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Influenciadores: ¿nube de humo o futuro brillante?

Las marcas -y hasta los sellos disqueros- siguen confiando en un engagement (interacción) que algunos ya califican como un fraude.

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Foto - Getty - aurielaki

De un momento a otro, palabras como “engagement”, “likes” y, la mamá de todas, “influencer”, se comenzaron a colar en la conversación social. De un momento para otro, los –mal llamados– influenciadores comenzaron a tener la respuesta para todo y la fórmula de la eterna felicidad. ¿De verdad son la tierra prometida o un nube de humo que pronto nos sofocará?

Por: @chuckygarcia

A la bandeja de entrada de mi email llega un correo que textualmente dice: “La estrella colombiana del maquillaje en redes Laura Sánchez lanza su propia marca cosmética”. Es diciembre, más no es 28, Día de los Santos Inocentes, por lo que decido ponerle toda la seriedad del caso al asunto y leerme de principio a fin los más de diez párrafos del mensaje.

Entre otras cosas, literalmente, el texto dice que “con tan solo 26 años, la maquilladora artística colombiana Laura Sánchez lanza mundialmente su propia línea Laura Sánchez Beauty, y con esta, su faceta como empresaria”. En realidad, se trata de dos productos, un suero para aplicar antes del maquillaje y una paleta de sombras e iluminadores, una línea tan corta como el tiempo en que esta maquilladora profesional “con especialidad en maquillaje artístico y FX del Blanche McDonald Centre en Vancouver, se ha convertido en una de las más reconocidas estrellas digitales”.

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De maquillaje no sé nada, y aunque “Blanche McDonald” me suena más como a menú de la cadena de restaurantes, asumo que debe ser un logro importante, tanto como las cifras que efectivamente Laura Sánchez tiene en redes: casi 120 mil seguidores en Twitter, 1 millón en Instagram, más de 611 mil en Facebook y 1.509.985 en YouTube (al momento de escribir esto).

Pero aún hay más: en el mensaje se afirma que Laura “fue seleccionada entre 300 de los mejores vlogueros en temas de maquillaje y belleza del mundo por su impresionante trabajo artístico”; que en 2017 recibió “el titulo Best Beauty vlogger del Total Beauty. En esta categoría se fue nominada con otros grandes beauty influencers norteamericanos”, y que dos años antes de eso “recibió el premio MTV Chiuku, por ser un agente de cambio contra el bullying”.

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Por más que ese premio MTV me suene al apodo mismo que yo llevo desde los años del colegio, “Chucky”, la lectura que hago de todo esto no tiene nada que ver contra ella, sus logros y cada cosa que representa o que me imagino efectivamente ha ganado a punta de su talento. En lo que me quedo pensando es en palabras como “estrella digital” y “beauty influencers”, y no solo porque en la época en que yo crecí y hasta hace no más de diez años una “estrella” era un iluminado de la gran industria del cine, la música o la televisión; sino por el Big Bang de la palabra “influencer”, esa explosión de subcategorías que ha llegado tan lejos como para que exista una categoría de influenciadores de maquillaje.

Así en el fondo se trate de una detonación de escarcha, lo cierto es que al mercadeo con influencers se le está dando tanta importancia y las marcas están tan metidas de cabeza en eso que, por un lado, se ha formado una burbuja donde muchos influenciadores fakes hacen su agosto y de paso nos recuerdan a aquellos tiempos en que a Colombia venía “el mejor DJ del mundo” cada fin de semana; y por el otro ya se habla de que el futuro de esta especie de nueva raza de humanos está en el mercado de los microinfluenciadores. Personas de común que cuentan con menos de 10 mil seguidores en redes, y que con pasar como mínimo tres horas del día en redes o postear solamente dos veces pueden llegar a tener “un engagement 7 veces más alto que el de los macro o mega influencers”.

Lo anterior, claramente, no lo afirmo yo, lo dice un estudio de una plataforma de marketing digital que conecta marcas con microinfluencers de redes sociales conocida como SocialPubli, su campo de trabajo es España y Latinoamérica y lo que hicieron fue recoger las tendencias que han observado en los tres últimos años para determinar eso y muchas cosas más. Entre lo más relevante, que lo que está de vuelta y va a pegar duro es “el marketing de boca a oreja”; que lo que importa es “la autenticidad, la calidad y el engagement”, y “que gastronomía, belleza y viajes son los sectores que más demandan influencers en sus campañas de marketing y que más futuro ofrecen para los embajadores de marca, mientras los sectores en los que cuesta más obtener colaboraciones son ciencia, actualidad y medio ambiente”.

Sin haberme terminado de leer todo el estudio de SocialPubli que se puede descargar gratuitamente en su web y que contiene 32 páginas, me llega por otra vía uno de la Universidad de Stanford que a su modo puede ser la respuesta a la pregunta de por qué no hay apoyo ni micro ni macro influenciador para los ñoños temas de la ciencia, la actualidad y lo que queda del medioambiente: porque los influencers, en general, están sobrevalorados. Que su influencia no es tan poderosa como dicen, que identificar realmente a los personajes de mayor influencia en determinado campo que a su vez es de interés para las comunidades en redes sociales es un proceso largo y costoso; y que una vez identificados pues su capacidad de diseminación no necesariamente es efectiva y que esa semilla –el interesarse en un producto equis– la podría sembrar cualquier otro elegido aleatoriamente.

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Y aunque el palo no está para cucharas, otro sector que está abonando este campo con azadón y pala es el de la música, y cada vez se hace más común que artistas y sellos disqueros usen influenciadores para impulsar sus canciones, confiados justamente en que su engagement es como agarrar el cielo con las manos. Basan su fe ciega en el número de seguidores y en el número de likes, dos variables que se pueden manipular y comprar, y que ante los ojos de agencias de marketing como Human to Human (H2H) son las pruebas reina de lo que ellos llaman “El gran fraude de los influencers”. Una investigación que a través del análisis de las cuentas en redes sociales de 350 influenciadores españoles determinó que uno de cada cuatro seguidores de un influencer es falso, que uno de cada cinco likes es comprado, y que en una de cada dos campañas los inversores están siendo engañados.

Entre una vaina y la otra, entre un estudio y otro de los varios que se puede uno encontrar o topar a medida que sigue buscándole el meollo al asunto y no en plan de especialista de este fenómeno sino de simple mortal al que día a día le toca calarse cuanta maroma hace cada influenciador o supuesto influenciador del país y del mundo, ya sea porque uno los sigue o porque sus avisos pagos se le meten en el rancho a uno como factura de servicio público; lo que resulta obvio es que este universo tan vasto como exótico y tan lleno de humo como inexplorado, sigue girando en torno a la cantidad o número de seguidores que tienen las cuentas de los influenciadores. Algo de lo que se desprende no solo la existencia de un mercado negro de likes o reproducciones (a precios cada vez más accesibles), sino el nacimiento, establecimiento y legitimización de una nueva profesión.

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Una profesión en la que, en el caso específico de Colombia, lo que la gente espera de los influenciadores no es necesariamente que sean un referente de un campo o sector en específico o que se hayan especializado en algo, sino aspectos como “autenticidad”, el uso de un lenguaje “divertido” e “informal”, o la posibilidad de que otros conozcan su “vida real” o su lado más humano, tal como lo evidenció un estudio hecho por Google.

Mejor dicho y para no dar más lora, como si lo importante de un odontólogo no fuera que conociera a ciencia cierta cuáles son las llamadas “muelas del juicio”, es decir, las cordales, sino que en su consultorio nos mostrara de una forma entretenida qué crema humectante usa para tener las manos tan suaves, qué música escucha y qué ropa se pone; y que en vez de advertirnos sobre la gingivitis nos dijera por quién hay que votar para no volvernos como Venezuela, finalizando la consulta con un video en el que él presume de su bondad mientras le regala comida a unos desamparados.

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