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La fiesta de San Francisquito, un bacanal en honor a la siembra

Recorrimos una parte de la zona andina entre el departamento de Nariño, en Colombia y la provincia de Carchi, Ecuador, para ir al San Francisquito

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Fotos: Camila Camacho

Dos toros que bailan al ritmo del churo cósmico, cornean a las mujeres y persiguen a los hombres para “dejarles su semilla”; dos domadores negros; un ángel; música tradicional andina y orquestas de tecnocumbia dignas de cualquier fiesta con tía guapachosa incluida (Cumbia etílica: tras los pasos de la tecnocumbia y la tecnochicha); una figura de 30 centímetros con poderes sobrenaturales que bien podría ser la versión religiosa de un juguete de acción y un ritual en el que se intercambian alimentos provenientes de diferentes lugares y que garantiza la abundancia en la cosecha de todo el año, hacen parte del repertorio de una de las celebraciones más recónditas de los andes colombianos: la fiesta de San Francisquito.

Por Fabián Páez López @davidchaka //Fotografía: Camila Camacho

Llegamos con tiempo de sobra a la previa de la fiesta. La procesión iba lento y la guiaba el ritmo de una flauta, una caja y una tambora. Al frente de la marcha iban los danzantes: primero iba un tipo viejo que hacía de San Isidro labrador. Junto a él, un niño disfrazado de ángel con cara de perdido. Atrás venían los toros calientes: persiguiendo y abalanzándosele a quién estuviera desprevenido. Eran Veneno y Grano de Oro.

A este San Francisquito nos había invitado un especialista en el tema "Andino. Un profesor clásico de ciencias sociales; de sombrero, pelo largo y con saco de parches en los codos. Él, que se conocía tanto la movida que solo le faltaba ponerse el disfraz, ya nos lo había advertido: “cuidado con los toros que si se dejan coger los montan y los violan”. Después de su advertencia me había imaginado una fiesta bizarra y peligrosa; como un paraíso andino del desenfreno libidinal; como el tiempo santo de la película Madeinusa, donde la comunidad se entregaba a los placeres más indomesticables cuando el cristo del pueblo miraba a otro lado. Pero la cosa era diferente.  

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Seguía la procesión: atrás de los danzantes, gritando y espantando a la gente que acompañaba la ceremonia,  caminaban los dos domadores de toros pintados de negros. Uno de ellos llevaba en una mano a un pequeño roedor disecado. Era un Chucur, un animal temido en la zona porque se come los cuyes sacándoles los sesos. Parecía una ardilla con cola de rata. El hombre que lo llevaba decía que lo usaba para alegrar a la gente, y en realidad parecía conseguirlo. En medio del tumulto, en un sagrario transportado por cuatro mujeres, iba la figura de San Francisquito.

Todavía era de día y la procesión hizo su primera parada en la escuela del municipio de La Aldana. Los danzantes saltaban bailando mientras la gente los veía; y cuando cesaba el llamado de la música, como toros de lidia tomando impulso para cornear a su víctima, “atacaban” al que estuviera desprevenido. Las mujeres se llevaban una corneada sutil, a los hombres los abrazaban y los montaban. Al que se dejara botar al piso le tocaba la montonera de danzantes que parecía cometer una violación en grupo. Entre más se oscurecía, mas bravos y borrachos se ponían los toros. Y a indio caído: sonrisa maliciosa y broma de doble sentido. Por cierto, en esta zona, la homosexualidad era un tema tan intratable como el del paramilitarismo, o el hecho de que las mujeres no podían estar solas en la calle de noche. 

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Cuando llegó finalmente la noche, la gente prendió sus velas y continuó la procesión hacia la capilla de San Francisco, ubicada en un sector que se conoce como La Laguna. Lo llaman así porque, hace un tiempo, justo en frente de la capilla había una laguna que hoy está completamente seca. Dicen que cuando llueve, gracias a la bravura y los poderes de San Francisco, esta se vuelve a llenar.

El párroco del pueblo celebró una misa y después siguió la fiesta, a la que se sumó la orquesta del cabildo indígena de Pastas. A partir de ese momento, y como haciendo un llamado y una respuesta, se turnaban entre el trío de músicos que venían con la gente y la orquesta, que tenía más de 15 integrantes y hacía retumbar el bajo con la ayuda de un altoparlante. Fueron varias horas de música y baile hasta que se acabaron las vísperas. Una leve llovizna acompañó a la gente hasta sus casas, como anunciando que el favor de traer la lluvia a La Aldana sería concebido, de eso se trataba todo. Al otro día empezaría, oficialmente, la fiesta de San Francisquito.

***

La primera procesión fue tan solo un abrebocas de lo que sería la celebración. Su significado sin embargo, es más complejo y va de lo bizarro a lo cósmico. Para ellos, más que una fiesta es un acto de comunión con la tierra. Es una ceremonia ritual que, aunque tomó el nombre de una figura del catolicismo, insta a la naturaleza por el sustento de un pueblo entero, como en los rituales de sus ancestros indígenas, o como ellos les dicen, los antiguos. Es un tributo a la agricultura, vital para su subsistencia. Es, en últimas, la manifestación de la emergencia de lo indígena, en un pueblo con una religión cada vez más occidentalizada.  

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El municipio de la Aldana está ubicado en un lugar que es conocido como el Nudo de los Pastos, que hace parte del departamento de Nariño. Justo donde empieza a bifurcarse la cordillera de los Andes. Para llegar hasta allí desde Bogotá, tardamos más de 20 horas en bus. Un viaje largo que requirió vomito y dolor de nalga, pero que se compensaba con la panorámica de las montañas de los Andes.

Los pobladores de este lugar son descendientes de una comunidad indígena que desde la colonia temprana fue conocida bajo el nombre de Pastos. Hoy, el 95% de la población de la zona está registrada como indígena, aunque muchos no se reconocen como tal. Doumier Mamián, uno de los investigadores que más han profundizado en el conocimiento de este territorio, afirma que la apariencia de los habitantes indígenas de esta zona no difiere de la de cualquier nariñense porque la evidencia visible de una u otra autenticidad o identidad, como el idioma y el vestido, les fueron arrasadas tan pronto como le inventaron el nombre de Pastos. Como un mix de tradiciones, esta fiesta es de las únicas cosas visibles que aún se conservan de ese periodo. 

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La celebración se realiza el último domingo de septiembre. Dicen que se hace en estas fechas porque coincide con el “solsticio del equinoccio del invierno mayor”,  un momento que en el calendario astronómico-agrícola de los pastos se relaciona con la fecundidad y con el agua. En este día, los habitantes de La Aldana, y muchos visitantes de otras ciudades, se reúnen alrededor de la figura de San Francisco de Asís. Él, según ellos, es el que les da de comer, es el patrono de la naturaleza. Por eso, en esta celebración le piden por la lluvia, para que sus cultivos prosperen y haya abundancia de alimento.

Carmen Tupáz, una mujer de unos 99 años a la que nos encontramos un día antes de la fiesta nos detuvo, de la nada, para hablarnos de esta figura y de la devoción de la gente por San Francisco, que está, indudablemente, ligada a su familia. Fue su padre quien, hace muchos años, encontró al San Francisquito botado en una zanja. Cuenta que cuando lo llevo a la iglesia para dejárselo al cura, como por arte de magia, volvió a aparecer en su casa. Nos contó también, como para dejar constancia de la divinidad del santo, que cuando se derrumbó la primera capilla de San Francisco y ella llegó a buscarlo entre los escombros, lo encontró intacto, sin un solo rasguño. Era lo único que se había salvado. Se despidió de nosotros y nos dijo que al día siguiente podríamos encontrarla en la primera fila frente del altar, pues ella era la actual encargada de la figura. Nos habíamos encontrado con la hija del hombre que inauguró una tradición que pareciera existir desde siempre.

Comenzó la fiesta

La celebración empezó pasado el mediodía. El encargado de dar la misa en esta ocasión fue un obispo. Dicen que por eso llegó más gente que en años anteriores. Adentro de la capilla, en primera fila, estaban los danzantes: San Isidro, los 2 negros, el ángel y los dos toros. Esta vez, con su indumentaria de fiesta completa.

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Desde que llegamos la gente se quejaba por el precio que cobró el obispo por esta celebración y por el manejo que daban los curas al dinero del pueblo. Como pasa con muchos religiosos el reclamo era el mismo: que solo iban a sacar plata del pueblo. También nos contaron que en municipios cercanos las autoridades eclesiásticas habían prohibido las fiestas, las danzas, las orquestas y el alcohol. Y cuando llegamos a la misa, precisamente, el obispo decía:

“Los antiguos adoraban a muchos dioses. Adoraban al sol y a la luna y hacían tremendos bacanales, pero San Francisco no era un borracho y los franciscanos eran hombres santos, defensores del Evangelio.  Las fiestas no tienen por qué terminar con borrachos…afortunadamente llegó el Evangelio y nos salvó”.

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¿De qué los habrá salvado? ¿De qué nos habrá salvado a todos? Aunque la gente de este lugar sea devota de un franciscano, lo que hacen los fiesteros al invitar orquestas, al tomar y al bailar, es resistirse a que muera su tradición. Si bien en algún momento la fiesta se vuelve un bacanal, tal cual como sucedía en los bacanales del mundo griego y romano en los que se bebía sin medida para honrar al dios Baco, la celebración tiene un sentido mucho más trascendental que el del simple festejo y honrar a San Francisco.

Cuando salimos de la iglesia empezó de nuevo la fiesta. Bailaron los toros, tocaron los músicos y la gente se aglomeró alrededor de ellos. Dicen los personajes que interpretan el papel de los toros que sus pasos de baile están inspirados en el churo cósmico. Una figura con espirales en los extremos que representa la forma en que los indígenas pastos concebían los ciclos de su existencia. Algo así como un mapa que divide el tiempo en el que transcurre la vida.

Después de bailar un rato, la multitud se dirigió en procesión hacía la tarima que recibiría en la noche a las orquestas; Ricardo Suntaxi (ver video) era el headliner del evento con una descarga de tecnocumbia. Uno de los negros empezó a gritar y a hacer que se formara un círculo de gente a su alrededor amenazándolos con su chucur. Mientras tanto, de su cantimplora, tomaba y repartía chapil –bebida alcohólica derivada de la caña tradicional en Nariño- entre los danzantes. Era como un guaro unas cinco veces más puro y más fuerte. Los negros lanzaban los lazos a los toros y enredaban a la gente para montarla. En la tarima, un presentador vociferaba: “Cuidado con los toros que les dejan la semilla”. Esta vez el festejo era masivo, algunos toreaban a los toros y se perseguían mutuamente. Continuaban las bromas que, en medio de este juego sexual, hacían alusión a la fecundidad.  

La algarabía terminó cuando los negros amansaron a los toros. El ángel los ató a una yunta e hicieron como si araran la tierra, dirigidos por el personaje de San Isidro. Así empezó la ceremonia de la siembra. Prepararon la tierra y destaparon varios costales con alimentos germinados en diferentes lugares: piñas, bananos, lechuga, papa, ullucos y mandarinas. Los repartieron en varias líneas sobre el suelo, como si fueran líneas de siembra. Mientras tanto, despegaron varios voladores. San Isidro cogió el micrófono e hizo la petición a San Francisco por el alimento de todo el año. Alzaron el sagrario que llevaba la figura de San Francisquito y le dieron una vuelta a las líneas de comida que estaban en el piso. A cada línea de productos le llaman melga. Las personas podían comprarlas a veinte mil pesos o tomarlas en calidad de préstamo. El que se las llevaba sin pagar se debía comprometer a llevar el doble el año siguiente. Así, se garantiza la supervivencia de la ceremonia de la siembra.

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La fiesta de San Francisquito no ha sido tan documentada como otras tradiciones de los pueblos que habitan la zona andina. Sin embargo, los fiesteros hacen lo posible para que su tradición cada año cobre más fuerza. Cada personaje, cada escena, tiene que ver con lo que se les viene encima. Y, aunque los antiguos pobladores de esta zona ya no existan como comunidad, llámense como se hayan llamado, esta sigue siendo una de esas representaciones admirables, producto de la historia de un pueblo colonizado violentamente, y que se resiste a que sus particularidades sean borradas por completo.

 

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