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La lucha de supervivencia del último teatro porno en Bogotá

Una historia de mucho sudor y gemidos.

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Foto: Cívico

Ubicado en la carrera séptima con calle 23, al frente del legendario centro comercial Terraza Pasteur, se mantiene el Esmeralda Pussycat en su lucha por seguir ofreciendo porno en pantalla gigante. Mientras grandes salas de antaño como el Cid, el Azteca, el Metropol sucumbieron ante la llegada del DVD, los multiplex de los centros comerciales, la piratería e internet, el Esmeralda Pussycat se mantuvo firme. Esta es su película.

Por: Héctor Cañón Hurtado @CanonHurtado // Fotos: Cívico

Se le podría describir como sobreviviente urbano, viejo verde o nostálgico anclado en la idea de que todo tiempo pasado fue mejor. Se llama Esmeralda Pussycat y, aunque hoy solo se puede ver pintura negra en el muro donde durante más de dos décadas brilló el letrero con su nombre, es visitado cada día por decenas de clientes asiduos que, inexplicablemente, aun no son arrastrados por la tendencia contemporánea de ver porno por Internet y en la comodidad de sus casitas.

Es el último de los cines XXX de Bogotá. Ese carácter de exclusividad en una época en la que hay 25 millones de portales web porno, junto a la fidelidad de unos cuantos “cinéfilos” que no se han dejado seducir por la variedad temática especializada en preferencias sexuales que ofrece internet, han sido suficientes para que no necesite alardear que está ubicado en la carrera Séptima con calle 23 ni que ofrece uno de los pocos temas que interesan a todos: sexo. 

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Nada de flyers al estilo “chicas, chicas” ni de camajanes o payasos con altoparlante invitando a la distinguida clientela a seguir. Al fondo de la amplia puerta sin letreros está la gatita rosada dibujada en un anuncio blanco. Tiene un tabaco con pitillera humeando en la mano, la boca pintada y una mirada de “hola, guapos”. Los tacones, las mallas y el bastón en la otra mano la elevan a versión femenina funky y a la vez hot de la Pantera Rosa.

Ella es la única señal de lo que se vende adentro. Los sugestivos carteles que están en las paredes laterales, tras la entrada, están tan desgastados, se ven tan anticuados y cuentan con tan poca iluminación que no alcanzan a cumplir la función de un postre en la vitrina de una pastelería. Algunos transeúntes disminuyen la velocidad del paso para echarles una mirada de reojo, pero más allá de una sonrisa maliciosa o un comentario que hace reír a quien camina al lado, no sucede nada que delate la presencia del viejo cine porno bogotano en plena carrera Séptima. 

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El que entra sabe de antemano que iba a entrar. El Esmeralda Pussycat se camufla para que solo los viejos amigos puedan reconocerlo, visitarlo y seguir evocando los perdidos tiempos de gloria y popularidad en un lugar desvencijado, que padece el deterioro de varias décadas al aire, mientras parece conservar la esperanza de que una nueva iglesia cristiana, una cadena de cines o un mercader chino lo salven de la cercana muerte. 

Sobreviviente de guerra

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Mientras YouPorn y PornTube, dos de los portales de entretenimiento para adultos más frecuentados en la web, reciben alrededor de 27 millones de visitas diarias cada uno, el Esmeralda Pussycat se despereza, en pleno mediodía bogotano, y abre sus puertas para que aquellos que disfrutan del septimazo dominical se sumen a los clientes frecuentes y se adentren en la oscuridad de la vieja sala de cine donde, desde la década de los noventa, ya no se llenan las 200 butacas de madera disponibles. 

Por esos días en los que algunos se quedaban sin boleta para las premieres de Briana Banks, Katsumi o Silvia Saint, las divas XXX en la era del VHS, Blockbuster, Betatonio y las videotiendas de barrio ofrecían pequeños rincones o salas a puerta cerrada donde escoger las novedades frescas del porno en los formatos de la época. Ese fue uno de los primeros totazos que recibió el Esmeralda Pussycat. Años después soportó estoicamente la llegada del DVD, su reproducción pirata y la proliferación en su vecindario de salas privadas para parejas o solitarios. 

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Cuando parecía que ya no aguantaba más tramacazos, llegó la hora del porno en Internet: una industria que el año pasado movió 60 mil millones de dólares según la revista Forbes, y que apenas es superada en ganancias por las industrias de las drogas, las putas, las armas y el petróleo. A pesar de los coñazos de monstruos cada vez más grandes, sobrevivió. No murió como el Metropol, el Cid, el Azteca y demás leyendas del cine para todos del centro bogotano, que fueron cayendo, uno a uno.
 
Domingo porno

En la actualidad, los domingos le sirven al Esmeralda Pussycat para desquitarse de la escasez de clientes que padece entre semana. Hoy en día tiene una nueva oportunidad de demostrar que es un héroe sobreviviente de la guerra contra las video tiendas, las cabinas privadas, la piratería de DVD y la red en la que cada día se envían más de 2 mil 500 millones de e-mails con contenido pornográfico.

“Yo digo que lo que fregó el negocio fueron la inseguridad del centro y la tecnología”, asegura Héctor Ruiz, quien ocasionalmente remplaza a la mujer habitual de la taquilla. El hombre experto en salas de cine recuerda que en 1990, por los días en que las funciones de Duro de Matar con Bruce Willis, llenaban las 1420 bancas del cine Olympia y también los pasillos, el Esmeralda Pussycat, el Novedades y otros cines porno del centro bogotano podían recibir 2 mil espectadores en un día de estreno.

Hoy, casi treinta años después de esos días gloriosos, no llegarán más de cien personas al último de los cines porno de la ciudad según los cálculos del taquillero. A mediodía del domingo, la Séptima es un río de cuerpos, mercachifles y bogotanos curiosos que buscan entretenimiento, antes de arrancar una nueva semana. En frente del centro comercial Terraza Pasteur, el Esmeralda Pussycat, contra todo pronóstico en la era de Google y a pesar de su camuflaje de laberinto abandonado, es diversión garantizada para algunos de los transeúntes, a pesar de que la cuadra es una leyenda urbana en cuanto a delincuencia común, grescas de borrachos y de sobrios, venta de drogas y prostitución homosexual. 

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Pocas imágenes tan tristes en el mundo de los negocios como un sex shop en quiebra. Tras cruzar la taquilla donde una mujer con gafas de pico de botella llena un crucigrama, toma aromática y se lima las uñas, además de vender las boletas, los visitantes del día deben entregarle la boleta a un señor con cara de poco amigos, que se balancea a las malas en un butaco versión 7 enanitos, frente a la tienda de artículos sexuales quebrada. 

El hombre, al igual que la señora de la taquilla o la de la cafetería donde venden paquetes de papas y tintos, es cortante a la hora de recordar la recomendación del patrón, Carlos Sánchez, de no hablar con la prensa después de un artículo en el que, según sus propias palabras y sin aparente intención metafórica, los dejaron mal parados. 

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Los estantes con unas pocas portadas de DVD de clásicos del porno con el color deshecho y un par de maniquíes en ruina ocupan el lugar donde, en los días dorados, se exhibían y vendían aceites, manillas magnéticas para atraer sexo, juguetes, disfraces y demás parafernalia. Para que quede claro que el negocio quebró, a un lado del local se puede ver un afiche de Profamilia en el que una mujer sonriente dice “El condón lo cargo yo”.
 
El lugar brilla por su decadencia como el viejo traje que un hombre pobre se empeña en ponerse para impresionar. “Prohibida la entrada a menores de edad”, “nos reservamos el derecho de admisión”, “lo invitamos a pasar a las cabinas privadas a que esté cómodo y elija su película preferida” y este es un espacio libre de humo son algunos de los letreros que enmarcan el camino hacia la sala donde se proyectarán Juegos en la cama y Mariposa, al estilo de dos películas en jornada continua, que implementaron en la década ochenta cines como Radio City, Teusaquillo o Aladino para atraer clientes.

Los baños se llaman Adán y Eva. El primero tiene pinturas de Magnum y Rambo empelotos. En el de las chicas, como no hay bombillo, es difícil distinguir quiénes son los personajes. Una de las pinturas parece una criatura nacida de la mezcla de Victoria Ruffo, la actriz mexicana de telenovelas ochenteras, con Bo Derek. La otra pintura no se decide entre Madonna y Sharon Stone. Sin embargo, lo más preocupante no es la falta de certeza en la identidad, sino un problema de delgadez extrema en las piernas que ojalá, por el bien de las divas, solo se deba a la falta de luz. En las paredes se pueden leer los típicos avisos clasificados eróticos de los baños públicos con su respectivo celular de contacto, dotación y habilidades en el sexo.

“Jueputa y ahora esperar los siete minutos del corto ese”, dice alguno de los veinte hombres que ansía el inicio de la función mientras ve imágenes sobre turismo en el Valle del Cauca, de baja calidad y de la misma época del film que está por arrancar. La película, proyectada desde el video beam que adquirió el Esmeralda Pussycat para remplazar el viejo proyector y de ese modo ahorrar en consumo de luz cuando las cabinas privadas entraron a la competencia, arranca con una cómica escena en la que una mujer despierta con un desconocido al lado. El hombre está esposado y ella no recuerda nada. Al pararse de la cama, lleva un sofisticado equipo de seguridad/comunicaciones atado a su cintura. Luego de un diálogo absurdo, la mujer se va dejándolo esposado y en la siguiente escena aparece practicando un catálogo de poses machistas con un hombre musculoso que, a pesar de que no hay mujeres en la sala, debe avergonzar a más de un portador de calva, panza al estilo camionero y flacidez sin remedio en la sala.

-¿Te gusta?, ¿así?, ¿quieres más?, pregunta el hombre.
-Rayos, rayos, rayos-, responde ella. 

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En este momento es más evidente que nunca el hecho de que el Esmeralda Pussycat es apenas un sobreviviente urbano al que llegan hombres detenidos en el tiempo que no han sucumbido a la vorágine tecnológica. “Yo estoy buscándome otro negocio porque nunca se sabe, esto se puso malo hace rato y no creo que se vaya a mejorar”, asegura el taquillero, tras vaticinar que le Esmeralda tiene los días contados. 

Aquí, Jenna Jameson, quien con una fortuna de 30 millones de dólares es la diva más rica del porno, o Mia Khalifa, la actriz del gremio más buscada en Google y con casi un millón de seguidores en Instagram, no son nadie. Ni siquiera existen. Lo que reina es la vieja guardia de Jenny Mc Carthy (44 años), Tera Patrick (40) o Julia Ann (47). Algo así como si hubiera un cine para todos al que no dejaran entrar a Jennifer Lawrence o Emma Stone, pero sí a Brooke Shields y Demi Moore.

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-¿Te gusta?, ¿así?, ¿quieres más?-, insiste el hombre.
-Rayos, rayos, rayos-, vuelve a responder ella. 

El silencio de la sala solo se ve interrumpido por el monótono diálogo y el sonido de los jadeos desfasados de la imagen. De vez en cuando, también se oye un jadeo casi imperceptible, el ruido de unas manos que sacuden algo, el hondo suspiro de alguna de las sombras que ven la película o el chasquido de un paquete de papas al ser abierto. Las escenas, que monótonamente se repiten día tras día en la vieja sala de cine, no difieren mucho entre sí puesto que los cientos de dvd que conforman la videoteca del Esmeralda Pussycat son noventeros. “Todos con aprobación del ministerio para difusión masiva” asegura el taquillero.

La función parece una carrera de relevos, cada dos minutos sale alguien que acto seguido es remplazado por un nuevo espectador. De vez en cuando hay una retirada masiva, como si la película fuera la peor de la historia, que es seguida de una llegada masiva, como si se tratara del último éxito de cartelera. Algunos, a los que sus movimientos serenos y meditados los delatan como clientes habituales, se paran un momento en los laterales de la entrada, desde donde se cuela un poco de luz que si se tiene paciencia permite ver las zonas más desocupadas y las más llenas de la sala, y luego toman rumbo hacia la silla elegida con paso firme y seguro. 

Lo único extraño que sucede durante la función de la película es que un hombre se para con los pantalones abajo, sigue mirando la pantalla un momento, luego se sube el pantalón y se mueve dos filas adelante sin hacer el más mínimo ruido y tratando de no incomodar a los espectadores que lo rodean.

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Juegos en la cama llega a su final y solo un par de asistentes la vimos completa. Bien por los que se salieron a tiempo y por todos ustedes; debe ser una de las peores de la historia. Al iniciar de nuevo, el corto del turismo en el Valle del Cauca es una evidencia más de que el Esmeralda Pussycat se quedó viviendo atrapado en una rueda de hámster que proyecta películas del siglo pasado y en un tiempo lento que nunca desembocó en este en el que en cada segundo del día hay, en promedio, 30 mil personas viendo porno en Internet alrededor del planeta.

Afuera, el Terraza Pasteur vive la típica fiesta dominguera. Pump up the jam, de Technotronic, sale a todo volumen desde un puesto en el que venden música pirata confirmando la idea de que algunos lugares bogotanos y sus habitantes se resisten, para bien, para mal o para ambos, a los encantos del nuevo milenio. 

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