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El concierto de las FARC: un concierto de absurdos

Una crónica muy lejos de la tarima y muy cerca de la gente que aún está pensando cómo es eso de vivir en paz.

Una serie de contrariedades me acompañan camino al concierto, que anunciará formalmente a las FARC como un nuevo movimiento político, el cual, en la misma línea de las paradojas y las contrariedades, se llevó a cabo en la Plaza de Bolivar.

Por: Andrés Felipe Ramírez // Fotos: Alejandro Gómez Niño @lupas91

Con los trajines normales de caminar por el centro de Bogotá entre multitudes afanadas y un extraño olor a orines y perfumes, mi ansiedad aumentaba paso a paso a un encuentro imposible de imaginar hace unos años. Me acompañaba un miedo mientras recuerdaba que crecí con la posibilidad latente del estallido de un cilindro de gas, o de un burro bomba. Hoy en día le tengo pánico al posible estallido de una estufa, calentador, o al carrito con sonido paletero que anuncia la llegada del gas; y por supuesto al simple rebuznar del burro. Para mí, las FARC de niño eran cilindros y burros estallados.

Caminando por la Séptima, un niño pasó cerca de mí y dijo, con la inocencia de todo lo que pasa a su alrededor:

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-Ya se mamá lo que hay allá. Es un concierto, vamos a mirar.

-No Sebastián. Qué vamos a ir por allá, yo tengo que trabajar.

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Le sonreí al niño mientras seguía a paso lento observando bomberos aburridos, extraños chalecos como del DAS pero con letras más de izquierda, policías adornando el lienzo de Tirofijo, desprevenidos bailando lo que oyen a lo lejos con botella en mano, predicadores de la paz y sus respectivos detractores, próvida, pre-FARC, post-FARC, pro-uribistas, para-uribistas, pre-santistas,  ant-isantistas, taurinos, pro-guaro, y para los que fiesta es fiesta sin importar si es brava ni quien invite; muchas voces presentes.

Un hombre ofrecía almuerzo a 6000. “¡Siga que sí hay!” Y comenta con su amigo, “¡eso es un concierto de los guerrillos!”

“Siga mi amor al segundo piso”, le indicó una señora.

“Es que en este país lo que paga es ser pillo, ya hasta parranda le arman a los hampones”, dirigiéndose de nuevo a su amigo.

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Poco a poco aparecían al andar los rostros de un país que ha vivido un conflicto intenso, dando lugar a profundas ambivalencias, miedos, sueños, contradicciones, odios, lamentos y triunfos. Caminantes desprevenidos aceleraban el paso mientras a pocas cuadras se vivía uno de los momentos más importantes de la historia del país en muchos años, el mejor o el peor; aun no se sabía, pero seguro que era relevante. Las FARC, de manera paradójica y ambivalente, armó una parranda llena de hampones, o de demócratas, de guerreros inconsistentes o utópicos; y a lo lejos una danza de tambores dio la bienvenida a la Plaza de Bolívar, a una posible nueva manera de aportar a una sociedad.

Los retratos de la guerra se veían colgados a lo largo del pasaje de la Séptima hasta desembocar en la Plaza. Frases acompañadas de fotos marcaron una línea de tiempo de 53 años en guerra.  “Prefiero ser rebelde y morir fusilado por digno, que morir indigno y arrodillado”, y Pizarro sonreía amplio en la foto del lado.

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-“Puras frases bonitas, eso es puro cuento. Las mismas que se están diciendo allá en la Plaza. Como dice esa frase, ‘sin memoria no hay historia, sin historia no hay identidad’. No puedo olvidar hermanito, no puedo”, dijo el señor de bastón brillado y lleno de elegancia.

-“Lo que pasa es que usted prefiere la guerra. La juventud está cansada y prefiere la paz y punto”, le respondió una joven.

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-“Créame que yo también señorita, pero no creo en esa paz, me da rabia. Soy consciente de mi ignorancia señorita, ya tengo muchos años. No la ignoro como tampoco ignoro lo que siento.”

-“Ojalá, como dice en esa foto, los espíritus abandonen ese cuerpo paraco que lo habita”.

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El señor golpeó su bastón contra el suelo y con un ademán de incomprendido, se dio vuelta y se retiró.

“La enfermedad es ignorar su propia ignorancia”, retumbaba otra frase colgada de una cuerda al lado del rostro de Tirofijo. Entre más se recorría la línea de memorias de la guerra, colgadas en los andenes de la carrera Séptima, los sonidos del arpa se hacían más nítidos hasta encontrarse con una cantidad considerable de gente al ingresar a la Plaza y la sensación de estar en los Llanos a caballo. Entre la multitud me inquietaba la mirada inocente de quien carga una bandera blanca, con un símbolo de la paz fluorescente; mientras yo esperaba grandes banderas rojas y un ambiente más sórdido, un solitario hombre ondeando su bandera me contextualiza.  Se gritaba con fuerza “paz” y el zapateo ordenado del joropo recreaba un sentido patriótico, al son del Llano y las tierras casanareñas. Unos estaban zapateando, otros aprendiendo siguiendo el paso, y una bandera de Cuba se ondeaba con los vientos de agosto y bajo un sol incesante. Un llanerito para la llanerita gritan en tarima, “porque hoy el bailado es joropeado”.

Parecía delirante pero el piso vibraba con el zapateo del joropo. Entre tanto el viento sacudía las banderas de Lenin cerca de una pareja de señores con su sombrilla roja, quienes miraban a su alrededor sorprendidos, desconcertados y con evidentes ganas de gritar su indignación. Preferían alimentársela el uno al otro y entre miradas compartían su sorpresa y terror. Había heridas de la guerra a muchos niveles. A lo lejos miraba un hombre en silla de ruedas, perdiéndose en el vuelo de las palomas, como recordando las heridas de una guerra que aún no sabía si fue ganada o perdida, pero que con su presencia en la plaza quería perdonar y recobrarle el sentido a sus piernas.

Entre tanto, gringos muy rojos por el sol sabanero se regodeaban en exotismos; entre joropo y guerrilleros su adrenalina crecía y se nutría sin cesar ante la posibilidad de un estallido en el corazón de la democracia. “La paz no puede ser excluyente”, intentaban leer de una valla y Fernando Botero aparecía con sus pinturas de la guerrilla de Eliseo Velasquez y un retrato de Marulanda a espaldas de la catedral primada de Colombia. Un gringo cámara en mano le escuchaba a su novia su versión de la guerra, el fin del conflicto y una nueva nación. Con sus amigos también gringos tomaban el sol en la Plaza y la venta de sombreros, gorras de Simón libre, botones marihuaneros y ponchos de Marulanda también se concentraba cerca de ellos.

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Los discursos del mito fundacional se hicieron presentes: las gallinas de Tirofijo y los 40 guerrilleros resistiendo Marquetalia estaban en el centro de la democracia con sus boinas, chaquetas añejas y barbas perfiladas en el monte. Estaban para contar historias de una Colombia desconocida. El miedo sigue latente, la violencia vibra aún.  “¡Entonces perdonen a todos los criminales, desocupen las cárceles! Yo no vibro con una paz así”, vocifera una señora. “¡Mire!”, y señala la tarima, “ese es el premio a los asesinos, un cantante de las Farc en tarima”.

La indignación de algunos se mezcló con la incertidumbre de otros, el repudio de unos pocos y la alegría de unos tantos. Martin Batalla en tarima, bolsas de maíz a mil, y palomas en las manos de unos tantos. Batalla batallaba con su historia, desentrañando memorias desde su voz. “Suéltala dj”, dice Martin para rapearle a las paradojas, a los desconcertados que no saben si aplaudir o chiflar, frente a un debate moral de tantos que veían la cara quemada del conflicto en Martin, lo humanizaban, lo querían, lo odiaban, pero siempre viéndolo a la cara.

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Un viejo desdentado se movía al son del rapeo de Batalla quien cantaba conmovido. El viejo caminaba por el espacio con unos zapatos muy grandes para él, y un sombrero rojo muy chico para su cabeza. Con mirada extraviada y un cartel añejado entre sus manos dijo “¡mi arma es la palabra!” y se tomó un sorbo de “Chamber”. Se pidió libertad para Simón Trinidad, y Batalla cantó memorias de la resistencia para la juventud rebelde, la misma que se rebuscó en el concierto vendiendo un aparato rosado para la selfie. “Que levanten la mano los jóvenes” y se levantaron muchos celulares con el aparato para la selfie.

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La juventud rebelde rodaba por el piso y lucía camisetas con motivos; sobresalían las botas de cordones de colores repetidas en un espacio concreto. Se ondeó negra y blanca la bandera que dice “Good night White Pride” (buenas noches orgullo blanco). “Escoria de extrema derecha os enseñaremos lo que de verdad significa skinhead” anunció una voz y la banda italiana Bassotti subió a tarima. Un sector del público se estremeció. Era inevitable no mover las piernas con las trompetas en alto en plena Plaza de Bolívar donde se armó el esperado “pogo”, que había sido difícil de armar con el rap de Batalla, o joropeando. Poguea también una bandera de futbol con la franja roja de River Plate de Argentina dividiendo la cara del Ché Guevara y la de Maradona. De pronto desde la tarima alguien lanzó un “pueblo unido jamás será vencido” mientras el beat aumentaba notoriamente ante la vista curiosa de personas mayores que se pararon cerca del  exótico movimiento de una franja de la juventud presente. Gomitas Trululu ofrece una niña, gomitas trululu a la orden, para que aumenten la emoción. ¿Niña Trululu a cómo son? El pogo crecía.

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Muchas edades, lugares, colores, sombreros, boinas cachuchas, botas, Adidas, Nike, Ray Ban, pieles quemadas en el monte, en la playa, en la Séptima, por las calles de cachivaches, comprando, vendiendo, revendiendo; en los Llanos, los valles, montañas, en conciertos de arpas, trompetas, riffs o acordeones. Gafas de 10000, camisetas desagarradas montadas en botas Dr. Martens, camisas abiertas, botas reforzadas con mugre y desgastadas por el andar, sombreros de cuero, pantalones sin medida, entubados, rotos por el tiempo, o por las tijeras, botones de las FARC en camisas blancas impecables, dril sabroso y zapatos delicados. Chaquetas de todos los cueros, camilos torres y ches guevaras en variadas modalidades y al lado mío discusiones obreras entre pieles quemadas y cuarteadas por generaciones junto a chamarras entachadas e intachables.

“Solo millos”, un trapo que dice “distrital” entre colores bogotanos y Jorge Eliecer Gaitán aparece en las pantallas desbocado de energía en su discurso. Resistencia campesina, Marquetalia, voces resquebrajadas, amenazas de sicarios, periodistas exiliados, una guitarra melancólica puntea en el fondo, arde en llamas el palacio y el monte reverdece ante intentos de acuerdo. Pornográfica imagen de Pastrana sentado solo en El Caguán; una chaqueta con estampado de Santos como payaso ríe, “Uribe hijueputa” gritan y él se emputa por la muerte de su padre, y responde con seguridad. Y otro se emputa por la muerte de su hijo. Memorias y un sueño de paz con justicia social. El fin de la oscura noche para Santos ojeroso y entre camisas blancas Alfonso Cano sobresale con escaramuzas de aprobación. De pronto una paloma vuela y es como si su vuelo hubiera apagado la pantalla.

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Aclamado subió Julián Conrado al escenario y una pareja dijo que muy Conrado pero muy poco honrado. Habían bajado las trompetas y retumbaba un acordeón; el pogo se disolvió. El paso del agachado ahora se bailaba en pareja bien apretado y un nuevo sector del público cantaba con Conrado. De pronto, escapulario en mano y con saco muy amarillo, nos abordó una señora. Con toda humildad sostenía que la guerrilla nunca podía triunfar y pidió el regreso de Uribe. “La guerrilla ha hecho mucho daño, esa gente es mala remala. Mire ese guerrillero dizque cantando con esa banda de Europa. Amén los amo mucho. ¿Cómo quede en la foto?” Se miró en la cámara, se aprobó y se despidió moviendo su cachucha de Jesús Sálvame, mientras las voceadoras de Débora Arango y la oda de santana de Santrich la veían alejarse.

Pelos de colores con gafas de muchas formas y capules inocentes entraron a la Plaza al son de Johnny Rivera. El sueño de Bolívar, con sus banderas y sus cuellos farianos. Las mujeres farianas gritaban a su paso, alertando que camina la espada de Bolívar por América Latina y no deja de luchar por un gobierno obrero y de lucha popular. Farianas y todo, pero cada una cargaba una letra inflada en color plateado como las bombas Timoteo.

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Una mujer me pregunta “¿¿¿fari qué???”. Y se rio.

“Farianas”, le contesto.

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“Ah carajo, es que dejaron caer dos letras” y rio de nuevo. “¿De que se tratará? ¿Será algo de farina, me imagino?” y soltó una carcajada.

Al parecer hay una Farina de 10 años que gritaba parejo con su mamá al ritmo del redoblante. Mientras tanto hay efervescencia en un nuevo sector. “Soy un hombre soltero no tengo compromisos”, cantaba Johnny Rivera y de nuevo el Partido de la Rosa de las FARC brincaba al unísono, mientras Rivera continuaba “salir de paseo con mis amiguitas”. Un símbolo de las FARC LGBTI apareció orgulloso a través de un hombre que portaba una bandera de colores, y al preguntarle por las FARC respondió que pensaba en diversidad. Posó para la foto y se despidió con una sonrisa delicada mientras Johnny Rivera paraba con fuerza sus botas puntudas en el escenario.

La Póker rodaba con velocidad y Rivera pidió que le trajeran guaro, cerveza y ron. El mercado solicitado se abrió paso en medio de la bandera fariana sostenida por la mano de un hombre que en la otra sostenía el libro de Los Miserables.

Todo transcurrió en medio de la contradicción y el contra sentido. Era como si el absurdo hiciera un ejercicio de inclusión y permitiera, con un juego de palabras e imágenes, comprender el gran reto que significa la solución de un conflicto. Más allá o más acá de los juicios morales o de las propias convicciones, el 1 de septiembre la Plaza de Bolívar mapeó una parte importante de la sociedad y dejó ver que cada uno tiene una historia que contar, y que cuando se deja contar, lo más miserable se vuelve un lugar disparatado de encuentros y desencuentros donde todos debemos caber algún día.

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