El 17 de febrero de 2018 estuvimos en la séptima edición del Jamming Festival. Un evento que hoy por hoy es, sin duda, uno de los referentes para el reggae y los ritmos afrocaribeños en el continente.
En una escena con muchos proyectos y mucha historia, pero aparentemente dispersa e intermitente, y sin mucho lugar en los medios, lo que ha hecho el Jamming es aleccionador.
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Primero, porque es una prueba certera de que la música afro no se reduce a un par de géneros: si bien el reggae es la punta de lanza del festival, la raíz afro en Colombia tiene mucho para aprender, fusionar y abrirse en público y ritmo; el reggae no se puede quedar quieto. Segundo, porque pasar de los 4.000 a los 20.000 asistentes en solo siete ediciones no solo es un indicador del crecimiento disparado, habla de un cerco que se puede romper: la música que por muchos años ha llevado la etiqueta de underground también puede ser masiva. Y tercero, porque mezclarse en la escena reggae y abrirse campo fuera de ella ha sido un trabajo muy rudo: el Jamming está llamando nuevo público, una labor que, sea como sea, va a hacer crecer la movida.
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