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“Freud”, la serie de Netflix y la psicosis social de nuestra época

Freud, publicada en marzo de 2020 a través de Netflix, es un drama fantástico que nos cuenta una historia nunca antes contada sobre la juventud del padre del psicoanálisis. Pero también nos habla de la fantasía del "monstruo interior".

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Freud - Serie
// Zona de prensa Netflix

Freud, la serie de Netflix, más que una obra divertida o con precisión documental, nos recuerda los conceptos que le aprendimos al padre del psicoanálisis y las fantasías que montamos alrededor de ellos. Aquí una reseña que nos da para hablar del inconsciente y hasta de los lapsus del presidente.

Por Ricardo Alfonso Silva

La serie Freud, publicada en marzo de 2020 a través de Netflix, es un drama fantástico en el que asistimos a una historia nunca antes contada sobre la juventud del padre del psicoanálisis.

Entre película de terror, drama romántico y novela detectivesca, el joven Freud se encuentra con una paciente que está relacionada con una serie de sucesos inquietantes en la Viena del siglo XIX a través de su peculiar familia adoptiva.

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De entrada, cabe señalar que Freud no tiene una intención documental ni nada por el estilo, lo cual no debe sin embargo desanimarnos. Importa poco la fidelidad a la realidad, sobre todo si hablamos en un terreno donde la realidad se relaciona con la fantasía, con el placer y el verbo.

Al contrario, quizás, este carácter ficticio nos permita el acceso a alguna verdad sobre nuestra época. Una verdad que, como se acostumbra en el psicoanálisis, se presenta deformada. Nos cuenta una historia que sería la clave o el secreto enigmático que para el joven Freud sentaría las bases de sus futuros descubrimientos.

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Un muchacho con interés en ser reconocido por los neurólogos de su entorno se ve enfrentado con varios sucesos y personajes que lo conducen a su descubrimiento trascendental: lo inconsciente.

En el universo de la serie, esta “historia secreta” escrita por Freud en lo que sería su obra maestra (spoiler alert) sería censurada y enterrada por verse ligada a un complot que envuelve los intereses de Austria en su expansión imperial y la venganza de unos aristócratas húngaros.

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Freud - Netflix, episodio 4
//Foto: jan_hromadko

Lo cierto es que, con el desarrollo de la historia fácilmente se podría prescindir de la figura de Freud. Vemos, entonces, la historia de Fleur Salomé. Una mujer que en su infancia presenció el ataque a su aldea por las fuerzas imperiales y que al verse en peligro desarrolla una segunda personalidad que le permite tener una especie de poder.

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Fleur sería un arma utilizada por su familia adoptiva para hipnotizar a unos aristócratas austriacos y controlarlos a su antojo. Aquí es donde aparece el joven Freud, quien, valiéndose de lo aprendido con el doctor Charcot y las histéricas, decide liberarla de su esclavitud familiar y resolver el misterio enigmático que pone en peligro al imperio.

En sus palabras: “Fleur es la clave”. Sin embargo, ya veremos cómo se enredan y su paciente pasará a ser su amante.

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Surge aquí una comparación bastante sugestiva con otra película sobre psicoanálisis, Un método peligroso. En este caso, vemos la historia de Carl Jung y de las complicaciones que surgen cuando entabla una relación amorosa con una paciente.

Alumno de un ya maduro y sabio Freud, Jung va acomodando sus teorías como una defensa para negar el embrollo que le produce la situación con su paciente. Negando la base sexual y regresiva, que según veremos es fundamental, se ve llevado a interesarse por conexiones metafísicas entre personas, coincidencias, intuiciones, premoniciones del futuro en los sueños, etc.

El desarrollo del film va construyendo el conflicto de Jung y mostrándole cada vez más equivocado; hecho singular, pues en Freud son estos fenómenos los que van afianzando la certeza en sus ideas.

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Ya volveremos sobre esto, pero lo que merece nuestra atención, por la belleza irónica que muestra, es que mientras que la película de Jung demuestra ser freudiana, la serie de Freud termina siendo junguiana.

La serie se desarrolla justo después de que Freud trabaja con el profesor Charcot en Francia, cosa que sí ocurrió. Allí Freud, con el acompañamiento de su maestro, logra superar un conjunto de prejuicios sobre las histéricas. Contra la creencia de que eran mujeres que mentían sobre su condición, pues ningún análisis fisiológico o neurológico demostraba la razón de sus dolencias, este Freud de carne y hueso empieza a escucharlas encontrando una base traumática y sexual escondida en lo manifiesto de sus historias.

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Esto ocurrió no sin cierta contingencia o accidentalidad, como de alguna manera intenta mostrar la serie, pero en un sentido bastante distinto. A lo largo de los años siguientes, gracias trabajo junto a sus pacientes, Freud fortalece su pensamiento y da el paso decisivo que sentará el antecedente para nacimiento del psicoanálisis propiamente dicho; un paso que, si bien tiene importantes consecuencias teóricas, es ante todo un cambio de método: de la sugestión a la asociación libre, de decirles qué hacer a sus pacientes a escucharles.

La serie, por su lado, acentúa el drama fantasioso centrándose en el poder de la sugestión y de la hipnosis. Fleur Salomé y su madre adoptiva tienen poderes de sugestión que superarían al más entrenado maestro jedi. Tienen la habilidad de introducir pensamientos en las personas y controlarlas para matar o suicidarse, así como “sacar el animal interior” que reprimen y convertirlos en una especie de bestia.

En otros casos, ante una situación de peligro, pueden congelar a los sujetos como si tuvieran un control mágico extraído de una película de Adam Sandler. A esta especie de energía sobrenatural habría que agregar los elementos supersticiosos o mágicos que mencionamos con la película de Jung: que la prometida de Freud pueda predecir en un sueño una escena que lo pone en peligro, que la madre adoptiva de Fleur sienta su presencia a través de los muros, o que Freud pueda comunicarse con su paciente en los sueños.

Freud va comprendiendo fenómenos como el trauma, la alucinación, la sugestión, la disociación y el síntoma a medida que percibe los efectos que produce en los demás el conflicto de su amante.

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Interesante sería pensar que todo se trata de un delirio de Fleur que, con su manía de grandeza, sobrestimación de sí misma, alucinaciones y disociaciones, presentaría rasgos psicóticos. Pero aquí está el meollo del asunto y el rasgo interesante de la serie, pues presenta una visión bastante generalizada de lo inconsciente.

Este “sacar el animal interior”, que convertiría a unos sujetos normales en monstruos pulsionales, plantea una continuidad en la construcción de las personas: el elemento inconsciente, aquí animal, sería superado para llegar a la síntesis de la armonía yoica, a la muy anhelada normalidad, y sólo tras la influencia de la hipnosis podría surgir nuestro monstruo interior.

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El hecho de que esta idea, tan lejana al fundamento de Freud, sea el elemento central de la serie que lleva su nombre, es bastante diciente. Es aquí donde podemos interpretar una o dos cosas sobre nuestra época.

¿Por qué revivir hoy a Freud nos ayuda a entender el mundo?

Si tomamos en consideración películas que presentan una concepción similar, que aquí cabría llamar del “subconsciente”, encontramos el fundamento reprimido que intentamos dilucidar.

Por dar un ejemplo, en la trilogía de Split, Unbreakable y Glass vemos a unos pacientes que por su particular condición psicológica y delirante adquieren poderes inhumanos. Esta coincidencia no es gratuita. Que en un mismo paquete encontremos pacientes con traumas infantiles y habilidades sobrenaturales da cuenta, por decirlo todo de una vez, de los esfuerzos que social e individualmente se ponen en negar esa “otra escena”, en convertir lo inconsciente en algo ajeno a nosotros, “seres racionales y perfectamente conscientes de nuestros actos”.

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¿No es acaso nuestra época la del triunfo del Yo?

Redes sociales, big data, series recomendadas por algoritmos, productos que nos nombran, tips de autoayuda, vienen todos a soportar en la vida privada eso que ya había sido normalizado en la vida pública por el individualismo liberal.

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La certeza que tenemos de nuestra persona, puesto que de nuestro nombre se trata, nos conecta en una sociedad cada vez más segura de sí misma. Sin embargo, algunos creemos que ante este “mundo feliz” y ahora pandémico, no está de más una inyección de duda, algo que nos recuerde el hecho fundamental de que el Yo es una construcción.

Tomemos por ejemplo el caso bien conocido del presidente Iván Duque, quien en un discurso comete una equivocación verbal que produce todo un escándalo: burlas, indignación, comparaciones, acusaciones sobre su salud mental y una cascada de comentarios y memes graciosos que denotan la creatividad y el fundamento lingüístico que Freud encontró en el chiste.

Más allá del lapsus cometido, es destacable el conjunto de reacciones en las que se escenifica todo un esfuerzo por situar la locura como algo ajeno: “¡es un idiota!”, “¡¿cómo es posible que sea nuestro presidente?!”, “¡es el colmo!”, etc.

El lapsus, noción de la que mucho se habla y que poco se entiende, en efecto da cuenta de una falla. Pero ese momento instantáneo en el que nuestro cuerpo nos traiciona y que atribuimos a un error en la matrix nos recuerda la facilidad con que nos comemos el cuento de nuestra unidad.

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Lo interesante es que este fenómeno ocurre todo el tiempo, claro está, para quien sabe leerlo. Un amigo me reclamó el día de la equivocación de Duque que no me hubiera enterado de lo ocurrido, como si se tratase de la caída de las torres gemelas. Pero mientras me contaba la historia, incurrió en una equivocación y no pudo reconstruir el error sacrílego que le había ofendido tanto.

No nos equivoquemos, por supuesto que el presidente está en el error. Pero no lo está más que cualquiera de nosotros, es tan loco el vagabundo que se cree rey como el rey que se cree rey.

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¿Cómo sorprenderse de una sociedad que se preocupa más de lo que se dice que de lo que se hace? Estamos sumidos en nuestra propia realidad, en una atalaya desde la cual vemos con desdén la civilización que la sostiene. En estas condiciones, nos es casi imposible situarnos en el mal que denunciamos y nuestros conflictos interiores son proyectados como un malévolo ente externo: el capitalismo, la sociedad, el racismo, el machismo, etc.

Tan alienados del mundo social como de nuestra propia persona, sostenemos todos juntos y en unísono “la libertad”, la idea delirante que caracteriza esa suerte de psicosis social que es nuestra época.

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