poder emanciparse kantiano y llama la atención que, al parecer, sea el único con educación universitaria. Vemos en un capítulo que adquiere información previa sobre las reglas y no la comparte con el grupo que ha ido formando Gi-Hun.

Sang-woo no dice nada, se aleja de cualquier manto de “equidad” que recubre la competencia. Esto lo convierte en el verdadero antagonista de la serie y el único digno rival para el juego final.

Nuestro protagonista, así como los rufianes que cometen asesinatos, van quedando cada vez más atrapados en la ideología del juego. Arman grupos y luchan para llegar al final, pero durante el camino parecen ir olvidando una verdad fundamental: solo habrá un ganador, si la cifra va disminuyendo en cada etapa solo puede haber un resultado.

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Unos se aferran a la moral y otros al egoísmo, pero todos juntos representan la contradicción del individualismo colectivo de nuestra época. Lo que podría parecen un error de guión, así como el hecho de que los juegos estén pintados en la pared del dormitorio y nadie se dé cuenta, parece revelar una defensa frente a lo traumático, una suerte de espíritu de velo.

Así, llegamos a un interesantísimo e intrigante elemento de la serie: la alcancía que cuelga sobre los participantes. Dentro de la lógica del juego, ésta pretende dar cuerpo al espíritu de igualdad que proponen sus organizadores pues, tras cada etapa del juego, es rellenada con el equivalente de dinero según el número de muertos.

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Esta inofensiva alcancía, cuya belleza irónica es ser transparente, contiene una trampa: los jugadores, representantes de nuestro propio juego, tienen valor en la medida en que los “los VIPs”, disfrutan y pagan por el espectáculo. No es que tengan un valor previo, no es que valgan en sí mismos. Con su juego mismo, con su trabajo, tienen que pagar el valor virtual de su número, y vaya que tendrán que pagar.

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