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25 años del bautizo de fuego del rock en vivo en Colombia

Las palabras de quienes estuvieron allí y jamás pensaron que contarían el cuento.

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Chris McKay/Getty Images

Por: Fito Hamann /@chegabonieto

Gustavo ya sabe que va a perder quinto de bachillerato pero prefiere evadir ese pensamiento. En su billetera lleva la boleta de 30.000 pesos (el equivalente a unos cuatro o cinco discos compactos originales) que le asegura un lugar en la localidad de Gramilla, y que compró hace unas semanas en medio de la incredulidad. Cada año los medios anuncian la visita de una gran banda y nunca pasa nada. La fe también se agota. Junto a él camina Juan Diego, uno de sus mejores amigos en el Colegio Patria de Bogotá. Se dirigen hacia el final de la fila, que a las siete de la mañana del domingo ya rodea a El Campín. A esa hora aún hay personas desmontando las carpas en las que durmieron la noche anterior. El asedio al escenario deportivo es todavía un rumor, el susurro de una emoción exhausta que comienza a recobrar el aliento. Aún faltan más de dieciséis horas para que un joven de Lafayette, Indiana, bautizado como William Bruce Rose, y quien ha sido arrestado treinta veces, tantas como años en su edad, lance el primer alarido de la noche, poniendo así la primera piedra en el panteón de los grandes conciertos de rock en Colombia.

Para el mediodía, cuando Gustavo y Juan Diego empiezan a combatir el hambre a punta de papitas de paquete y coca colas en lata, Viviana recupera algo de sueño con una siesta en su casa en Armenia, después de haber atravesado una larga noche llorando y odiando a su papá. Viviana no es una admiradora cualquiera de la banda que va a salir dentro de unas horas a una tarima sin techo bajo amenaza de lluvia. No, Viviana es más que eso. Ella idolatra al vocalista del grupo. A sus catorce años siente que lo ama, y que es el único hombre sobre el planeta que con su sola existencia la hace feliz. Es por eso que desde hace más de un año sus amigas, sus compañeras, y hasta sus profesores, han cedido ante su terca insistencia y han aceptado comenzar a llamarla Viviana Rose. Ahora duerme con una de sus características camisa leñadoras, abrazada a alguna de las muchas pañoletas que utiliza para parecerse a su amor platónico.

El cielo capitalino ennegrece ante el acecho de nubarrones. La tarde se retira y la falta de experiencia tanto de los organizadores como del público genera contratiempos menores a las afueras del estadio. Gustavo y Juan Diego descansan a unos treinta metros del escenario. En el panorama a su alrededor conviven en armonía la efusividad y el cansancio. En general, se trata de una atmósfera alegre, cargada de energía contenida, que contrasta por completo con el aura de violencia y barbarie con el que los medios de comunicación reseñarán el evento mañana. Siempre ajenos a las voces de las nuevas generaciones, los noticieros suelen encasillar en el cliché todo aquello que escapa a su interés.

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Los medios, acostumbrados a la desinformación en tiempos que aún no intuyen siquiera las redes sociales, van a hacer eco de las creencias de una sociedad que poco o nada sabe de rock, y van a hablar de violencia, excesos y hasta de orgías satánicas. Pasarán años antes de que se mire hacia atrás y se escriban los primeros relatos serios sobre este día. Entonces, sabremos de la mala estrella que rodea a los empresarios que van a quebrarse, terminar de psiquiatra y hasta exiliarse después del concierto a pesar de su éxito en taquilla. Y consideraremos con asombro la responsabilidad de Hugo Chávez en los problemas que tuvieron que resolverse a última hora para que el evento no se cancelara, tan solo dos días después de un intento de golpe de Estado en contra del mandatario Carlos Andrés Pérez, en la misma semana en que la banda se presentó en la capital venezolana. Debido a problemas de logística con parte del equipo técnico de la banda, inmovilizado en un aeropuerto del país vecino, lo que en un principio estaba previsto que fueran dos conciertos en Bogotá, uno el viernes y otro el sábado, es ahora uno solo reprogramado para hoy domingo.

La noche ya reposa sobre las aproximadamente 28.000 personas que atiborran el santuario de Millos y Santa Fe. De repente, entre la vibrante ansiedad generalizada, un rumor compacto desciende desde las últimas filas, donde un hormiguero humano se apresura hasta lo más alto de la construcción para observar lo que ocurre afuera, en la calle. Gustavo no entiende qué pasa pero a juzgar por la silueta en contraluz de la muchedumbre coronando la tribuna, intuye que se trata de disturbios. Faltan años para que en Colombia haya teléfonos celulares o internet, así que sus sospechas van a corroborarse dentro de algunos minutos, cuando el voz a voz le traiga la confirmación. Miles de personas afuera del estadio ya saben que van a quedarse con la boleta en la mano, excluidos del relato principal. Inconformes, algunos deciden sumarse a pedradas con su propio capítulo.

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Entre las diminutas siluetas individuales que observa Gustavo desde la grama están Andrés y Gloria, dos paisas de 16 y 15 años de edad respectivamente, compañeros de colegio, novios desde hace dos años, y fanáticos incansables del grupo. Ella muere, como la mayoría de las demás mujeres presentes, por el vocalista de actitud feroz. Él, en cambio, admira a tal grado el estilo desenfadado del guitarrista líder, que lleva ya varios meses dejándose crecer el pelo, igual de negro y ondulado, para que éste algún día le caiga sobre el rostro. Ambos corren eufóricos, afectados por una cantidad de aguardiente que serán incapaces de recordar dentro de 25 años, y alcanzan la última fila de la tribuna para ser testigos de los enfrentamientos entre inconformes y autoridades. Andrés observa una mancha de camisetas negras que se dispersa rápidamente ante la embestida de los caballos de la policía, pero a diferencia de Gloria, no va a recordar ninguna tanqueta antimotines. Ambos no tardan en unirse al coro que hijueputea a los policías, pero se dan cuenta de que algunos a su lado han empezado a regresar a sus lugares, más abajo, y deciden hacer lo propio, sin soltarse las manos, bajando con cuidado, liberada ya parte de la ansiedad. Es una ansiedad que se ha acumulado desde que atravesaban, dos días atrás, la inclemente geografía que une a Medellín con Bogotá dentro de un bus repleto de jóvenes que compartían porros y cervezas oyendo de cabo a rabo el Appetite for Destruction, el GN´R Lies, y el álbum doble Use your Illusion. Su idea era llegar a tiempo para el concierto programado para el sábado, pero a mitad de camino se enteraron por la radio de la cancelación y reprogramación de las dos fechas en una sola. En ese mismo instante supieron que ahora se trataba de una maratón contra el cansancio y el nerviosismo. Ante la noticia, algunas de las personas que iban con ellos en el bus decidieron regresar a la capital antioqueña, convencidos de que era mejor esperar un reembolso que aventurarse a seguir el camino incierto.

Faltando pocos minutos para que empiece el show, Gustavo distrae al hambre con un perro caliente, cuidándose de no manchar con salsa la camiseta blanca en la que exhibe una bandera estadounidense junto a una caricatura del rostro de Rose. Al mismo tiempo, Mónica entra al estadio vestida con jeans, botas vaqueras y una chaqueta café de la que cuelgan cordones anudados, y en cuestión de minutos está ubicada en primera fila, junto a la tarima, acompañada de Nelson, un empresario que casi la dobla en edad, el cual ha invertido dinero en el evento y con quien hace poco empezó a salir. A sus 20 años, Mónica, una estudiante de Relaciones Internacionales y Diplomacia de la Tadeo que no fuma ni bebe, es una de las pocas presentes que no es seguidora de la banda. De hecho, prefiere ir a un concierto de Franco de Vita que a uno de rock. Aun así, el espectáculo va a quedar tatuado en su memoria después de que una característica lluvia de noviembre bogotana descienda sobre el escenario sin techo, a riesgo de electrocución para los músicos, en el momento preciso cuando el piano se introduce en la legendaria November Rain. Rodeada de actores y otras personalidades de la farándula que brillan en 1992, a Mónica le causa curiosidad la gran cantidad de pañoletas con las que especialmente los hombres intentan emular al cantante de la banda. Para ella, Rose es un mechudo con falda que no encaja en sus gustos.

En Armenia también llueve a esa misma hora. Viviana Rose está encerrada en su habitación, desconsolada, mientras la historia de los grandes conciertos de rock en Colombia presencia su génesis. Irónicamente, será su padre, el mismo que le negó el permiso para viajar a Bogotá con un grupo de primos y amigos, quien le regale la plata para la boleta del concierto que su amor platónico dará en Medellín más de veinte años después. Falta mucho para eso, y para cualquiera a comienzos de la década de 1990 es inconcebible que la banda regrese a un país al que nunca viene nadie, especialmente debido al miedo por la inseguridad que expresan en este turbulento fin de milenio grupos como Iron Maiden. Para Viviana Rose no hay razones para dejar de llorar. Dentro de 25 años me va a narrar su pataleta sin poder evitar la risa y la pena, aunque en realidad no es mucho lo que va a recordar. Algo siempre se queda, se pierde en el camino.

Guns N´ Roses es en este 1992 la banda de rock más importante del mundo. Hace casi dos años la rompieron ante 250.000 personas en el estadio Maracaná, lo más cerca que han estado hasta ahora de Colombia. Se encuentran en la gira mundial (una de las más largas de la historia, con 28 meses de duración), de sus álbumes Use Your Illusion I y Use Your Illusion II, que alcanzan al tiempo los números uno y dos en los listados del planeta. Su vocalista, mundialmente conocido como Axl Rose, es el símbolo sexual rebelde del momento. Colombia, por su parte, nunca ha sido testigo de un evento musical de tal magnitud. La sociedad cambia al ritmo de una nueva Constitución que le mueve la silla a ese catolicismo sempiterno de mirada torpe que ve a Satanás en todo aquello que no entiende. Y mi generación está lista para reemplazar muchas viejas costumbres, como el conformismo ante la ausencia de grandes eventos en nuestro suelo. Guns N´ Roses llega sobre la cresta de la ola a un país ávido de rock, sediento de la vibración con la que el primer alarido de Rose abrirá el concierto para darle la bienvenida a la selva a la concurrencia.

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Un poco harta del ambiente que la rodea, en el que la cocaína pasa a mares de nariz en nariz, Mónica decide salir temprano y abandona el estadio con Nelson antes de que termine el concierto, antes de la medianoche de este 29 se noviembre. A la salida del parqueadero, un grupo de personas se lanzan contra la camioneta en la que sus seis pasajeros, con excepción de ella, se disponen a ir a una fiesta privada en la que se espera a los integrantes de la banda. La reacción de un grupo de policías les permite abrirse paso y finalmente se alejan hacia el norte de la ciudad. 25 años después, a dos tazas de café de distancia, me va a mirar sorprendida cuando le cuente que a diferencia de lo que ella percibió, la atmósfera del evento más allá de las primeras filas no era pesada ni violenta. En 2017, con un hijo del primero de sus dos matrimonios y convertida en gerente de tiendas de marcas de lujo como Hugo Boss o Versace, me va a hablar sobre los tatuajes de su esposo, los cuales yo intuiré que tampoco le gustaban de a mucho en esa época en la que Axl Rose reinaba entre las jovencitas.

Andrés y Gloria se abren paso a empujones entre una multitud sublimada y extenuada que desanda sus pasos hacia sus casas. A ellos les espera una noche más en la fría Bogotá, en el sofá de un coterráneo cercano a la familia de Gloria al que saben que pueden acudir en caso de emergencia. Mañana no irán al colegio. Sus compañeros tendrán que esperar hasta el martes para oír su versión de la travesía imborrable. 25 años después, a dos pantallas de distancia enlazadas por skype, Andrés calculará los años que habrán pasado desde que terminó con Gloria. Las cuentas no le cuadrarán y no se aventurará a darme un dato exacto. En contraste, los recuerdos sobre Guns N´ Roses en aquel 92 saldrán de su boca con una emocionada elocuencia en tono de pronunciado acento paisa.

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Gustavo atraviesa la gélida madrugada del lunes 30 de noviembre. A sus 14 años de edad, poseído por una sensación de heroísmo tras sobrevivir a la que de repente se le hace una odisea rockera, y olvidada ya por completo la incredulidad de la mañana anterior, deja atrás la zona de El Campín, alfombrada por las piedras que dejaron las confrontaciones. Junto a él la turba expresa una satisfacción generalizada. Juan Diego y él caminan por la Avenida Quito, que cinco lustros después yo reconoceré como Avenida NQS, y llegan hasta la Calle 80, donde finalmente, agotados en extremo, toman un taxi hacia Cedritos. La camiseta blanca con la bandera estadounidense y la caricatura de Axl Rose terminará dentro de unos meses junto a la ropa para ir al gimnasio. 25 años más tarde, después de un almuerzo entre colegas periodistas en mi apartamento en Chapinero, la emoción del recuerdo permanecerá intacta en él a pesar de la nostalgia en su voz. Seguirá gustándole Guns N´ Roses. Igual que a mí. A mis 14 años me conformo con el relato de mis amigos a su regreso a clases en un colegio a las afueras de Cali, después de haber sido testigos de un concierto al que siempre me arrepentiré de no haber ido. Y ese relato es para mí una hazaña heroica. Dentro de 25 años volveré a ella a través de memorias prestadas, cansado un poco de la misma literatura empapada en mitología que abunda en internet, consciente de que todavía falta una pieza en el rompecabezas: las palabras de quienes estuvieron allí y jamás pensaron que contarían el cuento, sin fotos ni videos para apoyar sus recuerdos, en el aún lejano 2017.

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