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Jojo Rabbit: todos los caminos conducen a Hitler

Una crítica de 'Jojo Rabbit', la nueva manifestación de Hitler como el ejemplo más crudo de la ideología

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Jojo Rabbit

Jojo Rabbit, del director Taika Waititi, es una de las nueve cintas nominadas en la categoría Mejor película de los Premios Oscar 2020. Una entretenida sátira del arquetipo preferido del mal, Adolf Hitler.

Por Fabián Páez López @Davidchaka

Todas las conversaciones conducen a Hitler. Invocar su figura es llegar al extremo. En cualquier discusión que implique una mínima toma de posición ética, él es el ejemplo último del horror. ¿O qué otro personaje representa mejor el rostro universal del mal, sino es el líder supremo de la Alemania nazi, el agitador del fascismo en Europa y de uno de los más grandes genocidios en la historia de la humanidad? Por eso no fue raro que, incluso antes de ser estrenada, a Jojo Rabbit ya la habían incluido en la categoría (que, por cierto, hoy resulta atribuible casi a cualquier cosa) de “polémica” u “ofensiva”. En todo caso, las controversias prefabricadas son previsibles cuando aquel bigote tipo “cepillo de dientes” está de por medio.

Inspirado en los hechos narrados en el libro Caging Skies, de Christine Leunens, el director neozelandés Taika Waititi (Thor: Ragnarok) introduce e interpreta en su historia, a modo de sátira, a un Hitler que es el mejor amigo imaginario de un niño de diez años fascinado, y luego conflictuado, con el nazismo: Jojo. 

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El Hitler que vemos acompañar al joven Jojo en su vida diaria, y durante su formación en las Juventudes hitlerianas, es un personaje desabrido y caricaturesco que le habla al oído al niño, tal y como lo hace ese diablillo perverso que se le aparece al Pato Donald en los momentos de cavilación, cuando tiene que decidir entre el “bien y el mal” (el ángel y el demonio). Un tipo neurótico, ansioso e inseguro, empecinado en convertir al niño en un fiel adepto del III Reich. Aunque desabrido y cantinflesco, aquel   que parece ocupar el lugar del padre ausente de Jojo pinta como una profunda sátira a la ideología.

Desde luego, hay que decir que cualquier intento de lavarle la cara a un genocida, mostrar su lado “humano”, amable, etc. es, de entrada, una empresa fallida. Las atrocidades cometidas son el verdadero rostro del monstruo. Por fortuna, Jojo Rabbit no parece humanizar el mal. El carácter imaginario del Hitler de Waititi no nos remite a un sujeto, sino a la encarnación del edificio ideológico del nazismo. No obstante, al tiempo que la comedia se vuelve drama, el Adolf amigo de Jojo pierde protagonismo.  

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La caricatura de este Hitler torpe y fumador no es simplemente una figura infantilizada a través de Jojo. No se trata pues de un niño que, por su temprana inocencia, es más proclive a la ideología. Por el contrario, es un personaje que puede interpretarse como la versión individualizada de los múltiples Hitler imaginarios que operaron a partir de 1933 como sostén del nazismo. Un amigo imaginario que actúa al tiempo como lente para interpretar la realidad y como límite represivo; y que podría llegar a fundirse con la apariencia externa de cualquier militante del partido Nazi (a excepción del mismísimo Hitler, claro está).

Cuando los adentes del servicio de inteligencia de las SS hacen presencia en la casa de Jojo porque huelen la presencia de algo sospechoso y repiten como haciendo planas el saludo fascista “Heil Hitler!”, por su estado de alineación con el discurso, queda lugar a la duda: ¿no son estos agentes una versión “real” del führer imaginario?

La promesa de una figura ideológica omnipresente, sin embargo, se desintegra cuando el Hitler amigo imaginario es remplazado por nada. Su disolución, no obstante, da paso a un drama emotivo y triste que cambia el horizonte de Jojo.  

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Jojo se ha venido construyendo en su cabeza, de la mano de una serie de aparatos burocráticos, la imagen del monstruo judío. De hecho, se encuentra muy fascinado desde el principio con esa monstruosidad. Pero pronto descubre que su madre, Rosie Betzler, interpretada por Scarlett Johansson, esconde en su habitación a una niña judía, Elsa Korr (Thomasin McKenzie). Al conocerla, se desbaratan los lentes a través de los cuales percibe la realidad. Pero lo que pinta como la desintegración de la ideología no podría ser más que un efecto de sustitución que ya no percibmos. 

[Alerta Spoiler]

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Jojo se enamora y, por un momento, pareciera que otro diablillo perverso comienza a hablarle al oído. Primero, mantiene una relación con Elsa a través de un tercer nombre que envía cartas: el amor fallido de Elsa. Luego, cuando termina la guerra, se plantea fingir el triunfo de los alemanes y mantenerla encerrada en su casa. 

Finalmente, el spoiler es la historia contada como siempre se ha contado. Jojo Rabbit termina con la reafirmación de una narrativa bien delineada entre buenos y malos, capitalizada por una extensa producción cinematográfica sobre la Segunda Guerra Mundial que borró de tajo, por ejemplo, el determinante papel de Rusia en la guerra. El antagonismo desaparece al tiempo que Hitler se va quebrando.  

A pesar de que su valor es más dramático que cómico, esa desaparición deja una sensación de vacío. Pero sin duda provoca preguntas: ¿No actúa siempre la ideología como un amigo imaginario neurótico e inseguro que nos presiona a darle una forma determinada a la realidad, ya sea el consumo, el trabajo, etc.? ¿Al llegar las tropas norteamericanas, no deberían llegar también nuevas tropas de diablillos perversos? ¿Cómo procedería la versión de un joven Jojo en la actual Israel, enamorado de una joven de Palestina?

 

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