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¿Se embolató la paz en Colombia?

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Lo esperado.

Por: Andrés Páramo Izquierdo // Foto: AFP

Eran de esperarse los obstáculos a los que hoy se enfrenta el proceso de paz que se negocia en Cuba con las Farc: ese estado que los expertos denominaron como “la cuerda floja”, y que tiende un manto de duda sobre una institución que, a todas luces, es la más rentable y sólida de las que se ha inventado el gobierno de Santos. Es por eso que lo reeligieron, mucho más allá de sus cacareadas decenas de políticas que él mismo –y sólo él y su séquito de subalternos- denominan como históricas, o sus alfiles endulzados con la mermelada de los cupos indicativos. Fue la paz: un mandato concreto para que los diálogos siguieran el ritmo con el que vienen. 

Son muchos, insisto, los obstáculos: los dientes del procurador Ordóñez y su avanzada de conjeturas y análisis sobre el futuro jurídico de lo que aquí se pacta; el temor de las fuerzas armadas de estar desprotegidas ante el enemigo; la lentitud misma de la mesa y sus declaraciones de principios que, por un hermetismo razonable, llegan a una desenfadada población colombiana, ávida de resultados; los “enemigos agazapados de la paz”, quienes sean y donde estén; y Uribe. Siempre Uribe. En todas partes y por cada minuto político que pasa en este país, Uribe.

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Pero las que más hacen por torpedear todo, con ganas y poca inteligencia, son las Farc: ahí las vimos matando a una niña de 2 años en Cauca, justo cuando queda poco tiempo para que se discuta el tema de las víctimas en la mesa de La Habana. Y la guerrilla, tan cínica y leguleya como siempre, va sacando a puñados un reguero de comunicados en los que, con su enrevesado lenguaje, invoca cosas que nadie entiende y que nadie pide: que el Derecho Internacional Humanitario y que los crímenes del Estado contra ella y que su acción guerrillera justificada y que el pueblo partidario de su lucha. Lo que pide la sociedad es que cese la guerra. Los atentados infames y sus grandilocuentes palabras son inaceptables. Sobran.

Haciendo uso, entonces, de la vieja estrategia de mostrar su fuerza ante el enemigo (esa aberrante técnica de matón de colegio) fue que sacaron por fin a Santos de sus estribos. Pero, sobre todo, de sus principios: el presidente mezcló en un discurso público la guerra que sigue con la paz que se negocia, y salió a decirles que estaban jugando con candela. Advirtió que la negociación podía terminar, cuando ni siquiera ha empezado su segundo mandato, el de la paz, que le debe a sus apáticos votantes. Se delicó.

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Una institución tan blindada como la negociación puede aguantar este tipo de manoseos. Está planteada para eso. Pero no es poco lo que falta por acordarse y la paciencia de quienes finalmente terminen dándole el aval democrático es, esa sí, muy limitada y vulnerable a los actos de las Farc: ya tuvimos suficiente de las balas y las bombas y los secuestros. Si de algo sirve este proceso (y claro que incluyo la fundamental verdad de ambas partes y la ineludible reconciliación con la sociedad), es para quitarnos ese dolor de cabeza de encima y salirnos de la adolescencia política en la que estamos sumergidos hace 50 años.

Que se respete el diálogo. Marcha atrás no hay.  

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