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El emo no estaba muerto, tan solo sollozaba. Así pasó Silverstein por Bogotá

Para los que tenían 19 años cumplidos y para los que alguna vez los tuvieron en el 2003 fue igualmente significativo haber estado presentes.

Los canadienses Silverstein volvieron a Bogotá junto a una nueva generación de bandas para encontrarse con un presente de emociones re-encontradas y seguidores de todas las edades.   

Por: Eugenio Chahin // Fotos: Julián Galán

Quien hubiera creído que, entre los siete años que separaron la primera visita de Silverstein a Colombia de la segunda, el género con el que invitantemente todos relacionan a esta banda  (ajá, el casi nunca bien ponderado  “emo”), haya tenido tiempo suficiente como para no dejarse morir y darle vuelta a su suerte.

Para aquel febrero de 2010 –que los vio tocar en el ahora llamado a desaparecer Teatro La Mama de Bogotá– el encanto de su escena parecía desvanecerse tan repentinamente en el planeta mainstream como lo hacía My Space, y los integrantes de tantísimas bandas screamo de la primera mitad de los 2000 volvían a cada a revisar en silencio los clasificados de empleo tras cada Warped Tour, en donde la atención de la gente y la sustancia del asunto empezaba a diluirse entre cientos de actos genéricos que parecían mercadearse como boy bands en cada esquina.

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Pero desde entonces los canadienses Silverstein decidieron mantenerse impasibles ante la sobre oferta y resilientes ante la repentina antipatía de la cultura popular, produciendo más álbumes tercos, aunque no siempre del todo consistentes, en los que continuaban apostándole a la métrica musical de siempre: una enredadera de hardcore melódico y heavy metal y punk pop que, entre versos guturales y coros ultra tarareables, encontraba su espinoso espacio propio para sentirse introspectivo y rabioso y vulnerable, todo a la vez. Post Hardcore o Screamo, como también lo llaman por ahí algunos de ustedes, un sub género que en cualquier caso mantuvo desde el inicio su parpadeante mirada fatalista sobre la vida suburbana, una que finalmente ha visto a la angustia adolecente del pasado llegar hasta la crisis presente de la temprana vida adulta. 

Y es ahora, cuando solo podemos pensarnos en una era absoluta de internet, en un 2017 en  donde todo parece morir rápidamente a la velocidad del modem, que ha surgido una aparente nostalgia emo allá afuera que junta personas en fiestas como Emo Nite, playlists tipo “retro” de todos los servicios de streaming y tags de Buzzfeed sobre tendencias a la medida. En este contexto (¿o hipertexto?) es que la Bogotá underground llego a reunirse en el Auditorio Lumiere el 27 de mayo para que muchos volvieran a pagar una entrada por ver a Silverstein y llegaran a conocerse con algunos nuevos adeptos del mosh quienes, de repente, eran demasiado chicos como para haber estado ahí durante el primer concierto.

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Los que definitivamente no estuvieron ahí fueron los actos locales, que parecen haber desaparecido totalmente de la faz de esta tierrita. ¿Dónde andan los D-Formes y los Zona Cero y los Ratón Pérez de hoy?: eran preguntas que rondaban entre el oxígeno comprimido en aquel pequeño recinto. A cambio, los costaricenses Entre Lobos lo hicieron realmente bien, aunque aún sonando con el PA a media marcha.  Y ya a comienzos de la tarde (porque esto iniciaba sobre medio día y que difícil resultó eso para los que habían salido de fiesta la noche anterior) subiría a tarima la primera banda norteamericana a bordo del denominado Southbound Tour. For The Fallen Dreams salió tronando un metalcore rítmicamente apaleante, pero aún anhelante de canciones memorables y alguna identidad más definida. Luego The Word Alive llegó a contar con más seguidores dentro del público, así como con una precisión instrumental admirable, una colección considerable de secuencias electrónicas usualmente apropiada por las bandas contemporáneas y una soltura escénica que ciertamente llevaría la cosa un nivel arriba.

Sobre las 5:30 pm Silverstein arrancó  su set rockeando con furia en My Dagger Vs Your Sword, tal vez “demasiada” en palabras del cantante Shane Told, quien de repente se vio gruñendo enérgicamente sin ser oído por nadie cuando el sistema de sonido colapsó. Al falso comienzo le siguió un intermedio de chistes obvios con improvisación acústica y, una vez resueltos los problemas técnicos, la tarde se resumió en buena onda y canciones provenientes de todo a catálogo. El público agradeció ruidosamente poder escuchar por primera vez de local canciones como Massachusetts, Face Of The Earth y Sacrifice pero también recordar lo que todavia sigue haciendo que Still Dreaming, Smashed Into Pieces y Smile in your Sleep sean importantes en sus vidas: que a pesar de cualquier cliché que rocen, todas vienen de las entrañas.

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Nadie podría articular mucho sobre una búsqueda musical ambiciosa en Silverstein que separe demasiado los primeros cuatro larga duración en estudio de sus cuatro últimos. Pero no creo que a nadie le interese esa conversación tampoco.  Para los que tenían 19 años cumplidos esa tarde/noche y para los que alguna vez los tuvieron en el 2003 fue igualmente significativo haber podido estar presente. Llegar por primera vez es tan importante como volver a los lugares en los que uno amó y odió la vida con pasión. Y el Auditorio Lumiere entero parecía haber hecho esa peregrinación conjunta hasta allí. Sonando increíblemente compactos, y ya sin el fantasma de los problemas técnicos al asecho, los bises trajeron Call it Karma y devinieron en el cierre de My Heroine, ese gran éxito menor de las listas que dejó Disvovering The Waterfront de 2005 (indiscutiblemente el más emblemático de todos los álbumes de Silverstein).

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Fue un alivio haber escuchado dar y recibir canciones entre una banda y su público con tanta (sí, va, adivinaron) emotividad, y de la más sincera. Para algunos cientos de personas en cada ciudad del mundo es así, y la música de estas bandas aún tiene el poder de hablar de manera sincera y abierta sobre lo que realmente son, así ya hayan encontrado un trabajo con el que pagar los recibos y alguien con quien casarse.  

Que ciertas escenas de la música popular insistan en prevalecer, a pesar de lo ridículas que se lleguen a ponerse sus propias tendencias y de lo difícil que resulte poder sobrevivir de la música después del iPod, es algo que dan ganas de agradecer. Y es que a pesar de todo el contexto nostálgico del que podía haberse cargado el momento en Bogotá, aquella fue una buena fecha para sentirse vivo en el presente y en la música. Y, por qué no, para gritar a todo pulmón que está bien ponerse viejo y, a la vez, jamás abandonar la música que nos ha traído hasta aquí.

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