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A la defensa del tropipop

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A finales del 2005 la industria musical de nuestro país estaba a punto de recibir uno de los géneros más importantes e impactantes de los últimos años. Para ese entonces, Carlos Vives ya había empezado a construir las bases de aquel sonido tan hermoso, autóctono y nuestro con un disco titulado “El Rock de mi Pueblo”. Bacilos, por su parte, ya había presentado “Mi primer Millón” y bandas como Qarto Aparte empezaban a dar pistas de lo que vendría meses después con un puñado de bandas juveniles. 

Gracias a ellos y a los fenómenos juveniles que venían de otras latitudes, la cantera de bandas gestadas en colegios de Bogotá se volvió clave para la construcción y consolidación del género naciente. “Nuestro arranque no fue común en la música. Nació como un éxito, porque no había nadie detrás de nosotros, solo un grupo de amigos de colegio que se reunían a hacer música para levantarnos a las niñas de los colegios” afirma Alejandro González, líder de la agrupación Bonka y tal vez la última banda existente de la primera generación del Tropipop. “Éramos unos pelaos y era nuestra forma de distraernos y de pasar tiempo con nuestros amigos. Formamos la banda porque nos gustaba la música y sólo pensábamos en pasar bien”, añade Mauricio Tejeiro vocalista de Majua.

Esa generación nació por la inquietud de hacer música, por llenar un espacio vacío que había por debajo de los artistas ya consolidados y que se alimentó del sueño de cualquier joven con un instrumento: compartir su arte y sus experiencias más allá de una codicia comercial. El Tropipop nació naturalmente. Como una respuesta inherente a toda aquella carga cultural y musical que llevamos en el ADN; no importa de qué parte del país sea cada uno de nosotros, inevitablemente, llevamos la misma cumbia, el mismo bundé, el mismo porro y el mismo vallenato por las venas.

“El  Tropipop  nació  naturalmente.  Como  una  respuesta  inherente  a  toda  aquella carga cultural y musical que llevamos en el ADN.”  

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“Las canciones eran de vivencias de nuestro día a día. Me gustaba una mona y quería levantármela. El tema del problemón: las que me gustaban no me paraban bolas y las que no, me buscaban” continúa Alejandro, compositor de la mayoría de los cinco sencillos número uno de Bonka a lo largo de su carrera. Eran esas historias las que conectaban y no podían ser otras, pues el contexto de quienes componían e interpretaban eran precisamente esas. Y así como lo dice Camilo Rivera, actual guitarrista de Consulado Popular y ex acordeón de Sin Ánimo de Lucro: “No hay historias más sencillas que las del Vallenato y nunca nadie ha jodido con que Alejo Durán cantaba  mal o tocaba mal. Pero el man contaba historias de su pueblo, de su cultura; era un juglar”. 

El error más grande que cometimos en contra de un género que era nuestro, fue haberle apuntado por el simple hecho de que quienes lo hacían no habían estudiado música. “No podemos pretender ser un Mozart a los 15 años. No es que no nos importara estudiar y hacerlo responsablemente, lo hacíamos, pero éramos unos pelaos y arrancamos sin estudiar; ya cuando todo fue creciendo todos estudiábamos en la EMMAT. Y hoy muchos de nosotros somos grandes músicos”, afirma Alejandro quién, además de su proyecto, actualmente produce a varios artistas internacionales.

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Más allá del innegable éxito del género en la radio a manos de Mauricio y Palo de Agua, Bonka, Sin Ánimo de Lucro, Wamba, Jerau, Majua, Fonseca y Carlos Vives, entre otros, el Tropipop tenía la magia de identificarse con los jóvenes. No era un género de protesta social ni tampoco un género con letras demasiado elaboradas; era un género para divertirse, erróneamente tildado de banal, pues tenía en su esencia una enorme carga cultural y musical propia. “El Tropipop es una búsqueda de nuestra identidad musical; es una evolución de nuestra cumbia, de nuestro porro, de nuestro chandé. El género no se ha acabado, solo va mutando. Es lo que hace toda la gente en Latinoamérica y para mí sigue más vivo que nunca”, afirma Mauricio y Palo de Agua. 

“Hace año y medio viajamos a Ecuador a una gira de seis ciudades y tuvimos cinco llenos, cada uno de 600 o 700 personas más o menos y además, cuando no estábamos tocando, sonaban canciones de Bonka y Sin Ánimo y la gente las cantaba a rabiar. Al tropipop quisimos darle de baja acá, pero eso no impidió que cruzara fronteras.” cuenta Juan Pablo Jaimes, guitarrista de Wamba quien soporta el presente de un género que tal vez no esté tan muerto como parece: “El Tropipop está en su furor en Latinoamérica. Yo voy a países centroamericanos y es una locura. Y acá hicimos una gira de reencuentro y es un éxito. Tocamos en Manizales y no cabía un alma”.  

El Tropipop es una mutación hermosa del folclor de nuestro país. Es el  resultado inesperado de la exploración musical, de la ingenuidad artística, y de la belleza que contienen los sueños de aquellos jóvenes que salieron a tocarlo y a compartirlo. De un momento a otro el Tropipop dejó de ser un movimiento de colegios y se convirtió en un género que alimentaba el sentimiento de colombianidad; combinaba perfectamente con el sombrero “vueltiao”, con el amarillo, azul y rojo y nos recordaba que, a pesar de los 50 años de guerra que llevamos, tenemos la sangre llena de tradiciones afro, de tambora, de llamador y de acordeón. “El Tropipop era el folclor colombiano desde la interpretación de los jóvenes”, afirma Camilo Zapata, bajista de Wamba. 

“El Tropipop tenía la magia de identificarse con los jóvenes. No era un género de protesta  social  ni  tampoco  tenía  letras muy elaboradas;  era  un género para divertirse, erróneamente tildado de banal”. 

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Bandas juveniles se apoderaron por más de 4 años de los conciertos, festivales, fiestas de colegios y universidades y de los reproductores personales. Parecía que habíamos encontrado en esos exponentes una nueva generación de artistas con una carrera prometedora. Parecía que por fin íbamos a hacerle honor a nuestras raíces, a nuestro folclor y a la verdadera fusión nacional, pero no. Todos los involucrados en el proceso del Tropipop, nos dejamos enceguecer por una cantidad de eventos que cambiaron la percepción de la gente y amenazaron la existencia de algo que nació en nuestro país. “Es una naturaleza colombiana querer tirarse al otro. Arrancó una rivalidad con las bandas que no eran del movimiento. A esto se le sumó un movimiento viral de gente influyente y que no sabemos por qué, inició una campaña en contra del Tropipop gestada por Julio Sánchez Cristo y otros músicos mucho más preparados que nos criticaban por nuestra edad”, recuerda Alejandro.

A pesar de las circunstancias y que tanto los medios, como los artistas, las bandas –muchas de ellas ya extintas– y el consumidor en general le hayan dado la espalda al género de alguna u otra forma, el Tropipop sigue estando vivo no solo en la historia musical y en especiales editoriales como este, sino en el exponente musical más importante que tenemos hoy en día: Carlos Vives. 

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Podríamos sacar muchas conclusiones. Una puede ser que el tropipop se vio amenazado por una mafia que por alguna razón intentó enterrarlo. Otra puede ser que los mismos artistas se asustaron y empezaron a mutar hacia otros géneros. Lo que nunca vamos a poder negar es que el Tropipop fue clave no sólo para que la música folclórica llegara al mainstream y a las nuevas generaciones de la época, o para ratificarnos el inmenso poder de los circuitos musicales en el desarrollo de la industria musical, sino para hacernos caer en cuenta que somos muy buenos destruyendo lo nuestro.

Tal vez pudimos haber sido más tolerantes y entender que la música es un proceso subjetivo, de gustos y de sensaciones personales. Tal vez debimos haberle dado el valor que realmente tenía: que era nuestro y como nuestro debíamos protegerlo. Ahora, diez años después del boom debemos dejar de creer que merecemos copiar las propuestas foráneas antes de aceptar las raíces que recorren nuestra sangre. Tal vez debamos aceptar, de una vez por todas, que somos moldeables y manipulables.  Y finalmente debemos entender –como alguna vez debimos– que el Tropipop es nuestro Pop.

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