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Tomad y bebed todos de la copa menstrual

Hablemos de todas las que, cual Jesús en Semana Santa, hemos derramado nuestra sangre y no hemos vivido muy bien con ello.

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Desde hace varios meses me entregué a la prédica y empecé a dedicarme -cual Testigo de Jehová- a repartir mi testimonio por el mundo, pidiéndole a hombres y mujeres cinco minutos de su atención para hablar de la Copa Menstrual.

Por: Za Carmenza

Esto no pretende ser un tutorial, ni la versión sangrienta de La Atalaya y mucho menos un instructivo para que las distinguidas lectoras de esta columna aprendan a meterse los dedos por la vagina para insertar un objeto extraño allí (porque, diosmíobendito, espero que ya todas sepamos hacer eso).

De lo que sí se trata es de aprovechar la víspera de Semana Santa para hablar de todas las que hemos derramado nuestra sangre y no hemos vivido muy bien con ello. No es precisamente que la copa nos garantice la eternidad en el paraíso, pero sí contribuye a que no vivamos un completo infierno cada 28 días.

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Mi filósofo menstrual de cabecera, el doctor Ricardo Arjona, intentó prepararme para algo que llamó “pintar rosas en la cama” pero que, en mi caso, se parecía más a la reconstrucción de la escena del crimen de una película de Tarantino. Debo decir que, cuando me bajó el periodo, me sorprendió ver la mancha roja sangre sobre el calzón y no el tierno tinte azul (como si estuviéramos pariendo un “pedacito de cielo”) que muestra la publicidad de toallas y tampones.

Pero el uso de la copa sí me hizo percatar de que todo lo que yo creía saber de mi periodo era, si no una mentira, una versión muy alterada de la realidad. Empecé entendiendo que no era necesario esperar la llegada de mi menstruación como si me preparara para la guerra fría, dotándome de todo el arsenal “antiderrames”, “invisible”, “ultrafino”, “impermeable” y “sin olores” que hubiese en el mercado.

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Así, dejé de creer que los días del periodo son una guerra contra mí misma o un autoboicot en el que el útero cobra venganza por no embarazarlo (en palabras de Arjona, porque “una cigüeña se suicida”) y lo que siempre me pareció una cantidad escandalosa de sangre menstrual, un día simplemente pasó a ser una cuenta en mililitros, ¡MILILITROS!

Desde que uso la copa no he tenido que comprar toallas o protectores con olor a jabón de loza, “flores del bosque” o “sueños de lavanda”, pues es innecesario desodorizar la menstruación. La copa no permite que la sangre entre en contacto con el aire, ni que se sancoche por el calor producido entre la toalla y la vagina. A diferencia de toallas y tampones, la copa no “esconde” el mal olor pues simplemente no lo genera… Sí, queridos amigos, la sangre que sale de la cuca no huele feo per se.

Tampoco voy a decir que usar los métodos tradicionales es un viacrucis o la peor penitencia de todas, pero de lo que sí estoy segura es que, sólo hasta que usé la copa menstrual, descubrí lo incómodos que resultan los tampones (que además dejan pedacitos de algodón adentro) y las toallas que, aun cuando traigan 4 alas, 2 motores y 3 sistemas de emergencia, siempre pueden moverse un poquito y obligar a un aterrizaje de emergencia en el mar rojo de los calzones manchados.

El verdadero problema de toallas y tampones, además de sus impactos ambientales y económicos, es que se preocuparon más por aparentar que “todo estaba bien” o que los días de periodo menstrual son “como un día normal”, en lugar de atender la situación particular que existe: hay un fluido que sale del cuerpo y que es necesario desechar (o usar para abonar planticas). Es todo. Las flores, las estrellas y la escarcha que quieren poner alrededor de lo que significa la menstruación son accesorio para justificar que nos cobren lo que se les antoje.

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Almacenar ese fluido entre un rollito de algodón o, como diría Arjona, pintar con él “un cuadro impresionista” en una toalla de múltiples capas, ya es cuestión de gustos. Yo, personalmente, voto por perderle el miedo a untarse, a oler lo que contiene la copa, a aprender qué tan profundo es nuestro canal vaginal y en qué lugar la copa deja de incomodar que es, al final, el lugar en el que la vagina pierde sensibilidad… el mismo margen en el que los penes dejan de sentirse.

Si Jesús hizo del vino su sangre, la Semana Santa debe servir para saber en qué momento la sangre se hace vino o, por lo menos, cómo es servirla en copa.

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