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Fui a un bar swinger y me sentí en una fiesta de motel

"A los dos minutos volvió y me dijo “esto es un motel público, no pasa nada”. Decidí ir por mis propios medios y comprobar a qué se refería".

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Shock

Foto: iStock

Ahí estaba, entrando por una puerta casi invisible para el resto de la gente que frecuenta a menudo la zona rosa, en medio de dos de los bares más famosos del sector y acompañada de mi amigo de aventuras. Nos acercamos a una puerta blanca escondida bajo una fachada de casa antigua y con letreros de una boutique, timbramos dos veces como si fuera la clave en una película de villanos, tras un segundo respondió un hombre con unos cuantos kilos de más, poca estatura y un sentido del humor que creo solo disfrutaba él.

Todavía no me hacía a la idea de lo que iba a hacer, estaba en medio del moralismo pendejo que se apodera de mi cabeza en algunas ocasiones  y el amarilísmo por conocer lo que pasaba dentro, empecé a recordar algunas películas y series en donde de alguna manera mencionaban los bares swinger y el intercambio obligado de parejas. Tenía miedo. Me preguntaba ¿cuál sería mi reacción si alguna de las chicas del lugar se me acercaba a intentar venderme a su acompañante? Y pensaba en mi amigo ¿y si le gusta alguna chica y se va con ella, me toca a mí acompañar al sujeto con el que esté? ¿y si el man es feo, si tiene 60 años, si yo le gusto mucho? ¡Yo no quiero tener sexo con nadie! 

Subimos varias escaleras hasta llegar a una puerta negra decorada con varias luces doradas. Bastante mañé, pensé. En ella una pareja de meseros nos recibió con un trago que tomé como si no hubiere bebido agua en siglos, a ver si se me calmaban los nervios o si me arrepentía de una vez. Nos explicaron las reglas: “la entrada cuesta 80 mil pesos por persona. Son 15 mil consumibles, solo vendemos botellas, no tragos, la ropa la deben dejar en los lockers que se encuentran al costado derecho de la entrada principal. A ella le damos una moña para que se recoja el pelo y pueda entrar a las zonas húmedas. Usted puede cambiarse en el vestier. Para ambos: hay una toalla y unas sandalias en su locker. No pueden entrar celulares, cámaras, ni cualquier objeto para grabar video”.

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"Tres canciones más y a ninguno de los dos les quedaba ropa, solo aceite y crema que se ponían en el ombligo para que algún arriesgado los lamiera". 

“Si aceptan las reglas, bienvenidos”. Mi amigo me miró con cara de: “ahora no vaya a dañar el parche” a lo que respondí: “está bien pero no me voy a quitar la ropa”, el mesero se rió y mencionó que no era una obligación: “es solo para que estés más cómoda”. Finalmente decidí que era hora de dejar los prejuicios que tanto crítico de lado y entrar. Nos topamos con la barra, un espacio de no más de 3 metros alumbrado con dos o tres lámparas led doradas, acompañadas de botellas de varios licores y muchos espejos, una caja para llevar las cuentas bastante vieja y una mesera vestida muy sutil para un bar en el que desde la entrada le están pidiendo a uno que se quite la ropa. Allí había una pareja, estaban tomando cócteles, mientras me miraban fijamente. “Mierda aquí fue”. Pensaba mientras con una sonrisa falsa les pasaba por el lado para dejar mi bolso en el locker que me habían asignado. 

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Saqué la toalla que estaba dentro de él, las sandalias y puse mi bolso. Una vez más, creí que estaba loca por haberme metido a un lugar de esos. No sé cuánto tarde en mis pensamientos pero hasta allá llegó mi amigo “Mrk salga ya o pa´ qué pagamos”. Él parecía tan cómodo en el lugar que hasta sentí envidia. “Me estoy haciendo a la idea” dije, empecé a caminar hasta la entrada donde se supone estaba toda la acción y pasé nuevamente por la barra, la pareja se seguía secreteando y volvieron a mirarme. “Ni lo crean” pensé.  Nos señalaron las entradas a las zonas húmedas y empezamos a caminar por un corredor ambientado con luces azules. A la derecha había un jacuzzi gigante con espuma, y frente a él, una barra de pole dance, seguidos varios sofás en donde ya estaba sentadas varias parejas, le pedí a mi amigo que escogiéramos el espacio más alejado y solo. 

Nos sentamos, miraba a mi alrededor a las personas que nos rodeaban y la complicidad con la que se besaban, todos sabían a lo qué iban esa noche. A lo lejos escuchaba el reggaetón con el que el dj de turno estaba tratando de amenizar la fiesta, mientras veía como una mujer de unos 25 años de edad coqueteaba con su acompañante y metía la mano dentro de su bragueta.  Mientras tanto en la mesa de al lado, un grupo de amigos se reía y hablaban del trabajo. A mi izquierda una mujer con un vestido rojo se levantaba la falda mientras le coqueteaba al calvo con el que iba y tras ellos una mujer de unos 35 años de edad se quitaba la ropa frente a su acompañante, creo que la música les estaba haciendo efecto. Y ahí estaba yo, sentada con mi amigo tomándonos una botella de vodka con limón y esperando que algo extraordinario pasara. 

"A los dos minutos volvió y me dijo “esto es un motel público, no pasa nada”. Decidí ir por mis propios medios y comprobar a qué se refería".

El reloj marcó las 12 y cual sirena de bomberos se encendieron las luces del lugar, a lo lejos se escuchó una voz gruesa pidiéndonos que aplaudiéramos al show principal de la noche. De la nada, un man musculoso y una vieja de tetas grandes aparecieron vestidos de “tigres” y empezaron a bailar. Tras una canción, el hombre se acercó a una de las chicas que rondaba el bar, la llevó hasta el tubo de pole dance y le empezó a quitar la ropa, le bailaba “sexy” mientras le llenaba el abdomen de algún aceite. Detrás de él, la otra tigresa, se quitaba el brasier y metía en medio de sus senos la cabeza del calvo que estaba sentado a nuestra izquierda. 

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Tres canciones más y a ninguno de los dos les quedaba ropa, solo aceite y crema que se ponían en el ombligo para que algún arriesgado los lamiera. Entonces, una de las chicas del lugar se animó a quitarles el spray de chantilly, se acostó en el sofá y llenó sus partes intimas, le pidió a su acompañante que la lamiera y así terminó el show de los dos “tigres stripticeros”. La música volvió a sonar. Era una salsa y una a una las parejas empezaron a levantarse de la silla, mientras se dirigían a unas escaleras que estaban detrás de del Jacuzzi. ¿Qué estará pasando?, pensé. Mi amigo se levantó primero que yo y salió detrás de todos casi en fila india. 

A los dos minutos volvió y me dijo “esto es un motel público, no pasa nada”. Decidí ir por mis propios medios y comprobar a qué se refería, bajé las escaleras y me topé con dos sofás blancos y 4 camas negras. En ellas, todas las parejas estaban teniendo sexo. Una al lado de la otra. De fondo sonaba el Grupo Niche acompañado de los gemidos de la mujer de vestido rojo, quién estaba encima de su acompañante. Todos muy fieles, con su respectivo acompañante, ni se atrevían a mirar a los de al lado, solo disfrutaban de lo que estaban haciendo y ya. Del cuarto fueron saliendo poco a poco algunas parejas mientras abandonaban el lugar.

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El reloj marcó las 2, el jacuzzi se llenó de parejas desnudas que hablaban entre ellas. De la comida, del trabajo y de sus intereses. “Que reunión tan amena”, pensé mientras me dirigía al sauna que estaba abandonado. Hice uso por fin de la toalla que me dieron y entré a relajarme y a pensar en las mil y un mentiras que me metí en la cabeza cuando entré a ese lugar. En la acción que faltaba y en el mundo de plata que deben recoger los dueños por montar un “disco-motel”.

Creo que me vieron muy sola y las parejas entraron al jacuzzi. La mujer del vestido rojo parecía liderar a la manada, quiso saber mi nombre. Mentí. Me preguntó por mi acompañante, recordé que iba con un amigo y lo busqué, a lo lejos ya se había cambiado y me hacía señas de “vámonos”. Unos minutos después entró la mesera y nos ofreció un trago: “invita la casa”, nos dijo. Lo recibimos mientras una de las chicas se quejaba por el lugar, el calvo decía que no era colombiano y su acompañante afirmaba que la fiesta en Barcelona era mucho mejor. Decidí irme de ahí, corrí al vestier, organicé mis cosas mientras escuchaba al dj decir “son las 2:30am. Es hora de cerrar”. 

Caminé a buscar a mi acompañante, quien refutó “son los 80 mil pesos más mal invertidos en la historia”. Sonreí y salí. 

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