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Y a fin de cuentas, ¿de qué habla realmente “Minari”?

Una de las nominadas a los Oscar 2021, 'Minari', da para que hablemos sobre muchos problemas del cine de hoy en día.

Minari
Minari
// Lee Isaac Chung

Si leen la sinopsis de Minari, encontrarán que es la historia de la lucha de un padre de familia coreano por asentarse con su esposa e hijos en un pueblo del interior de los Estados Unidos en los años 80. También encontrarán que todo está basado en la vida de su director y guionista, el coreano-estadounidense Lee Isaac Chung. Hasta acá, todo suena y se ve como un capítulo muy hípster y estilizado de Padres e Hijos, pero tras su premisa, Minari también es una mirada a nuestro legado cultural, a la fe y también propone una reflexión sobre la hegemonía cultural del cine gringo.

Por Juan Pablo Castiblanco Ricaurte // @KidCasti

Cada año el debate es más fuerte y constante. La “temporada de premios” que tiene como acto central a los Premios Oscares cada vez más cuestionada por su tradición de ignorar el trabajo de mujeres, minorías étnicas (que ahora están agrupadas en el acrónimo BIPOC que, por sus siglas en inglés, reúne a las personas negras, indígenas y “de color”), población LGBTI, etc.: es decir, todo el mundo que no sea el clásico hombre blanco heterosexual dominante.

Desde varios frentes, como el #MeToo o el #OscarsSoWhite, se ha fortalecido la crítica hacia el sesgo machista, racista y homofóbico que ha existido en nominaciones y premios, y cuyo gran daño ha sido la invisibilización de una infinita cantidad de relatos, denuncias y problemas que existen en nuestra sociedad. ¿Si no lo nombramos, si no lo vemos, cómo vamos a poder combatirlo?

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(Vean acá la lista completa nominados a los Oscar 2021)

Aunque está temporada de premios se precia de haber destacado el trabajo de varias mujeres en puestos de dirección como es el caso de Chloé Zhao (Nomadland) y Emerald Fennell (Promising Young Woman), y de poner bajo el ojo mediático historias de lucha contra el racismo (Judas and the Black Messiah), la violencia sexual (Promising), el exceso de fuerza policial (The Trial of the Chicago 7) o de incluir un relato donde la discapacidad es protagonista (Sound of Metal), la aparición en el panorama de Minari demostró que el modelo de premiaciones es cada vez más obsoleto y necesita sacudirse de sus propias limitantes.

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Mientras Minari está nominada en los Óscar a seis categorías, entre ellas Mejor película, en los Globo de Oro no completó los requisitos para ser considerada “Mejor película” (el espacio para las producciones gringas habladas en inglés) sino que quedó en el espacio de “las extranjeras” donde eventualmente ganó su estatuilla. Un detalle menor o invisible al ojo desprevenido, pero que dice mucho del estado actual del cine y de la comprensión de la migración en la sociedad estadounidense.

En un país donde la migración ha sido fundamental para su crecimiento y que hoy en día es fundamental para entender su identidad, es necesario revisar la noción de qué es extranjero y qué es local.

Los premios han ayudado a forjar unas fronteras invisibles y a la vez obsoletas entre la producción cinematográfica mundial, que sostienen la idea de que el lugar donde se hace una película puede definir su calidad, tema o tono. Incluso, la idea de que hay una categoría celestial y soñada de “Mejor película”, y otra secundaria y casi que accesoria llamada “Mejor película extranjera”, crea estratos dentro del cine.

Suficiente tenemos con el avasallador mercadeo de Hollywood que nos embute sus producciones por todo lado, como para que también tengamos que aceptar que hay niveles de calidad y que la de los angloparlantes es la pura y la del resto del mundo es la diluida. Cine es cine, no importa dónde ni quién lo haga.

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Minari es el reflejo de lo híbrida que está la producción cultural hoy en día y que ha hecho que la división por géneros o categorías sea cada vez más difícil. Salgamos un momento del cine y pensemos por ejemplo en los Grammy y su relación con el reggaetón-que-ya-no-es-reggaetón o el pop-que-tiene-dembow-pero-no-es-reggaetón.

¿Dónde meter a artistas como Rosalía,C Tangana o, a nivel local, Piso 21? ¿Qué hacer cuando el rap ya no es tan rap, el rock ya no es tan rock y las canciones son cantadas en spanglish? ¿Qué pasa cuando la globalización hace que una banda tenga integrantes de varias nacionalidades? ¿Qué pasa cuando una película gringa tiene un guion completamente hablado en coreano?

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En realidad, este tipo de preguntas no deberían importar y lo importante es el mensaje de fondo, sea una reflexión trascendental para la vida o una invitación lujuriosa para beber, fumar y bailar como un rasta (si Dios lo permite). En el caso de Minari, además de lo ya mencionado, lo conmovedor son todas las pequeñas capas ocultas. Minari también es una película sobre la fe, la perseverancia, la masculinidad, y la forma en la que todos nosotros –aún si nunca nos hayamos ido de nuestro lugar de origen– rechazamos o aceptamos nuestros legados familiares.

¿Alguna vez se han sentido avergonzados de sus tradiciones familiares, los dichos o formas de ser de sus papás/mamás/tíos/tías/abuelos/abuelas, o el lugar donde nacieron? Esta película entender un poco mejor los esfuerzos que han hecho sus padres y sí, los hará llorar un ratico.

El director Isaac Lee Chung contó que conocer la obra de la escritora Willa Cather lo inspiró, especialmente su declaración de que “mi vida comenzó cuando dejé de admirar para empezar a recordar”. Esta frase hizo que Chung, quien había comenzado sus estudios universitarios para ser médico, comenzar a escribir recuerdos de su infancia en una granja y de acompañar a su abuela a sembrar un vegetal coreano que crecía fácilmente en cualquier suelo. Luego de tener redactados más de 80 episodios, los cosió en un arco narrativo sobre la familia, el fracaso y el renacimiento. Así surgió la película.

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Entre estos recuerdos muchos microtemas se enredan. Por ejemplo, Chung contó en una entrevista que el peso de la masculinidad fue algo que tuvo en cuenta cuando hizo el guion, para que fuera uno de los conflictos internos del personaje de Jacob (el padre de familia), representando el peso excesivo que esto tiene en la cultura coreana.

También, como la periodista y crítica Hannah Strong escribió en la revista inglesa Little White Lies, “aunque la política no tiene un rol preponderante en Minari, el contexto en los años 80 implica que las doctrinas de Ronald Reagan están en su clímax, empujando a los norteamericanos al mantra de que el individualismo es la clave del éxito”.

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La historia de Minari es la que viven y han vivido millones de migrantes en Estados Unidos. Es la persecución del anhelado “sueño americano” en donde abandonan la pobreza de sus países de origen para entrar a jugar en el benevolente sistema gringo en donde hay plata y trabajo para todo aquel que trabaje duro. La película es la historia de Jacob y su lucha por dominar la tierra que compró en una zona rural gringa, convertirla en una finca prolífica, y así cumplir su sueño de ser el sustento de su familia.

Los personajes en Minari están tan bien construidos que, según quien la vea, cualquiera de ellos puede ser el protagonista. Además de la historia del padre, también está la de Mónica, la mamá, que está en ese limbo entre creer en el sueño del marido o irse por la opción sensata de volver a California o a Corea protegiendo a su familia a expensas del ego de su marido que quiere completar su sueño de patriarca proveedor.

Está la historia de David, el niño, que lucha por acomodarse a la sociedad americana e inconscientemente rechaza su legado coreano. Y está la historia de la atípica abuela, que aunque representa el legado y los recuerdos, también es la estampa de la hibridación cultural al ser una abuela que toma gaseosa y ve lucha libre.

Si en el 2020 el triunfo de Parasite permitió hablar a nivel masivo sobre la lucha de clases, que Minari gane premios o al menos esté entre las nominadas de la temporada puede servir para hacernos preguntas sobre lo que consideramos nuestro y lo de los otros, sobre lo local y lo extranjero. Y mientras hacemos la reflexión política, pensar en todo lo que nuestros papás hicieron por nosotros. Snif.

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