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Yuliana, Sara y todas las demás se salvaron de ver nuestra decadencia

Lamentamos la muerte de niñas como Yuliana o Sara, pero no nos preocupa que no tengamos nada mejor que ofrecerles como sociedad.

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De nuevo, más malas noticias. Más casos de niñas violadas y asesinadas, ¿más casos? Los mismos, más visibles. Más visibles para que la culpa e indignación se tomen un par de nuestros días, antes de vacacionar y para que creamos que el mundo está lleno de monstruos que violan niños pero que, en realidad, son apenas el resultado obvio de una cultura machista y una institucionalidad incompetente.

Conocer la historia de Yuliana Samboní, aquella niña que fue robada de su hogar, violada y asfixiada por un tipo de clase alta, de esos que creen que valen más que los demás porque sus privilegios reposan sobre la miseria del resto o saber del caso de Sara Yolima Salazar, la niña tolimense de tres años que murió con signos de abuso sexual, maltrato y tortura, hace que uno agradezca que, todo el sufrimiento vivido, por Yuliana en sus últimas horas y por Sara, probablemente durante más tiempo, haya terminado en la muerte.

Todos lamentamos la muerte (asesinato) de las niñas, pero pocos se preguntan de la vida que queda después de la violación. El miedo, la culpa, la vulnerabilidad, un descubrimiento de la sexualidad de manera violenta y desigual, el silencio, los estigmas, la revictimización por parte de las instituciones, la impunidad del agresor y una sociedad que asume que a la víctima le arrebatan la dignidad o la respetabilidad (como si cualquiera de estas condiciones estuvieran ligadas a lo que uno hace -o le hacen- con lo que tiene entre las piernas), etc.  No sólo lamentamos el asesinato de Yuliana y Sara, sino además los famosos casos de Garavito, que no dejó víctima viva, tal vez como único acto de sensatez después de la barbarie, entre otros.

Sí, nos escandalizan las cifras de las niñas que mueren (asesinan) luego de la violación sexual pero, ¿qué será de la vida, de ahora en adelante, de los 4315 menores que Medicina Legal ha tenido que tratar por ser víctimas de abuso sexual (495 son de niños y niñas entre los 0 y los 4 años de edad)? 4315 entre enero y marzo del 2017. 4315 en tres meses. 48 cada día. 2 cada hora. 1 cada 30 minutos. ¿Qué será de la vida de la bebé de cuatro meses violada por un soldado regular en Fuentedeoro, Meta?

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¿Qué pasa con la vida de los miles de casos que no registra la prensa y que pasan al olvido con un número de expediente o en el silencio cómplice de una familia que no denuncia? A pocos parece importarles todos los que quedan vivos, a medias, mal atendidos por las instituciones, mal acompañados por la sociedad y cuya cotidianidad se convierte en un asunto de supervivencia. Muchos de ellos crecen y se convierten en victimarios, otros tantos no soportan lo que queda luego de la violación y, sin que su agresor lo haga de manera directa, deciden ponerle fin a su vida.

Ese fue el caso de Alejandra, víctima de violación sexual por parte de su papá entre los 7 y los 11 años y a quien el abuso le ganó la batalla a los 19. Se ahorcó. No sirvió el acompañamiento psicológico ni psiquiátrico porque igual la condenaron al silencio, a no denunciar, a evitar el escándalo que podría caer sobre la familia prestante a la que pertenecía su padre (quien además era un reconocido ginecobstetra, promotor del parto naturalizado). Alejandra fue víctima incluso después de su muerte, con una Fiscalía que dilató el proceso, comités de ética médica que guardaron silencio y familiares que encubrieron al agresor por temor al qué dirán. 

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El caso de Alejandra consiguió no perderse en el olvido gracias a un crudo pero transparente registro que consignó su mamá en el blog “Para Abrirle Puertas al Silencio” (http://paraabrirelsilencio.blogspot.com.co) y que ahora es un espacio para la visibilización del abuso sexual infantil y la construcción de redes de apoyo.  Pero lo cierto es que, aunque a Alejandra no la mató su agresor luego de violarla, sí la condenó a una muerte interna y progresiva.

Tal como señala la mamá de Alejandra, “no todas las mujeres abusadas se suicidan, pero muchas quedan mortalmente heridas.” Lo tenebroso es que en muchas ocasiones la historia de la violación se va a la tumba con la víctima, porque pareciera que estar muerta es la única manera de no ser culpable. Nadie le preguntó a Yuliana como iba vestida el día que la robaron de su casa, nadie preguntó si acaso Sara habría provocado a su agresor, nadie asumió que la bebé de cuatro meses, violada por el soldado, estaba inventando la historia para vengarse de él. A nadie le interesó nada de ello porque están muertas y ya no importa, ya no hay a quién “educar” diciéndole cómo vestir, por dónde transitar y con quién no hablar.

Y sí, nadie quiere niñas muertas, pero parece que no tenemos ningún problema en que haya niñas vivas que sufran de violencia sexual a diario, hasta convertirse en adultas; adultas que, a propósito, son la mayoría. Basta recordar el hashtag #MiPrimerAcoso, posicionado por @e_stereoripas, en el que miles de mujeres contaron cómo fue su primera experiencia con el acoso sexual (https://estereotipas.com/2016/04/28/compilado-de-tuits-de-miprimeracoso/).

Primera y no última, ni única.

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La tendencia arrojó, no sólo que el 40% de las historias de acoso eran en realidad abusos sexuales, sino que la edad en la que más se reportaban casos eran los 8 años (la mayoría se ubicó entre los 6 y los 10). Miles de mujeres contaron experiencias que iban desde la manoseada en espacios públicos hasta la violación por parte de familiares como primer acercamiento a la vida sexual, ¿acaso no son todas estas sobrevivientes de lo que vivieron Yuliana, Sara y tantas más?

Según Sisma Mujer, hay “una mujer agredida físicamente por su pareja o expareja cada 12,6 minutos, una mujer asesinada por su pareja o expareja cada cuatro días, una mujer víctima de violencia sexual cada 27 minutos y otra agredida sexualmente en el marco del conflicto armado cada 2 días”. Cifras similares a las del abuso infantil y que, según la misma entidad, se enfrentan a un rango de impunidad (archivo de las investigaciones) entre el 76% y el 97%.  

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Lo condenable es que lamentemos la muerte de niñas como Yuliana o Sara, pero no nos preocupa que no tengamos nada mejor que ofrecerles como sociedad. Lamentamos su muerte, pero es precisamente esta la que hace que su caso importe, se repudie, no quede en el silencio y se les dignifique como víctimas y no como meros números deshumanizantes. Nos indigna que las múltiples violencias a las que son sometidas las mujeres a diario terminen en la tumba, aunque en vida se perpetúen una y otra vez, normalizándolas y justificándolas.

En una sociedad en la que la víctima de violencia sexual es culpabilizada, en la que no existe una institucionalidad que garantice que los casos como el de Alejandra no queden en la impunidad, que no cuenta con un aparato de acompañamiento psicológico integral y eficaz que minimice los efectos traumáticos de la violación, tal vez sí sea mejor estar muerta.

 

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