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¿Por qué todos parecen más felices en Instagram?

Ansiedad, depresión y fragilidad. La otra cara de la felicidad en Instagram.

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Lisa Simpson

La experiencia de entrar a Instagram se parece mucho al día que Lisa Simpson tuvo que tomar antidepresivos. Solo se pueden ver caritas felices y paisajes con arcoíris. No hace falta que sepamos lo que ya era evidente, que Facebook utiliza la información que le damos para ofrecernos cosas o candidatos presidenciales, para querer huir de los medios sociales. Instagram, otra de las empresas del imperio de Mark Zuckerberg, el CEO del mal, también nos trastorna a su manera.

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Utilizar filtros del tipo “embellecimiento facial”, posar como la niña del Exorcista para mostrar el trasero, o encuadrar todo el tiempo la cámara de modo tal que no se nos vea una papada de sapo como la de Donald Trump, por ejemplo, no son sutilezas. De hecho, son hábitos reiterativos que demuestran cómo manoseamos nuestra imagen para que se acomode a la forma en que nos queremos ver. Editarse a sí mismo hace que plataformas como Instagram sean una hiperrealidad a la que todos contribuimos. Y lo mismo que hacemos con nuestras fotos lo hacemos con las emociones. Instagram es para mostrarse feliz, haciendo cosas felices, con un filtro estético bastante homogéneo.

Es bien conocido que cada medio social está emparentado con un tipo de personalidad. Nada nuevo. Twitter, por ejemplo, es el hábitat de la incorrección, el pesimismo y la indignación fugaz, mientras que Facebook es una plataforma más del tipo cena familiar: sirve para presentar a la novia, mostrarle el diploma a la tía y comentar como ha crecido el muchacho. Lo que pasa en Instagram, en cambio, es que prima sobreexposición del yo: mucha selfie, mucha foto del restaurante al que vamos y muchos mensajes del tipo “nuevos retos, nuevas experiencias” (que de haber sido puestos en Twitter dirían: “Por fin cambié la mierda de trabajo que tenía” o “Por fin salí del desempleo y de la miseria”). Así, los productos, platos y hasta las personas (que se manejan a sí mismas como producto para el consumo visual de los demás) parecen estar desfasados con su imagen real, más de lo común en cualquier fotografía. Y claro, también parecieran más felices. Más de lo común.  

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Construir la cara pública de uno mismo siempre es un ejercicio en el que uno siempre se termina diciendo mentiras, aunque la aspiración es muy real, muy diciente y, como Instagram nos lo ha comprobado: muy homogénea. Hemos llegado al punto que todos queremos parecer un anuncio. Aunque según un estudio citado en la web de la agencia Antropomedia, la tumultuosa cantidad de imágenes con cuerpos esculturales bien tratadas y mensajes de superación presentes en Instagram no son simplemente una demostración narcisista. Los autorretratos pueden traducirse también a prácticas terapéuticas: “es posible que se vuelvan un vehículo de autoestima, específicamente por los comentarios positivos que suelen detonar las fotografías”. En otras palabras, la gente se ve feliz en Instagram para recibir validación y recordar por qué debe ser feliz. Internet nos está recordando constantemente qué debemos querer y cómo debemos sentirnos. Y los usuarios entramos en ese círculo para mostrarnos a fines y, de paso, recordárselo a otros.

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(Vea también: ¿Nuestros contactos de Facebook están arruinando nuestra vida social?)

Pero ese ideal de la imagen propia también tiene su contracara. La no realización de nuestra imagen virtual en la vida offline provoca pequeñas miserias y dramas subjetivos. Ansiedad, estrés, depresión. Como bien dice el filósofo Gilles Lipovetsky, vivimos en la civilización de lo ligero, pero cuanto más sueña el ciudadano hípermoderno con la ligereza más engorda. Si uno hace un paralelo, puede que entre más soñemos con ser felices, más mierda nos estemos volviendo por dentro.

Ahora que todos rajan de Facebook por su escandaloso manejo de la información, deberíamos preguntarnos ¿es tiempo de abandonar Instagram también? ¿Y los memes? ¿Alguien quiere pensar en los memes?   

 

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