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Manual para empezar a beber dignamente

Acá tomamos en cantidades excesivas, como si fuera un remedio, pero es tiempo de incentivar la conciencia etílica.

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En octubre de 2010 un partido cualquiera entre Once Caldas y Atlético Huila se convirtió en historia patria. Después de ir perdiendo 1-0, en tiempo de reposición, el equipo de Manizales volteó el marcador y el juego terminó con un 1-2 a favor. Pero el resultado no fue tan importante como lo fue la celebración del primer gol del Once, que desnudó nuestra colombianidad. Lo anotó el delantero de Chicoral Dayro Moreno, quien justo después de marcar corrió a abrazar una botella inflable de aguardiente. Fue una prueba de que, antes que todo lo demás, somos un país de gente aguardientera. Pero aún así nuestra bebida insigne no es para todos. Y menos para esta generación tan pateada por la adultez.

Por Fabián Páez López @Davidchaka

Acá tomamos guaro en cantidades excesivas, como si fuera un remedio, obligados por las circunstancias. Pero hay que reconocer que ese titánico consumo casi nunca termina bien. De hecho, nos han enseñado a ser muy malos bebedores. Aunque después de embutirnos esas elevadas dosis de azúcar del aguardiente pareciera que tomamos demasiado, Colombia apenas ocupa el puesto once en consumo de alcohol entre los países de América Latina y el Caribe. Uno podría identificar, hasta en las canciones, que nuestro licor local por excelencia genera más malestar que placer.  

No ha existido una canción feliz relacionada con el aguardiente. Garzón y Collazos, por ejemplo, con nostalgia patria, y medio emputados, cantaban “a mí deme un aguardiente, un aguardiente de caña”, en un tema que solo provoca sentarse a llorar en una rockola vacía o meterse al ejército. Y ni qué decir de la violencia amenazante que destila Jimmy Gutiérrez en Pa´ las que sea, y que habrán escuchado por el famoso estribillo “chupemos guaro, al piso parceros // después nos vamos, pa’ donde las putas…”. Con el tequila, en cambio, la historia es otra. En 1958, la banda The Champs vendió un millón de copias del sencillo que llevaba el nombre de la bebida mexicana, Tequila. Una canción alegre de Rock & Roll con beat de mambo, bailable, y cuya única voz repite la palabra "tequila" tres veces. Aunque The Champs pasó al cajón de los one hit wonders (ese lugar que dentro de poco recibirá también a Luis Fonsi), su canción ha sido reversionada de mil formas y se escucha hasta hoy, medio siglo después. 

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No me había interesado en saber lo que tomaba, hasta que empezaron a incrementarse mis guayabos y hasta que conocí la fábrica de Tequila Patrón en el estado de Jalisco, México. Cuando nuestros anfitriones mexicanos preguntaban por nuestro trago nacional, era costoso describir esa mezcla de agua, anís, azúcar y alcohol que tanto nos representa. El tequila, en cambio, tiene un proceso de producción mucho más meticuloso y con más datos curiosos de su preparación. Utilizables, sobre todo, para presumir de una conciencia etílica durante la ingesta.  

Uno se empieza a dar cuenta de la importancia social y económica que tiene esta bebida al asomarse por la ventana en la carretera y ver la inmensidad de los campos de agave, una planta suculenta parecida a la sábila y cuyas hojas carnosas parecen apuntar al cielo como espadas; el paisaje entero lo ocupa el fruto del que proviene el tequila.

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Patrón, por ejemplo, es uno de los tres tequilas más vendidos del mundo. Aunque es una de las empresas más grandes, lujosas y con mayor producción, su modelo de fabricación es artesanal. Prácticamente hay una ciudad entera que se organiza alrededor del trabajo en su planta de producción. Y así pasa en todo Jalisco; estado que tiene los derechos sobre la denominación de origen de la bebida.

Poco se sabe sobre el origen real del tequila y su vínculo con los primeros habitantes de México. Pero el pulque, una bebida fermentada similar a la chicha de la zona andina, extraída del agave, tiene un vínculo muy fuerte con una deidad construida por los aztecas: Mayahuel. Según la leyenda, de los restos de la diosa, nació el agave. Y desde entonces muchos le atribuyen a la planta el legado de la misión cumplida de los dioses: despertar la alegría de los hombres.

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Mucho río corrió hasta que del pulque se pasó al tequila con las técnicas de destilación europeas. Pero hay una figura tradicional que se mantiene hasta nuestros tiempos en la cadena de producción, la del jimador: el agricultor que se encarga de cosechar el agave y retirar las hojas hasta que quede su piña central, de donde se extrae el elixir después de que han pasado, por lo menos, unos seis años de maduración. A ese proceso artesanal se le han sumado destilados, triples destilados y etapas de reposado y añejamiento en tanques de roble o barricas que controlan meticulosamente su sabor, niveles de alcohol y azúcar.

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Una producción más cuidadosa tiene incidencia directa en los efectos que genera el alcohol en nosotros. Sabrán de primera mano que la cantidad de episodios de ebriedad ridícula son proporcionales a la cantidad de guaro consumido. Es una norma. En estos tiempos de comida orgánica y de mirar casi enfermizamente la etiqueta de todo lo que comemos, se nos ha olvidado hacer el mismo ejercicio con el alcohol. Una buena bebida puede ser la diferencia entre un problema más y un problema olvidado por un rato. Ese es el cálculo que deberíamos hacer.

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Marvin Harris, un antropólogo un tanto impopular en esta época (como si no fuera suficiente impopularidad con ser antropólogo), decía en su libro Bueno para comer. Enigmas de alimentación y cultura, que la comida (o en este caso, la bebida) debe nutrir el estómago colectivo antes de poder alimentar la mente colectiva. Según explica, nuestros gustos gastronómicos obedecen a una relación de costes y beneficios prácticos más favorables. Pero, de no ser por la cantidad de caña de azúcar que crece en estas tierras y porque resulta ser lo más barato, nuestro consumo excesivo de aguardiente debería ser una de las prácticas alimentarias del lado de lo poco práctico. Después de cargar con ese peso de vivir con una adultez poco promisoria, no vale la pena evadirse con un trago que provoca, inevitablemente, un fruncimiento de ceño y un guayabo que da ganas de tirarse por un balcón.   

Está bien que hablar de los millenials por estos días es más aburridor que Andrés López después de La pelota de letras, pero con seguridad los que se inventaron esa categoría le atinaron a algunos de los dramas de nuestra generación: los que pasamos de los 25 años hoy vivimos en un estado de adolescencia prolongado y con malos salarios. Tenemos que crecer aun sabiendo que no hemos sido preparados para esa labor. Pero tanto crecer como consumir alcohol es innegociable. La única que nos queda es tratar de envejecer, y de embriagarnos, dignamente. Por eso hay que saber qué es lo que nos tomamos.

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