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Confesión e invitación al pecado al Papa Francisco

¿Qué pasaría si un creyente que fue a la misa campal en el Simón Bolívar le hubiera propuesto al Papa desviarse del camino y vivir los dolores terrenales?

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Tuve una idea incesante y sublime de subirme a su “Batimóvil” y dar el primer paso para irnos a bailar unos pasillos, un pasaje llanero y untarnos del sudor de bellas mujeres que le dan armonía al mundo. Quisiera que explorara conmigo esos lugares oscuros y miedosos al son de las caderas colombianas y que en ese compartir me guie con su sabiduría.

Por: Andrés Felipe Ramírez // Fotos: Alejandro Gómez Niño @lupas91

Suenan por fin las campanas de todas las iglesias. Se abren las puertas y esa primera bendición me estremece el corazón. El primer pie del Papa en tierra colombiana es motivo de gozo; una lágrima esforzada cae por mi rostro y se me hace inevitable recordar mi historia católica. Cuando puso la mano sobre la cabeza de Emmanuel Rojas – l hijo de Clara– en la alfombra roja y lo miró con tanta benevolencia a los ojos, sentí como si fuera yo.

Me arrodillo ante usted hoy Santo Padre, con mi madre acompañándome a mi derecha, para reconciliarme con una parte de mí. Con una parte de usted, de lo que usted representa y que siento que en su presencia late en mí con descontrol. Una especie de dualidad que me jode la vida y que quisiera explorar aprovechando su visita. Es una parte de un espíritu que se empezó a desencadenar el jueves 7 de septiembre cuando mi madre y yo nos vimos sin boleta para entrar a la misa campal en el Parque Simón Bolívar, y ante una angustiante necesidad de entrar decidimos buscarlas en reventa. Sin ningún tipo de rencor por el delito nos apostamos billete en mano a pescar caras conocidas de “compro y vendo boletas”. Sin conciencia alguna, Sumo Pontífice, y ante la imposibilidad de comprar boletas revendidas, nos miramos con complicidad y picardía al ver jóvenes trepándose por las rejas del Parque, y solo nos detuvo el miedo de los alambres resbaladizos por la lluvia y la falta de destreza de mi mamá que ya ronda los sesenta años.

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Santo Padre, mi madre y yo le pedimos perdón pero el deseo de entrar superó nuestros límites morales; mi mamá le manda a decir que nos sentimos muy mal y que por ello pagamos penitencia. Aguantamos una lluvia incesante bajo los árboles con el miedo latente de atraer un rayo, no compramos sillas así que nunca nos sentamos y nos gastamos el poco dinero que teníamos en helados que nos comimos bajo un frio abrumador, porque según el vendedor estaban bendecidos por usted, y que por ello “podíamos chupar con tranquilidad”.

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Todo eso sin contar el peregrinaje que emprendimos para llegar al baño-móvil, la aguantada de respiración por el pésimo olor allí adentro y el afán por terminar de componerse la ropa afuera ante la mirada de cientos de peregrinos con los que si usted se les mete con la vejiga no hay Jesucristo que valga para detener la lluvia de piedras e improperios. Sumémosle a la lista penitenciaria por favor, Papa Francisco, las entradas de rodillas a la iglesia de Chiquinquirá de mi mamá cuando era niña junto con mi abuela para pagar las promesas a San Martín de Porras que, aunque ya fue hace algún tiempo, estuvieron bien rudas. Esperamos con el corazón en la mano que esto haya sido suficiente.

Cierro los ojos con devoción, los cantos celestiales vibran en todo mi ser y la voz de Maía hace un nudo en mi garganta; el amén al unísono de un millón de personas hace vibrar el lugar y me entrego por completo. Algo en esa experiencia justifica los millones de pesos de su visita, los días cívicos y los exagerados cordones de seguridad.  Allí de rodillas en el Parque Simón Bolívar recuerdo los viernes en corbata vino tinto y vestido gris en la capilla del Liceo de Cervantes, junto a ese olor a “¡dame un instrumento de tu paz!” que se hace vívido, pidiendo con toda devoción por mi familia. De pronto, “¡donde haya oscuridad llegue tu luz!”, y llega ese olor a vino intenso, ese sabor recurrente a alcohol de primera comunión, y lo veo a usted Vicario de Cristo con ese tufo a hostia y a buen vino y me dan ganas de romper el protocolo e invitarlo al desorden.

Tras la intensa lluvia, su llegada coincidió con la salida del sol como hecho mágico, y lo vi pasar en el papamóvil. No pude evitar pensar en aprovechar su acento argentino, esa vitalidad que lo acompaña, esa percha de diseño de Pilar Castaño y las llaves de la ciudad que le entregó Peñalosa, tras rapárselas a la niña, para irnos a levantar viejitas. Tuve una idea incesante y sublime de subirme a su “Batimóvil” y dar el primer paso, como la canción de Benavides, para irnos a bailar unos pasillos, un pasaje llanero y untarnos del sudor de bellas mujeres que le dan armonía al mundo; al ritmo de ChocQuibTown, Celedón, y el fuerte retumbar de los tambores de la música negra, explorar juntos la sensación de lujuria de un mapalé para el alma que siente; quisiera que explorara conmigo esos lugares oscuros y miedosos al son de las caderas colombianas y que en ese compartir me guie con su sabiduría, porque sé que como líder espiritual ha conocido lo sublime, lo terreno y lo subterráneo, y que con los años ha aprendido a manejarlo. Confío en que puede aconsejarme para que esta verraca culpa no me mate y después nos tomemos un mate.

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Dejemos de “balconear” Papa Francisco, y aprovechemos que su caravana baja por la veintidós. Sigamos derechito y atravesemos la Caracas. No “balconeemos” la vida y aprovechemos el blindaje de su humilde auto para adentrarnos en el Santa Fe, donde sus habitantes realmente necesitan de su bendición. Metámonos por las estrechas calles y armemos un “lío”, aunque tenga cuidado si se le acercan mucho las chicas y chicos sexuales, los intersexuales, cibersexuales, hipersexuales, expressexuales, y sobretodo los asexuales porque por ahí son bien “pegados” y le “cosquillean” esa gran cruz que carga. Después no se sorprenda si la ve colgando del pecho de un “campanero de olla”, al que se la dejaron por tres papeletas de bazuco. Eso es una verdadera “macana”, palabra de Dios.

Pero no se asuste, con cuidado podemos remar dentro del mar y tirar las redes, como dice el evangelio, hasta que se revienten y sin miedo nos hundamos con nuestras barcas. Acompáñeme en esto y dígame como a Simón, “¡no temas!”. Vivamos la experiencia de Jesús predicando en Galilea, viendo la inmensidad del mar, reconociendo su oscuridad y su profundidad. Exploremos esas tinieblas oscuras en la barca de Pedro. Naveguemos y ayude a disiparlas. Veamos la orilla, el lago, las profundidades y las tempestades como propone en su homilía. Reconozcamos nuestra vulnerabilidad para hacernos humanos mar adentro. Le hago señas a usted, “Patriarca Universal”, para que escuche y viva mis palabras y que el silencio ignorado nos saque de las dudas, porque, como su catequesis propone, no se puede descubrir el rostro de Jesús sin mirar el dolor, viéndolo por encima del hombro.

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Primado de Roma, veo que su Papamóvil tiene el escudo de San Lorenzo de Almagro y con su mano en alto sé que podemos ir al estadio. Vivamos un clásico, rememorando esos encuentros de antaño contra Huracán o si prefiere veamos a un Vélez Sarsfield, o algún equipo grande de la Argentina. Conozca conmigo el odio profundo que experimento al ver un hincha de Nacional. Iba de chico con mi abuela a misa de seis de la mañana a la Porciúncula, prendía veladoras a imágenes bien logradas al óleo y les pedía piadosamente que me ayudaran a que Millos saliera campeón, pero sobretodo que me diera serenidad para manejar el odio a los paisas. Que no me permitiera ese domingo salir por la ventana del carro para cascarlos con el tubo de la bandera y acelerar con satisfacción del dolor ajeno y la picardía. Sin embargo muchos años después el sentimiento ha sobrevivido y aunque en algunos momentos merma, en otros se torna intenso e inmanejable. Sé que su prédica invita a la unión y a la tolerancia del otro, a la inclusión; lo sentí en los alrededores del Parque, en donde un mercado persa ofrecía sánduches en pan árabe, y voleaban sin cesar las empanadas venezolanas, aunque no tanto como los chinos con banderitas y las burbujas del Papa.

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Aprovechando su presencia me gustaría que experimentara conmigo esos senderos de ira intensa para que con su benevolencia y compasión me dé una luz, una guía certera a un sentimiento que me acompaña desde chico y que quisiera transcender desde sus enseñanzas, desde la religión que me acompaña desde mi Bautizo, Primera Comunión, Confirmación y que se encuentra instituida en mi ser, en mi carne, en mis huesos y que no quiero desconocer ni un minuto más en la vida.

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Sé que usted es comprensivo y compartimos la experiencia del diván. Oí que ha estado arreglando cositas en psicoanálisis y eso nos ubica en un lugar común, en el que reconocemos la profundidad de las heridas y la imperiosa necesidad de trabajar con constancia para lograr perdonar, para levantarse y seguir adelante. Reconocemos la dificultad que conlleva el reconocimiento de la Colombia profunda, del humano profundo y que ese ser profundo reconoce que sobrevivir a la violencia lo ha hecho violento.

Me vulnero frente a usted y le sigo contando todo esto con mi camiseta blanca estampada con su rostro, su mano poderosa a dos mil pesos, protegido por la capa papal cerca de mi mamá con su poncho, cada uno con su botón recordatorio, la falsa tranquilidad de redistribuir riqueza, además de un sinfín de suvenires que me entregaron para que los bendijera. Sobresale el llavero que compró Ramiro en el Transmilenio cuando venía a hacer su turno en el edificio, y que con esperanza me entregó pidiéndome encarecidamente que le dijera que por favor ayude con la paz de Colombia y a acabar con esos bandidos de las FARC.

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Hablando de las FARC, el discurso de paz de Fanny Lu me hizo voltear a mirarla y sus piernas me hicieron recordar mi Primera Comunión. Bien piadosito como siempre he sido, me aprendí todas las oraciones sin falta alguna, estuve bien puesto para el gran día con mi peinado de lado con babas de mi mamá y un poco de gel, y el cirio que prendería mi fe; aunque debo confesarle que se me partió un día antes y tuve que pegarlo con cinta. Así fue como esa Primera Comunión y toda la ilusión se fue desmoronando con un cirio partido y un Yo pecador, dándome golpes de pecho mientras le miraba las piernas a Janet Lagos, la profesora de biología, mientras rondaba en mi cabeza la idea de mi amigo Umbarila de llevar un espejo de odontología de los que utilizaba mi mamá para pegarlo en la punta del zapato y hacer un “tres pies” a la ardiente profesora.

Y es que mi querido obispo de Roma, las profesoras de biología en ese colegio se traían lo suyo. En la Confirmación, la Cabra tenía que hacerse presente con toda su voluptuosidad y su hermosa boca para estropear el momento sagrado. Y cuando hablo de la Cabra, Papa Francisco, no me refiero a la cabeza del dios de los brujos ni de burlas del cordero de Jesús ni muchos menos. Ese era el apellido de Sandra, el bombón de las ciencias naturales, más conocida como la Cabra y que nos dañó a muchos la cabeza por años, incluyendo por supuesto la Confirmación como Janet la Comunión. Pero no me mire así santo padre, no se burle de la Cabra o es que a usted le gustaría que ella le pusiera el doble sentido a su bergo-glio.

Pero bueno querido Papa, lo importante aquí es que todos esos eventos cargados de culpa me han venido de nuevo a la memoria con el olor a escapulario, a imágenes diminutas del Divino Niño Jesús, y a sahumerio. El mismo olor de esos nueve domingos madrugando a las 5 de la mañana para llegar a cumplirle la promesa al Divino Niño, con mi mamá, mi hermana y mi abuela corriendo con la ilusión de coger puesto porque parado siempre me ha dado la pálida. Nueve domingos para expiar mis culpas por las piernas de Janeth, pero que se empeoraban por mis pensamientos, palabras, obras y omisiones en ese lugar sagrado. Debo confesar que, tal cual me pasa hoy en medio de esta multitud furibunda, me sacaban de quicio las voces de la gente durante la misa, que me empujaran y peor aún ese olor a cárcel, a los Victorinos, a Victorino Moya y a una culpa extrema e irreconciliable por estos pensamientos. Y no solo pensamientos sino omisiones al no querer comulgar más que por la pereza de la fila, por el asco tenaz de comerme esas hostias pensando que debía compartir las babas de gente fea, acumuladas en la punta del dedo pulgar del padre de turno. Sé que pequé aún más al pensar que el vino debía ser de mala calidad por estar en un barrio humilde sin ninguna evidencia de ello. Me arrepiento, pero odié esos días Sumo Pontífice y siempre después de la elevación lancé improperios contra el cura porque me aburría mucho, me dolían las piernas y me empezaba la pálida.  He pecado pero la culpa no me ha ayudado en nada; el Yo pecador me acompaña como una cruz en mi espalda y no me deja echar pa’lante.

Por ello hoy aquí frente a usted rondando la elevación del vino, y con una liviana vulnerabilidad tras mis palabras, le agradezco su escucha y le pido que me dé vía libre para no tener miedo del futuro a través de su perdón y comprensión. Me despido prometiendo que rezaré por usted. Y le pido que rece por mí, que me acompañe con sus plegarias en mis contrariedades; lo invito a que vivamos y compartamos todos los estrellones; para que nos ayude a comprendernos a nosotros mismos y perdonar; a ser compasivos viendo de primera mano lo que otro vive y desde allí estrechar lazos ciertos, desprovistos de las ilusiones que, como cortinas de humo, nos separan, deshumanizan y nos alejan cada vez más de la religión.

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