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Yo fui sirvienta, a lo Downton Abbey

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Texto: Vanessa Ruggiero
Fotos: John-Paul Bichard

Este noviembre, unas 140 personas viajamos a la Inglaterra de 1914 para revivir los tiempos de Downton Abbey.

Hay series, películas y libros en las que uno quisiera quedarse a vivir. Para sumergirse en esos mundos paralelos, hasta hace poco uno podía contentarse con un maratón de “play” y “stop” -en DVD, por internet o frente a la consola de juego-, leer y releer determinado libro, e incluso escribir ficción. Sin embargo, en el último año, un grupo de jóvenes daneses y polacos han estado trasladando esos mundos fuera del papel y las pantallas a juegos de rol diseñados para cientos de personas.

Empezaron con el popular Harry Potter. Y continuaron con la serie de televisión Downton Abbey. Gracias a ellos, ahora puedo decir que pasé un fin de semana en la Inglaterra de antes de la Primera Guerra Mundial. Por ellos –los organizadores Rollespilsfabrikken y Liveform- viajé cien años en el tiempo y me convertí en Veronica Howling, una sirvienta primeriza que vistió con faldas y corsés a artistas y mujeres nobles, hizo equilibrio con bandejas y pulió cubiertos de plata para la celebración de los 60 años del Duque de Fairweather Manor. 

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Allí mi jefa directa era el ama de llaves, la señora Cooper. Una mujer severa de pelo gris, con gafas doradas en la punta de la nariz y tintineo de llaves al caminar, que castigó con ‘bofetadas’ a una criada por su descaro: descansar en el alféizar de la ventana en el apartamento del Duque de Fairweather. 

¿Me habría golpeado si me hubiera escapado en el corre corre del almuerzo para dar una vuelta en el único carro a motor que conocíamos? Mis compañeras no paraban de hablar del automóvil, la novedad de la fiesta, pero Cooper inspiraba temor. “¡Es muy rápido!”, decía alguna, intentando convencer a otra de que diera un paseo en él. “Huele mal, como a chimenea”, comentaba alguien más. 

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En esos dos días aprendí del estricto –y valga decir, absurdo- protocolo inglés. No debía mirar a los ojos a los nobles, ni dirigirles la palabra sin su permiso, y si me atravesaba en su camino en el interminable palacio de cuatro o cinco pisos, mi obligación era hacer una pequeña reverencia y pegarme a la pared. Además, a las órdenes de la señora Cooper y el mayordomo, el señor Derbyshire, todos los sirvientes respondíamos en coro como si estuviéramos en segundo de primaria, “sí, señora Cooper”, o “sí, señor Derbyshire”; y si estos últimos o los aristócratas entraban en un recinto mientras nosotros estábamos sentados comiendo, jugando cartas o leyendo un ejemplar del libro “El sirviente decoroso”, debíamos levantarnos de la silla hasta que nos dieran otra instrucción o salieran del salón.

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Se imaginarán que la vida de levantar vasos y platos de aristócratas estirados podía tornarse agobiante. Por fortuna, podía darle “pausa” al juego y refugiarme en el dormitorio o en el cuartel de los organizadores, un salón off-game. Allí tenía libertad para descansar y revisar el teléfono. Otros jugadores, admirables ellos, preferían dormir en habitaciones in-game para sumergirse por completo en 1914. Es decir: se olvidaban de celulares e internet, se acostaban con un pijama de la época y si compartían habitación, pretendían todo el tiempo que aquel desconocido o desconocida era un familiar, un amigo o un compañero de trabajo. 

¡Escuché tantas historias en los corillos! Un poeta estaba enamorado de una criada, otra descubrió que la señora Cooper era su madre, una más había recibido una propuesta de trabajo de una baronesa, otras satanizabas a las mujeres con pantalones y oí que un lacayo planeaba renunciar para casarse. En este tipo de juego de rol, me explicaron después off-game los daneses Hans Christian y Charles Bo Nielsen, las historias se crean colectivamente y cada uno es “protagonista de la suya”. Yo, Veronica, sin montarme un novelón, me contenté con disfrutar mi primer baile para sirvientes organizado por el generoso Duque: admiré una danza escocesa de campo perfectamente coreografiada, y bailé un vals con un noble alemán. 

Pese a las innumerables historias individuales, existía un guion, una guía básica de eventos de dónde escoger: cita en la capilla en la mañana, comidas, visitas al cementerio o los jardines, bailes, y actividades intelectuales –conciertos, absenta, recitales de poesía, discusiones políticas-.Y estaban además los acuerdos tácitos o reglas del juego: si a una orden yo respondía “Muy bien señor, los otros sirvientes lo harán” quería decir, no quiero hacerlo, y “Preguntaré abajo” significaba “le diré a los organizadores que lo hagan”.

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Ningún participante en realidad viajó físicamente hasta Inglaterra. Todos los jugadores –¿cuenta el clima lluvioso como asistente?- simulamos estar en algún lugar de Gran Bretaña, y no en un castillo en el sur oriente de Polonia. Y como se trataba de pasar un rato de ocio, el trabajo real de preparar y lavar los 140 platos de los invitados estuvo a cargo de los empleados del hotel/palacio, disfrazados como nosotros o vestidos de negro. Con nuestra inexperiencia y desorden, ¿los jugadores-sirvientes realmente ayudábamos o poníamos pereque?, le pregunté a Justyna, una polaca que trabaja en el castillo: “Sin su colaboración –recogiendo platos y vasos, haciendo las camas-, habríamos tenido más trabajo. Estoy feliz de poder ver algo así. Es como si el palacio reviviera su historia”, dijo.

Ya están abiertas las inscripciones para una segunda versión de este juego en abril. Si va a estar por Europa para esa fecha, puede registrarse en esta página para meterse “dentro de la película”, como diría Johanna Koljonen, escritora y jugadora de rol. 

Puede encontrar información adicional sobre el juego en la página www.fmlarp.com.

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