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Facebook, Google y el capitalismo de las emociones en Internet

Reflexiones sobre el monopolio informativo y el capitalismo de nuestra era.

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Foto: Chris McGrath/Getty Images.

Hay quienes se imaginan que en el futuro toda nuestra información y nuestra vida conducirán a la misma dirección web. ¿Qué tanto depende nuestra vida virtual de las gigantes norteamericanas como Facebook, Google o Amazon? Reflexiones sobre el monopolio informativo y el capitalismo de nuestra era.
Por Ricardo Silva Ramírez
La concentración de poder en las grandes plataformas virtuales plantea un problema para las empresas informativas locales.

Lo que en un momento fueron pequeños negocios que empezaron en garajes o como proyectos universitarios son ahora gigantes que influyen en la política, la economía y la vida mundana de las personas. Casi todos con sede en Estados Unidos.

Y como si de una pandemia se tratase, estas empresas se han propagado por todo el mundo y escapado al control inmediato de los gobiernos. En su creciente reconocimiento e influencia, poco a poco han logrado controlar el mercado virtual y hacerse con los millones de usuarios que los seguimos y utilizamos “voluntariamente”.
En una interesante analogía con la elección democrática, en apariencia, usamos las plataformas de Facebook, Amazon, Apple o Google de manera consciente y con consentimiento. Pero es un consentimiento ilusorio que entraña la obligación de elegir entre las opciones típicas. Aceptamos sus términos y condiciones no porque los hayamos leído detenidamente y nos formemos una opinión racional al respecto, sino porque no hay otra opción.

¿Entonces, por qué utilizarlos?

Ante este panorama alguien podría preguntar ¿si no se está de acuerdo con los crecientes monopolios de plataformas informativas, entonces por qué no simplemente dejar de utilizarlas?
Eso equivaldría a hacer caso omiso al problema de la producción de necesidades que pueden llegar a ser tan vitales como las biológicas. No utilizamos a los gigantes informativos porque nos obliguen: el núcleo del problema de la dominación es que, distinto a lo que se cree, no refiere a una imposición sino a un deseo asumido.
El sujeto angustiado tras la muerte de Dios, ahora solo y sin tener a quién echarle la culpa por sus desgracias, acude a la última instancia que le queda para dar sentido a su existencia.

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Es eso a lo que se refiere uno de los padres de la sociología, Emile Durkheim, cuando dice que “la sociedad es Dios”: ante el problema antropológico de buscar una razón de ser, una justificación de la existencia humana, buscamos tranquilidad en la investidura de un título universitario, un permiso de producción, una tarjeta de identidad, una partida de nacimiento, un certificado de enfermedad y todos actos de nombramiento en los que interviene el Estado como autoridad que certifica la validez de los certificados de la existencia.

Sin embargo, nuestro carné de identidad no tiene una foto elegida por nosotros, ni arreglos de Photoshop; no es posible cambiar nuestro nombre cada semana, no nos dice cuáles productos nos gustaría comprar. Internet sí. La vida en línea es lo que permite hoy al sujeto poner en juego y circulación la idea que tiene de sí mismo.

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El conglomerado de búsquedas, compras, likes, publicaciones, páginas seguidas, etc., posibilita una acomodación de la web al sujeto imaginado, una condensación de todos los gustos; abre la ventana hacia un mundo en el que todo lo displacentero puede quedar de lado, una acomodación de la realidad virtual al principio del placer. Pero ese ejercicio de desarrollo personal está muy lejos de ser libre.
La creación de un universo de consumo personalizado, o mejor, de un espacio identitario de realización de la propia cultura y el juicio subjetivo, no es una obligación. ¿Quién se queja de consumir los productos que desea consumir y con los que se identifica? Si lo que está en juego es el intento de dar un significado a la propia persona, una unidad coherente al Yo, entonces ¿cómo renunciar a aquello que permite anudarse a lo más profundo de mi personalidad?
Esto nos recuerda el hecho de que, a diferencia del siglo XX, cuando el actor histórico era el ciudadano, en el siglo XXI lo es el consumidor. Juan Carlos Eastman, profesor de historia en la Universidad Javeriana, afirma que “tras cientos de años de lucha por preservar aquello que nos es más íntimo, ahora lo entregamos voluntariamente”.
Al borrar la frontera entre la vida privada y la pública, el sujeto de nuestro siglo no se define por su posición política, sino que ésta pasa a ser un elemento más de la serie de algoritmos. En una suerte de “interpasividad”, como diría Slavoj Žižek, el big data hace el trabajo que nosotros hemos empezado y adivina como nuestro mejor amigo lo que nos gustará consumir o ser a continuación.
Lo que en nuestra experiencia directa se nos presenta como un consumo cómodo e intuitivo es, en el fondo, un ejercicio de control del que difícilmente nos vamos a poder escapar.

¿Internet gratis?

Como siempre, esta realización del cielo en la tierra no deja de ser un invento terrenal. El universo virtual, cuya virtualidad justamente permite imaginar un mundo feliz ajeno a la sociedad, no existe sin el mercado.
La creencia sublimada en el “internet gratuito” no sólo deja de lado la desigualdad de posibilidades de hacer uso de la red o de tener buenas condiciones de acceso; olvida, además, que todos pagamos indirectamente las grandes plataformas a través de la publicidad. Propagandas que adornan los extremos de nuestra pantalla, pop-ups que adivinan lo que vamos a comprar, venta de productos disfrazados de noticias, anuncios que interrumpen los videos o las aplicaciones, etc.

Son sutiles y silenciosas manifestaciones de nuestro pago indirecto del internet, esto sin mencionar el gasto de aquello que nos es más propio: nuestro tiempo.
Los competidores de los grandes monopolios digitales son comprados o llevados a la quiebra, permitiendo una ascendente cooptación del mercado y un aumento de la influencia y el poder de los gigantes informativos.

Ejemplo de lo anterior son los casos de la compra de WhatsApp e Instagram por parte de Facebook, la copia a los servicios de Snapchat o la reciente instigación a Tik Tok (según The Wall Street Journal, quien se ha encargado de difundir el miedo a la plataforma china en Estados Unidos ha sido el mismísimo dueño de Facebook, Mark Zuckerberg).
De hecho, hay quienes se imaginan para el futuro la existencia de una única empresa que maneje todo el servicio del internet, una especie de capítulo de Black Mirror en el que toda nuestra información, y nuestra vida conducen a la misma dirección web.
Libres de toda competencia, las grandes plataformas digitales manejan los costos publicitarios y afectan el precio de los bienes y servicios que utilizan su publicidad, o sea todos. Aumenta el precio de los productos de sectores laborales con mayor cantidad de empleados, con pago de salarios, seguridad social e impuestos derivados, mientras que gigantes como Facebook, Google o Amazon reducen los eslabones de producción y se dan el lujo de poner las reglas al concentrar el dinero y la atención de millones de usuarios alrededor del mundo.

La filantropía multimillonaria y el

capitalismo soft
Por su parte, los grandes multimillonarios, dueños de esas plataformas y proclamados filántropos, se presentan con gusto ante cualquier juicio y sospecha.

Es conocido el caso de Mark Zuckerberg en abril del 2018 ante el senado de Estados Unidos por el escándalo de Cambridge Analytica. Sin entrar a discutir la polémica frente a la venta de datos de millones de personas, no deja de ser interesante la actitud del creador de Facebook al ser interrogado: un joven gracioso que genera empatía y risas en el público, que despliega todo su reconocimiento al convertir su juicio en una especie de espectáculo y asumir con una sonrisa que la plataforma cometió un error.
El caso muestra con claridad la imagen del multimillonario de nuestra época. Contraria a la imagen del viejo gordo que sostiene en su mano llena de anillos un habano mientras jala los hilos de sus títeres de quienes extrae una ganancia total, vemos a un ser “altruista y preocupado” por el bien de la humanidad, donantes de millones de dólares, dueños de fundaciones de ayuda humanitaria, seres mesiánicos con todo tipo de consignas desinteresadas: “conectar a la gente del mundo”, “brindar información gratuita a todos”, “permitir productos a otros países”, “dar un espacio para el desarrollo de la personalidad”.

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En esta especie de “capitalismo soft”, la atención de los usuarios ignora las relaciones de producción y se desplaza hacia la personalidad, la moral, la figura misma de quien se presenta ante el público expectante de un espectáculo casi que cinematográfico. Es un refinado ejercicio de control emocional.
Al quedar desdibujada la frontera entre la vida pública y privada lo que se produce es una extraña mezcla cuyo libreto es la exhibición de la personalidad ante el público. Referirse a las relaciones de producción, a las fronteras distintivas que presenta lo social, se vuelven cosas de mal gusto o son consideradas pesimistas.

No importan los efectos de las políticas sino lo que se consume y la manera en que habla. No importa nuestro papel en la cadena de producción de capital, sino nuestra correcta personalidad. No importa la organización del trabajo sino el furor nacional. No hay muertos divididos por clases sociales sino estadísticas por países.
Internet, terreno por excelencia de la fantasía, viene a condensar un mundo ya virtual en el que la peliculización de la sociedad se erige como un velo ante lo traumático de un mundo dividido

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