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¿Por qué las barras colombianas se siguen dando en la jeta?

Azules, rojos, verdes, blancos y hasta beige: ya todos se dan porque sí y porque no.

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Ya va siendo hora de que el gobierno colombiano tome medidas impopulares contra el deporte más popular del mundo. Ya va siendo hora de que se deje de lado el hinchismo para comenzar a quitarle a los estadios esa imagen de campos de batalla.

Por Héctor Cañón Hurtado FB: Héctor Cañón Hurtado  // Fotos: Gettyimages

Cuando tenía 7 años, mi papá y mi tío me llevaron por primera vez a El Campín para ver un clásico bogotano. Uno de ellos iba de azul y el otro de rojo. Ambos me dijeron “decida usted de quién va a ser hincha”, antes de que empezáramos a disfrutar el partido en familia. No recuerdo quién ganó y eso, tres décadas después, es lo de menos. Lo importante es que a temprana edad empecé a entender que el fútbol es un juego para compartir con cualquiera, sin importar si alienta al equipo de mis amores o al rival.

Hoy en día no voy al estadio. Me da mamera pensar en un color neutro que me camufle ante la bravuconería de los Comandos Azules, Los del Sur, La Guardia Albirroja o cualquier otro colectivo que use el fútbol para descargar en otros su profunda frustración ante la falta de oportunidades y de espacios para expresar la pasión propia de la juventud. (Ver pelea entre hinchas de Millonarios y Santa Fe en las afueras de El Campín 

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Me da mamera pagar la boleta más cara y salir antes de que se acabe el partido para evitar la furia de los perdedores o la euforia de los ganadores. Un empate tampoco nos libra de la violencia porque deja a los falsos hinchas aburridos y con ganas de resolver, a las malas y en las calles, lo que quedó en tablas en el terreno de juego.

Supongo que esta confesión enervará a más de uno, pero como amo el fútbol debo decir que, en la actualidad, ir al estadio en Colombia o festejar un triunfo es apuntarse en la rifa de un desastre.  

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Es más, pasearse por el centro de las ciudades o por los alrededores de sus estadios el día en que se juega un clásico es dar papaya. Cualquier futbolero sabe que podría cruzarse con pandillas dispuestas a obtener por la fuerza unos cuantos pesos que les permitan ir a vociferar cantos racistas, sexistas y regionalistas en las tribunas populares; unos cuantos pesos que les permitan hacer la catarsis del dolor que llevan dentro por su condición económica, por sus problemas familiares, por la profunda desigualdad social que caracteriza a nuestro país.  

Es fácil identificar a las pandillas futboleras por su forma de vestir: gorras, bufandas, ropa deportiva “made in China”, fragancia a porro y chorro y cara de pocos amigos.  Se reúnen en el centro de las capitales del país y ahí empiezan su lucha contra una sociedad en la que se sienten incomprendidos. Ahora, además, tienen las redes sociales y los chats de los canales de fútbol online para desafiar a sus enemigos, putear al mundo entero e incluso programar un combate como si se tratara de un inocente partido de fútbol.    

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La reciente reunión entre Juan Fernando Cristo, ministro del Interior, algunos alcaldes y dirigentes del fútbol nacional son la esperanza de que las tribunas del país vuelvan a ser como en mi infancia y de que, en vez de cánticos neuróticos importados de Argentina, volvamos a entonar juntos temas como aquel del Grupo Niche, que reza: “…un clásico en el Pascual / adornado de mujeres sin par / América y Cali a ganar / aquí no se puede empatar”.

Las cámaras para registrar a los violentos, la identificación de hinchas por medio de carnés en cinco ciudades, la posibilidad de implementar una legislación drástica en contra de los barra bravas y la publicación de listas con sus nombres son las principales medidas que buscan devolverle al fútbol su esencia festiva. El problema es que dichas medidas se están demorando. Durante las últimas semanas, las barras bravas de Colombia no solo le han dado rienda suelta a sus absurdas guerras en el territorio nacional, sino que han decidido cruzar las fronteras del país para sacar sus puñales en las calles de Buenos Aires y Lima y, de carambola, corroborar la imagen de violentos que tenemos los colombianos fuera de nuestra tierra. (Ver pelea de hinchas de Cali y Boca Junior en Buenos Aires

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El ejemplo de Inglaterra es contundente. En 1985, Margaret Thatcher, tras un enfrentamiento que dejó 39 muertos entre hinchas de Liverpool y Juventus, decidió ponerles el tatequieto a los hooligans de su país con una legislación de hierro que los borró para siempre de los estadios. 

Hace unas semanas, tres décadas después de esas impopulares medidas que el gobierno colombiano ha estado evitando para no generar más animadversión de la que ya tiene entre la gente, los hinchas ingleses de Liverpool cantaron a dúo su mítico himno You’ll never walk alone con los visitantes alemanes de Borussia Dortmund, demostrando así que se puede ir al estadio, cantar, saltar y alentar sin agredir a los rivales. 

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Sin embargo, lo más preocupante del tema es que, a pesar de que dichas medidas son imprescindibles, el trabajo de fondo apenas va a empezar cuando se implementen definitivamente. ¿Es el fútbol un escenario violento por naturaleza como aseguran sus críticos acérrimos? ¿La solución final es prohibir, judicializar, condenar a una horda de muchachos que no encuentra espacios más propicios para expresar la efervescencia propia de la juventud?

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Mi respuesta a las dos preguntas es un no radical. El fútbol, lo sabemos todos los que lo hemos jugado con amigos o enemigos, es una fiesta donde dos bandos se enfrentan para acabar con la dualidad jugando a la pelota. Y en cuanto a los barra bravas: si logran sacarlos de los estadios y sus alrededores, van a encontrar nuevos espacios donde desfogar su frustración en caso de que la balanza social no se equilibre por medio de la educación, la salud y el trabajo. Ahí está el verdadero partido. 

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