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¿Tusa mundialista? Historias de rebusque desde el lado b de Rusia 2018

Así vivió el Mundial de Rusia 2018 un colombiano que le apostó al rebusque, múltiples disfraces y unos partidos históricos.

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Foto: Juan Pablo Castiblanco

Cuatro años de ansiedad para algo que pasa tan rápido que apenas uno se da cuenta y lo puede disfrutar. Cuatro años para vivir un mes surreal y cargado de historias. Pero desde la tv, internet y los memes no se puede dimensionar lo que puede pasar en los estadios y ciudades del país organizador. Testimonio de un colombiano que disfrazado de marimonda, cumbiambero y hasta árbitro, financió su viaje a punta de puro rebusque.

Por: Raúl Felipe Riverosv // Fotos: Juan Pablo Castiblanco

PRÓLOGO: LOS RUSOS SE PREPARAN PARA LA INVASIÓN LATINA

Cuando se programa un viaje de este tipo uno hace un estimado de los costos. Rusia 2018 estaba fuera de mi alcance, pero jamás me hizo pensar en desistir, simplemente obliga a plantear otra manera de viajar, y así se me ocurrió una que volvería aún más interesante el viaje: llevar mercancía colombiana –banderas, camisetas, manillas, aretes, sombreros, diademas, balacas y cuanto chéchere tricolor encontré antes de irme– y venderla para subsidiar los gastos. Obviamente sucedieron algunos imprevistos: mi maleta no llegó a tiempo a Moscú, nadie me podía ayudar porque nadie hablaba inglés y eso hizo que me tuviera que bandear vendiendo la poca mercancía que había traído en el equipaje de mano.

Pero hablemos del Mundial. Las autoridades rusas dentro de su inocencia y paranoia plantearon una serie de leyes absurdas que inevitablemente serían quemadas por el jolgorio futbolero. Que no se podían usar máscaras, que no se podía tomar en la calle, que no se podían cargar banderas, y mi favorita, la más absurda de todas, que no se podían hacer manifestaciones de más de 15 personas en el espacio público. Seguramente creían que esto era como una Eurocopa; no contaban con la sabrosura latina ni con la capacidad demencial que tenemos de vivir frenéticamente cada momento que un evento de esta magnitud nos permite, y de asociarnos y formar grupos enormes de personas con el mismo objetivo de disfrutar y recochar.

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Moscú, gracias a contar con dos estadios, fue el epicentro de la mayoría de aficionados la primera semana. Multitudes de personas de todas las nacionalidades se agolpaban en los diferentes escenarios de los que dispone Rusia para sus visitantes. La ciudad era una plaza plurilingüe donde nos comunicábamos a través del lenguaje universal del fútbol y de la fiesta. El Fan Fest de la FIFA (el único espacio de la ciudad donde había pantalla gigante para ver los partidos y era de entrada libre), ubicado en la principal Universidad Pública de Moscú, y la calle peatonal Nikolskaya eran testigos de las manifestaciones de alegría de todos. Entre la euforia patriótica, la majestuosidad arquitectónica, el alfabeto cirílico, el jet lag y el vodka, la realidad se perturbaba y las lógicas se invertían.
 

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Aquel habitualmente introvertido y callado acá era el que dirigía la coreografía de los bailes y el que más emocionado cantaba; el que normalmente es tímido con las mujeres acá estaba levantándose su tercera rusa y echándole ojo a la cuarta; el niño rico que desde que nació estuvo acostumbrado a vivir en la opulencia y a ver todos los eventos desde el palco y la boleta VIP, acá estaba dichoso compartiendo con la gente de tú a tú, sin necesidad de fingir nada y permitiéndose expresar sus emociones sin ningún reparo.

I – SARANSK

Los días transcurrían y algunas hinchadas se marchaban a las ciudades donde iban a jugar sus primeros partidos. A los colombianos nos correspondía viajar a Saransk, la sede más pequeña de la Copa del Mundo. Un "pueblito" de 250.000 habitantes que colapsaría gracias a la plaga colombiana que lo iba a invadir. Debido a la limitada oferta hotelera la mayoría de gente sólo fue de paso luego de un largo e incómodo recorrido por tren, y lo que se vivió en la previa al partido con Japón fue una mezcla de alegría y de cansancio por la dificultad del viaje.  

La ciudad era pequeña y prohibieron los carros en la zona de los trenes y del estadio. Aproveché esta toma colombiana de Saransk para vender mi mercancía. Con mis amigos íbamos disfrazados de marimondas para entrar al estadio Arena Mordovia. Un amigo barranquillero nos pidió una foto relativa al baile carnavalero y puso su bandera en el piso. Boté algunas monedas en ella y enseguida empecé a pintarle la cara a la gente que pasaba con una barrita tricolor que había llevado. De un momento a otro había filas de personas que me daban algunos rublos a cambio, y había otros que veían la bandera y botaban monedas sin siquiera saber por qué.
 

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Faltaba poco tiempo para que iniciara el partido así que recogí el montón de monedas que me habían dado y entré al estadio, directico a meterme la primera berriada del día por la fuerte emoción que significaba ver la entrada de los equipos al terreno de juego. Es que fueron casi tres años, desde aquel lejano partido contra Perú con los goles de Teo y Cardona. Fueron muchas jornadas yendo al Metropolitano y sufriendo por televisión los partidos de visitante. Fue mucho lo que tocó trabajar para ahorrar lo de los tiquetes y las boletas. Fue mucho el tiempo diseñando y pensando los disfraces, presupuestando los productos que quería vender, investigando sobre las costumbres y la historia rusa, programando hospedajes y gestionando vuelos y trenes. Fue mucho lo que se habló al respecto con amigos y familiares.  Fue muchísima la verraca emoción de ver que finalmente había llegado el día y que la vida nos permitía la posibilidad de estar allí presentes.

La desafortunada jugada del penal y la expulsión de Carlos Sánchez bajó bastante los ánimos y la derrota final nos dejó una sensación extraña de molestia y rabia a la vez. La salida del estadio fue muy triste. Dentro de nuestra prepotencia nunca consideramos posible un empate y mucho menos una derrota. Comprendimos que por agrandado que uno sea, en el fútbol hay que tolerar la derrota. Esa noche Rusia jugaba contra Egipto así que el pueblo de Saransk estaría de fiesta, y nosotros debíamos hacer nuestro aporte de recocha y baile.

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Hubo colombianos que llevaron parlantes y los pusieron a sonar con salsa y cumbia en la zona cercana al Fan Fest, que era bastante transitada. Allí llegaban locales de todas las edades a bailar o simplemente a observar. Era curiosa la expresión en sus rostros, de felicidad, pero sobretodo de sorpresa porque seguramente consideraban impensable la sola idea de bailar en la calle.

Saransk es una ciudad mucho menos moderna que Moscú o San Petesburgo, inclusive sus habitantes tienen facciones diferentes, son más eslavos. Era más difícil conseguir personas que hablaran inglés, pero en general fue una bonita experiencia. Al ser pequeña era más fácil todo y no se necesitaba tomar taxi para casi ningún trayecto.

Uno de mis amigos celebraba su cumpleaños y se pasó de tragos, así que se convirtió en una maleta más que tocó cargar para ir a tomar el tren a Kazán. Salíamos a las 6 de la mañana y esa estación estaba llena de gente durmiendo, usando su bandera tricolor de cobija. Fue bastante caótico ese momento, afanados llevando todo el equipaje, pasando por encima de la gente dormida, pero finalmente llegamos a tiempo. Logré remolcar al borrachín hasta el vagón pero no a la cama, durmió en el piso al lado de las maletas para burla de los que pasaban y le tomaban fotos.

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II – KAZÁN

En Kazán íbamos a estar casi una semana y alquilamos un apto, así que podría estar más relajado y organizar mis cosas. En Moscú estaba en un hostal en una habitación compartida de 12 personas. No tenía espacio en el cuarto para abrir la maleta y sacar los productos que planeaba vender, me tocaba hacerlo afuera incomodando al que iba a pasar. En el apartamento logré organizar las casi 30 camisetas que debía ofrecer y el resto de cosas.

La ciudad era muy bonita, la tercera en importancia después de Moscú y San Petersburgo, tenía un Kremlin (nombre con que se designa a las fortalezas centrales de las ciudades rusas) majestuoso y un alto porcentaje de la población es musulmana a diferencia de las otras ciudades donde son ortodoxos.  El día del Perú-Francia fuimos por primera vez al Fan Fest de la ciudad, ubicado al lado de un lago y de un salón de eventos enorme en forma de cáliz. Extendí la bandera en el piso y encima de ella coloqué los productos, la gente pasaba y varios se interesaban y compraban. Tras unas cuatro horas de estar en esas se acercó la policía a decirme que eso no era permitido y me tocó recoger.

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El día siguiente tuve que vender caminando de un lado a otro con la mercancía guardada y ofreciendo a los gritos. Afortunadamente pocos policías rusos entienden español y seguramente pensaban que yo era un loquito más y ya. En una venta otro policía me agarró y me repitió que era prohibido hacerlo, y mandó a un colega suyo a que se quedara cerca de mí para cerciorarse que no vendiera más. Pensé en cerrar el negocio por esa noche, pero si algo se ha cansado de enseñarme la Universidad de la Vida es que entre más bravo el toro, mejor la corraleja.

Empecé a caminar y él siempre iba detrás. Le enganchaba para un lado, para el otro, hacía cambio de ritmo, de dirección y nada, no se despegaba. Wilmar Barrios no habría hecho una marca hombre a hombre tan eficiente. A cada colombiano interesado le explicaba que el policía no podía ver que me entregara dinero, que me diera un abrazo para fingir que éramos viejos amigos y que la plata me la diera disimuladamente. Así que me fueron dando la plata dentro de vasos, me la metían en la mochila mientras yo miraba para otro lado, y yo entregaba las vueltas en un apretón de manos, dentro de la media del cliente cuando me iba a amarrar los zapatos, o en el bolsillo en un abrazo de despedida. Toda una serie de mañas que se lograban gracias a la disposición de los compradores que entendían la situación y querían apoyarme en el rebusque.

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Esta actividad me ayudó a conocer muchísima gente, porque si bien el interés de la venta era poder contar con fondos para subsidiarme el viaje, la idea era gozarme al máximo cada instante de este paseo. La venta me permitía estar activo todo el tiempo, hablando con diferente tipo de personas y conociendo sus historias de vida y anécdotas.  

En este tipo de viajes las personas actúan muy distinto a como lo hacen en su vida cotidiana. La pasión que el fútbol despierta y el compartir tantas cosas con mucha gente hace que uno se sienta afín con todo el mundo así no lo conozca. No hay necesidad de ningún protocolo para empezar a hablar con alguien, la comunicación fluye fácilmente y se percibe un sentimiento de gratitud con la vida y de bondad hacia las demás personas. Es muy lindo que personas recién conocidas parezcan que son viejos amigos debido a su forma de tratarse y ayudarse. Todo mundo anda pendiente de colaborar en lo que pueda a los demás y de brindarle su amistad a quien lo necesite.

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Existen todo tipo de viajeros y locos en un evento de esta magnitud, y aunque hay mayor afinidad con los colombianos, uno se relaciona con personas de todas las nacionalidades día tras día. Hay muchas personas que fueron a un Mundial y decidieron mantener esa tradición cada cuatro años, así su equipo no clasifique. Uno escucha historias de viejos que vieron a Pelé y a Maradona en el Azteca, que estuvieron presentes en el fatídico autogol de Andrés Escobar, en el gol de Calimenio, que vieron el último título sudamericano en Asia y muchas más. La calle peatonal Baumana era el epicentro de toda la fiesta. Polacos y colombianos se encontraban y se enfrentaban con cantos de sus países.

Se acercaba el día del partido y la tensión era muy alta, podíamos quedar eliminados y eso sería fatal. Teníamos confianza en el equipo, pero el estrés era inevitable. Tenía que pensar con la cabeza y no con el corazón, así que debía terminar de vender todo porque si nos eliminaban sería más difícil hacerlo después. Me encontré con una amiga bogotana que recién había llegado a Rusia. Pensé que se iba a aburrir de acompañarme por estar vendiendo, pero a los 10 minutos ya la había cogido de perchero, le tenía guindadas 3 mochilas tricolores, me ayudaba a recibir el dinero y a tenerme algunas cosas. Lógicamente con una mujer simpática al lado todo se facilita, así que se empezó a vender todo rapidito. A un Mundial vienen cantidades impresionantes de hombres, uno que otro con su pareja, pero en general hay una relación de 20 por cada mujer. Por eso la ayuda de amiga había sido tan eficiente. Tenía conmigo todo el dinero con el que debía bandearme las tres semanas que quedaban de viaje, pero confiaba en la seguridad de la ciudad.

El día del partido supimos que había muerto César Paragüita, el líder de las Marimondas del Barrio Abajo, y aunque no lo conocimos personalmente quisimos tomarnos una foto en homenaje a él afuera del estadio de Kazán. Quise aplicar la misma de Saransk y cobrar por la pintada de cara dejando la bandera en el suelo con los pocos productos que me faltaban por vender, pero un policía me hizo recoger todo. De todas formas, nos tomamos las respectivas 500 fotos con los aficionados que nos solicitaban y entramos al estadio sabiendo que, a diferencia de Saransk, teníamos que alentar al equipo los 90 minutos.
 

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Semanas después supimos que el alcalde de Kazán había estado dichoso con la afición colombiana. ¿Cómo no iba a estarlo si no nos sentamos ni cinco minutos, si la Arena Kazán parecía que saltaba por la algarabía tricolor, si el himno se escuchó hasta en Varsovia, si los 30.000 colombianos metimos un rugido que llevábamos aguantando más de cuatro años con el gol de Falcao, si quedamos todos con la garganta fregada y la voz ronca a la salida, si seguimos el  ejemplo de los japoneses en Saransk y limpiamos nuestra basura, si expusimos ante todo Tartaristán la mejor representación de la emoción, calidez y alegría colombiana?

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Hubiera sido un detallazo que el señor alcalde nos repitiera el himno a la salida, pero como no está permitido en el protocolo nos tocó cantarlo a capela, así como Colombia tierra querida, y Soy colombiano, y cualquier otra canción que el alma nos pidiera. Y entonces comenzó la fiesta en las afueras del estadio y se extendió a la calle Baumana en el centro de Kazán, y a la Dumskaya en San Petersburgo, y a Nikolskaya en Moscú, y a la primera de Mayo en Bogotá, y a la 21 en Barranquilla, y a la plaza central de Guachené, y a cualquier rincón del universo donde existan colombianos que aprovechen estos triunfos para olvidar sus penas por un momento y dejarse llevar por la euforia futbolera.

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De vuelta al Fan Fest, donde vimos otro partido de Rusia, tuve la oportunidad de conocer a Guillermo Valencia, el colombiano tristemente célebre por haber puesto a las japonesas a autoinsultarse en Saransk. Es una buena persona, totalmente consciente de la estupidez que hizo, pero también de la capacidad increíble que tenemos en Colombia de maximizar este tipo de cosas. Le hice el debido reclamo, principalmente porque gracias a él y a los de Avianca nuestras familias en Bogotá habían quedado medio paranoicas, rogándonos que dejáramos de enviar videos o mensajes con rusas hablando en español. Porque todos lo habíamos hecho, no haciéndolas decir cosas propiamente malas, pero era algo chistoso que a muchos se nos había ocurrido. De hecho, los rusos también nos ponían a decir cosas en su idioma que posiblemente era una forma de insultarnos a nosotros mismos.

Guillermo me contó todo lo que le pasó, que recibió llamadas de los principales periodistas del país, que casi le toca devolverse y que había pasado muy malos días. El trago jamás será una justificación válida, pero no puede ser posible que en Colombia se hiciera un escándalo tan absolutamente desproporcionado por una broma de mal gusto en medio de una borrachera, mientras que no hubo problema con que una semana antes, un señor con cientos de investigaciones encima por corrupción y otro tipo de delitos pudiera determinar el nuevo presidente del país. Esa doble moral nos va a tener jodidos mucho tiempo más. Es increíble que el catalizador hubiera sido el hecho de compartir el video más que el de haber realizado esa broma. Sin embargo, debíamos evitar quedar inmiscuidos en algo así.

En nuestra tercera semana en Rusia yo seguía sin poder leer nada de cirílico. Había aprendido a decir unas cuantas palabras nuevas. “Piba” para pedir cerveza y “krashivaya” para decir “bonita”; ya con eso podría bandearme. El Google Translate y las señas eran la herramienta utilizada para poderse comunicar con aquellas personas que no hablaban inglés. Era una lástima no saber ruso y perderse conversaciones interesantes.

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III – SAMARA

El transporte que nos iba a llevar de Kazán a Samara nos canceló a última hora. Se nos ocurrió hacer el trayecto de 350 kilómetros en un Uber y sorpresivamente al segundo intento un conductor aceptó, cobrando caro, pero no había de otra.

Los rusos tienen fama de ser bien atarvanes manejando, pero lo que se vivió en ese carro fue algo de otro nivel. Andaba a 160 kilómetros por una vía con bastantes huecos y donde había carros que venían en sentido contrario, mientras estaba más pendiente del celular que de la vía. Además, hablaba un dialecto tártaro así que era complicadísima la comunicación. Pensamos que estaba hablando con alguien por el celular, pero luego lo vimos y nos dimos cuenta que ¡el cretino estaba era viendo un tutorial de Youtube para aprender a dibujar patos! Por graciosa y demente que fuera la anécdota sentíamos un miedo muy grande así que tocó llamar a una amiga que hicimos en Kazán y pasarle el celular al conductor para que ella le pidiera el favor de darle más despacio y dejara de estar pendiente del celular. Hubo varios momentos del viaje donde nos convencimos que los rusos sí están locos, pero sin duda este se llevó el premio mayor. Finalmente llegamos sanos y salvos a Samara a conocer el Volga y disfrutar de un calorcito poco común en Rusia.

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Samara fue la sede del legendario búnker de Stalin y tiene un malecón al borde de la playa del Río Volga, que es muy bonita, con arena cálida y mucha gente local que aprovecha el único mes del año en el que ese río no está prácticamente congelado. Tocaba aprovechar para lucir la tanga y meterse en esa agua super fría a relajarse un rato y disfrutar la vida.

El disfraz de marimonda había sufrido algunos daños por tanto trajín, así que necesitaba una reparación. Logramos encontrar una sastrería y una señora nos hizo el favor de arreglarlo totalmente emocionada por lo bonito del traje. No nos cobró nada, nos dijo que se alegraba mucho de podernos ayudar y que esperaba vernos en televisión. Fue muy bonita esa sensación: ver la alegría de ciertas personas por cosas que para uno suelen ser poco significativas. Le agradecimos, le regalamos un souvenir de Colombia y quedó más contenta que si le hubiéramos dado todo el dinero que teníamos.

¿Quién dijo que la única forma de transacción válida es la plata? ¿Por qué uno no puede retribuir un favor con un llavero, una manilla o una sonrisa? De lo más bonito en este viaje fue ver la gratitud de muchas personas, sobre todo niños, cuando se les regalaba un pequeño detalle colombiano. ¿Por qué tendremos que viajar al otro lado del planeta al principal evento del mundo para entender que hay montones de cosas más importantes que el dinero y que por vivir pensando en él es que nos perdemos los mejores momentos de la vida? Muchas reflexiones que quedan para la posteridad.

Seguí aprovechando la presencia multitudinaria para vender lo que quedaba, principalmente manillas, en el Fan Fest de Samara. También hubo rusos que me proponían cambios por souvenires de ellos y yo aceptaba de muy buena gana. En un momento un ruso vestido de civil me dijo que él era policía y que estaba prohibido vender allí, acepté y me retiré unos 30 metros, pero seguí vendiendo. No sé de dónde volvió a aparecer, pero esta vez mucho menos amable y con cinco policías que sí tenían su uniforme respectivo y que me indicaron que debía acompañarlos al puesto de control. Afortunadamente en ese momento unas voluntarias rusas se acercaron para cambiarme una moneda conmemorativa del Mundial por una pulsera, así que aproveché y les hablé bastante, les propuse otro cambio y me despedí efusivamente de cada una, no sin antes pintarles la cara con la bandera de Colombia, mientras los policías esperaban.

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Mi intención era confundirlos, que vieran que yo no era exclusivamente un vendedor y que estaba era intercambiando souvenirs. En el camino al puesto de control vi colombianos conocidos y aproveché para regalarle a algunos una pulsera, decirles que me abrazaran y me dieran cualquier cosa a cambio que no fuera plata para mantener mi estrategia de confusión. Pasé por el frente de los doce amigos que estaban en el Fan Fest y nuevamente apliqué la misma, pretendiendo que los policías se aburrieran de esperarme en cada escala, pero nada, ahí seguían todos sin dejar de vigilarme.

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Finalmente llegamos al puesto de control. Ya me estaba viendo enviado en un tren a Siberia al mejor estilo del régimen de Stalin hace varias décadas. Solamente una policía hablaba inglés y afortunadamente el de civil ya no estaba, así que les dije que yo estaba era cambiando manillas con rusos, pero que los colombianos al ver eso me habían rogado que les vendiera unas para ellos hacer lo mismo. Les expliqué que sabía que estaba mal pero que no había querido ser grosero y no venderles, que yo era un simple colombiano más cumpliendo su sueño mundialista, que me dejaran ir tranquilo y seguro no iba a vender más. Les hablé muy emocionado, los ojos se me aguaron y percibí su sorpresa cuando vieron la pasión con la que me expresaba. Mejor dicho, donde hubiera habido un cazatalentos presente me llevaban al Bolshoi a actuar.

De todos modos, seguían sin aflojar, anotaron mis datos y me siguieron haciendo preguntas. Les insistí que había sido algo coyuntural y les dije que ellos me habían visto regalando varias manillas, que de hecho si querían les regalaba una. Cuando la policía que hablaba inglés les tradujo, una señora dijo inocentemente que ella sí quería una, y todos los demás soltaron una carcajada por la manera ocurrente e ingenua con que lo dijo. Aproveché, se la puse y me fui parando y yendo sin esperar a que me dijeran nada, les dije que su país era magnífico y que los colombianos le agradecíamos a Samara por todo, que esperábamos volver para los cuartos de final y les reiteré mis disculpas.

No se opusieron a que me marchara, pero igual quedé asustado porque guardaron mis datos y podían prevenir a los otros Fan Fests de la FIFA, así que decidí empezar a manejar un perfil más bajo en estos escenarios y tratar de vender sólo en estadios y en fiestas. Era chistoso porque en todas las discotecas veía a los mismos clientes que había conocido en otras ciudades, que cada vez que me encontraban me pedían una manilla nueva porque ya le habían regalado la anterior a alguna rusa.

Finalmente llegó el día del partido con Senegal, un equipo duro al que le servía el empate. Nosotros definitivamente no queríamos quedar eliminados. Al igual que en Kazán no dejamos de alentar ni un instante. El partido estaba muy difícil, casi le da un yeyo a medio estadio con el penal que sancionó el juez y que afortunadamente el VAR desmintió. La afición africana era poca pero no dejaban de cantar y hacer coreografías. Qué bonito compartir escenario con ellos si a fin de cuentas su raza ha sido fundamental en el desarrollo de nuestro país y somos mucho más parecidos de lo que creemos.

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¿Qué habrá sentido Yerry Mina al anotarle ese frentazo a sus parientes senegaleses? Nos dio tristeza que Senegal quedara eliminado por Juego Limpio, pero eso no impediría que la hermosa plaga colombiana pintara de amarillo, azul y rojo las calles y discotecas de Samara. Tras una semana larga de angustia por la opción inminente de quedar eliminados, ahora por fin estábamos tranquilos, instalados en los octavos de final, y nuestra única preocupación era que el corazón aguantara tanta euforia y que hubiera suficiente vodka en la ciudad para calmar la sed de estos 30 mil colombianos, que parecíamos 70 mil, pero que beberíamos y festejaríamos como 100 mil; porque todos hemos tenido desilusiones futboleras, ya sea viendo a nuestro club amado en el estadio o jugando en canchas de tierra, y este 28 de junio nuestra selección nos daba un motivo enorme de regocijo y alegría para enterrar esas decepciones.

Mi fiesta se extendió un poco más de lo debido y terminó con una amanecida en la playa, donde dormí un par de horas sobre la arena, aún con el disfraz de marimonda, y luego me tocó ir corriendo al hostal para recoger mis cosas y llegar al aeropuerto a tiempo para volver a Moscú. Era chistosa la expresión de la gente por ver una marimonda corriendo en ese sol, con el desespero de no saber con toda certeza el camino correcto al hostal.

IV – MOSCÚ

Lo mejor de haber quedado primeros en el grupo H era evitar el viaje a Rostov (que hubiera sucedido si hubiéramos pasado de segundos), poder estar en Moscú para ver la clasificación de Rusia sobre España y vivir una noche de locura total en la capital. Esos rusos celebraron y se emborracharon sin piedad, se pusieron muy efusivos y hasta un poco agresivos, pero en general fue una noche hermosa. Fiestas en la calle, en discotecas, carros pitando, los abrazos y el vodka iban y venían, pero lo más lindo era la gente cantando a capella, totalmente desentonados y descoordinados Katiusha, la canción que entonaba el ejército soviético en Stalingrado para darse ánimos durante la guerra contra los nazis. El ritmo de esa canción nos estremecerá el alma cada vez que suene a todos los asistentes al Mundial.

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Mientras nos preparábamos para el partido contra Inglaterra notamos que ya había mucho menos público. Las hordas de mejicanos, peruanos, argentinos, brasileños y colombianos habían disminuido fuertemente. La primera semana hubo una competencia sana por ser la hinchada más escandalosa y alegre entre esos cinco países mencionados, que contagiamos a los rusos que poco a poco se fueron poniendo pintas típicas y haciendo cantos en grupos.


Llegó el 3 de julio y con él la ansiedad por volver a hacer historia. Nuevamente el protocolo de la pintada de cara y los disfraces, y para el metro que parecía un Transmilenio en plena hora pico, pero lleno de cornetas y cantos de la gran masa colombiana. En el Spartak Stadium como siempre las fotos y algunas entrevistas. Pude ganar algunos rublos y dólares pintando cara y luego a lo que vinimos, a sufrir en ese estadio.

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El partido estuvo bravísimo, todo el tiempo apretando cada músculo del cuerpo. Ese penal de Inglaterra y la poca eficiencia del juego de Colombia nos tenía al borde de la desesperación, hasta que llegó nuevamente el morocho hermoso, por encima de todos esos ingleses que se creen insuperables en el juego aéreo y metió el balón por el único lugar posible. ¿Será que se puede ser más feliz, Yerry? Yo creo que si me ganara el Baloto no me daría ni la mitad de felicidad que me diste en ese momento al mandar el partido al tiempo extra.

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Lo que sucedió los siguientes 40 minutos tiene varias maneras de recordarse. Algunos querrán culpar a Bacca y a Mateus Uribe por fallar los penales, yo prefiero recordar esos minutos entre el empate del gigante de Guachené y la eliminación. Allí analizaba la situación, y viendo que era el Mundial de las sorpresas y que nosotros veníamos de menos a más, no pude evitar ilusionarme con el título. Al igual que en Brasil cuatro años atrás, este equipo nos permitió la posibilidad de considerar la opción de ser campeones, y ese simple hecho, el de visualizar al Tigre Falcao levantando el trofeo en el Luzhniki el 15 de julio, era motivo de enorme gratitud. 

La tristeza al perder la definición por penales fue muy grande. Unos argelinos que estaban sentados al lado mío en la tribuna me consolaron ya que no podía dejar de llorar. Igual aplaudí al equipo porque lo habían dejado todo en la cancha y gracias a ellos muchos colombianos habíamos viajado hasta acá y habíamos tenido el paseo de nuestra vida. La eliminación cambiaba el itinerario: la siguiente parada ya no sería Samara sino San Petersburgo. Para varios amigos el viaje se terminaba ahí y comenzaban las despedidas de esta increíble aventura.

En un Mundial las amistades se fortalecen demasiado; uno comparte mucho tiempo, la euforia del fútbol hace que situaciones emocionales personales salgan a flote y al socializarlas con amigos de estrechan los lazos. Todos tenemos nuestros demonios internos: desilusiones de pareja, pérdida de seres queridos, inconformismos laborales, sentimientos de andar perdidos por la vida, etc. Dentro de la rutina del día a día solemos aplacar todo esto y es poco común que hablemos profundamente sobre eso, mientras que, en un viaje de estos, con la ayuda facilitadora del alcohol, compartimos nuestras penas y alegrías y nos unimos mucho más a aquellos que nos dan consuelo y nos aconsejan.


V – EPÍLOGO: TUSA Y LA(S) ÚLTIMA(S) FIESTA(S)

Qué mejor lugar que la majestuosa San Petersburgo para pasar esta tusa futbolera. Aprovechamos la jornada de descanso mundialista para dormir mejor, lavar algo de ropa, pero principalmente para conocer la historia de la ciudad, visitar sus principales monumentos, recorrer el infinito Hermitage, asistir a ópera y caminar por la Avenida Nevski, aquella sobre la cual había leído en el colegio en los Cuentos Peterburgueses de Nikolai Gogol y que encontré totalmente fascinante.

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El viaje ahora sin Colombia en el Mundial cambiaba un poco.  Apoyaríamos a Rusia, lo merecían por ser tan buenos anfitriones. El partido contra Croacia fue muy emotivo; el fútbol puede que no sea el deporte principal en el país, pero su historia llena de batallas y guerras hace que la afición despliegue toda esta alma rusa que han edificado a través de tantos siglos y tantas dificultades. Fue una lástima que la serie de penales no les ayudara al igual que a nosotros.

Regresamos a Moscú para el remate del viaje. El fin de semana final sería para lucir los disfraces una última vez. Además del de marimonda que hicimos en comparsa, yo llevé uno de cumbiambero y otro de árbitro, que había usado varias veces y habían servido para mamar gallo y facilitar la venta. Gracias a ellos muchas personas que habían llegado sólo para el partido final me hablaban y yo les echaba varios cuentos del viaje. Les aconsejaba que para un futuro Mundial trataran de asistir las primeras semanas, que eran las más emocionantes, y después de compartir un rato de charla y saber por todo lo que había pasado en mi viaje me regalaban una buena suma de dinero. Esto me incomodaba un poco porque no estaba pidiendo ni quería recibir limosna, pero me decían que me tranquilizara y lo aceptara, que igual lo merecía y seguramente le iba a dar buen uso.

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Me dirigí entonces al famoso mercado de artesanías de Izmailovo, atestado de gente en las primeras semanas del Mundial, pero que ahora tenía menos visitantes y precios muy accesibles porque sus vendedores estaban rematando todo. Estas personas, en su mayoría de las naciones soviéticas que se habían separado de Rusia tras la Perestroika, lucían camisetas y gorras de Perú, México, Colombia, Brasil y Argentina principalmente. No solamente se habían dedicado a vender sino a intercambiar cosas para quedarse con recuerdos del Mundial. Intercambié algunas de las pocas cosas que me habían faltado por vender y notaba en la expresión de estos vendedores la nostalgia por el Mundial que se terminaba, cosa que también veía en la gente en el metro, en los voluntarios, en taxistas y en general en casi todos los rusos, que nos los han pintado de fríos e introvertidos, pero que en este mes habían tenido una serie de experiencias que los habían dejado fascinados y que añoraban que el Mundial no terminara jamás.

Quedaban entonces las últimas fiestas con este hermoso pueblo ruso que tanto se merecía nuestro agradecimiento. Había un grupo admirable de colombianos de la barra Fuerza Cafetera, que en un principio eran casi 2000 y ahorita no completaban ni un par de docenas, pero que seguían organizando fiestas. Llevaron un bafle enorme y lo conectaban en Nikolskaya, para que a punta de salsa, merengue y reguetón los transeúntes bailaran y se divirtieran. Dicho bafle sería donado después a un colegio ruso.

Fue un último fin de semana demencial, de fiesta y alegría constante. Eliminaron a los latinoamericanos del Mundial pero no a su eufórica hinchada que mantuvo la sabrosura hasta el final. Los brasileros y mexicanos seguían cantando sus canciones como si estuvieran en la antesala de un partido de su selección. Los colombianos hacían turismo por el Kremlin, la Catedral del Cristo Salvador o el Palacio Peterhof con la camiseta de la Selección o con gorros tricolores.

Compré un Sharpie para que gente de todos los países me firmara una pantaloneta y una camiseta de Colombia que llevaba puesta o me pusieran un mensaje. Terminó sin espacio para una firma más, con dibujos del Kremlin, corazones, balones de fútbol, bromas, frases en cirílico y nombres de bastantes países que mantuvieron representantes en Rusia hasta el final. Es el mejor souvenir que me traigo de este fantástico Mundial de fútbol.

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Escribo estas líneas desde un avión que parece eterno, tratando de recordar cada día de esta maravillosa experiencia para dejarla plasmada en esta crónica. Fue un mes demasiado denso y muy activo, donde se cruzan todo tipo de recuerdos: el Cielito Lindo de los mejicanos, la impactante imagen del cadáver de Lenin, la rivalidad entre brasileños y argentinos y las burlas entre ellos cuando quedaron eliminados, los cuadros de Da Vinci y de otros pintores magníficos en el Hermitage, la ilusión de los hinchas croatas, la imponencia del teatro Mariinsky, la efusividad de los peruanos a pesar de su temprana eliminación, la espectacularidad de las iglesias ortodoxas, la invasión de la plaga colombiana en cada ciudad donde jugamos y las discusiones sobre si era mejor la Unión Soviética que la Rusia actual, entre otros.

Quedamos pendientes de un próximo Mundial, bastante preocupados por no saber si se va a dañar este torneo por las recientes decisiones de aumentar los equipos y de hacerlo en un país con costumbres que van totalmente en contra de lo que genera el fútbol. Sin embargo quedamos tranquilos al saber que cuando consignaron los millones de dólares en sobornos en las cuentas bancarias de los corruptos dirigentes de la FIFA, estos no llegaron a ser ni la mitad de felices que los mejicanos cuando le ganaron a Alemania, ni que los rusos con las tapadas de penales de Akinfeev, ni que los peruanos cuando le permitieron a Paolo Guerrero jugar el Mundial, ni que los brasileños cuando el juez le comía cuento a Neymar, ni que los argentinos con el segundo gol a Nigeria, ni mucho menos que la afición colombiana cada vez que entonaba el hermoso himno de nuestra adorada patria.

Gracias fútbol, qué aburrida sería esta vida sin ti.

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