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Ángel Unfried: "Al compás del son"

El cuerpo de Álvaro José Arroyo está muerto, pero ha hallado la forma de someter otros: parándolos de la silla

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Resulta tan complejo explicar la fuerza de la música del Joe a quien no sea invadido por la alegría al primer golpe de su voz, como definir, ante alguien que nunca haya estado en Barranquilla, lo que significa su pérdida para esa ciudad.

Por: Ángel Unfried 

*Bailador, editor.

Joe Arroyo fue velado y enterrado entre las lágrimas de una Barranquilla que lo amó con alegría, celos y la íntima violencia de los bailadores. Fin de la historia. Está muerto y quizá el mejor homenaje a su memoria sea no seguir desdibujando su vida ni perpetuando en el recuerdo la imagen final o una pálida ficción mediática, sino lo perdurable y auténtico: su música. ¿Salsa? Sí, salsa.

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 El cuerpo de Álvaro José Arroyo está muerto, pero ha hallado la forma de someter otros: parándolos de la silla, haciéndoles presionar play, subir el volumen al máximo, sacudir cada músculo

Vientos altos, percusión africana, voces pregonando. Salsa. Pero también rock, funk, zukus, bolero, socca, cumbia y fandango. Lejos de los grandes éxitos, una canción como nativo, del álbum Hasta amanecé de 1984, revela a otro Joe, más rockero y africano.

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No es el mismo que obliga a azotar baldosa en echao pa’ lante; ni el autor de versos de elemental belleza como “ya viene el amanecer, el rocío humedece mis pupilas al alba”; tampoco es el Joe que exige cierto esfuerzo para comprender sus letras mientras se baila, como en simula Timula, Yamulemau o la indescifrable Las cajas. La experiencia de esta canción, aunque untada de champeta y funk, es más cercana a la de Mary, Tania o Noche de arreboles: música que, en lugar de ser bailada, se escucha en calma, sintiendo que el corazón se aprieta, que se es negro y libre, que uno se queda en una ciudad aunque se haya ido y que todo se lo debe a Dios, al menos durante cuatro minutos y 57 segundos.

Por rarezas como nativo o fusiones como Si so golé, escuchar su discografía es una oportunidad de mirar más ampliamente el espectro de la música del Caribe y volver a las raíces de la salsa para reencontrar en la mezcla el origen del nombre de ese género. Después, cuando por comparación con otros representantes del sonido antillano la excepción resulte demasiado lejana, será necesario nombrar algo que no encaja fielmente en ningún otro lado: Joesón.

 La mejor forma de comprender ese sonido es estrictamente física. Resulta tan complejo explicar la fuerza de la música del Joe a quien no sea invadido por la alegría al primer golpe de su voz, como definir, ante alguien que nunca haya estado en Barranquilla, lo que significa su pérdida para esa ciudad. Lo demás es un tutorial de ritmo y sabor, acompañado por el piano casi triste de Chelito de Castro y una percusión que ataca al compás del son.

No podría afirmar que pa’l bailador sea la canción del Joe que más me gusta, pero tengo la certeza de que es la que más me afecta y cuya letra encuentro más consistente con el ritmo y la experiencia de su música: una orden, un reto, un insulto a la pereza de los pies y las caderas. Al crecer en Barranquilla, donde los niños bailan antes de caminar, ser torpe y alto puede condenarte a una silla solitaria, lejos de nalgas alegres en movimiento, como el muchacho que no sabía cómo bailà’ un son.

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El reclamo de la voz tenor en esa canción es capaz de arrasar el miedo, convertirlo en sudor humeante y transformar todos los lugares en espejos de esa ciudad champetera, salsera, rockera y eternamente joven que adoptó al Joe como hijo y a La Troja como un hogar, para no llorar ninguna muerte y bailarlas todas.

Canciones como Rebelión, La Tumbatecho, en Barranquilla me quedo, La guerra de los callados, alcanzan una intensidad comparable con los segundos finales de sonido Bestial o ¡Agúzate! de Richie Ray y Bobby Cruz, quienes tanto influyeron en su sonido. En esa calentura tropical que el Joesón recrea.

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El baile, incluso más que la música, confirma la estrechez de las palabras para capturar la fuerza primitiva del cuerpo. El cuerpo de Álvaro José Arroyo está muerto, pero ha hallado la forma de someter otros: parándolos de la silla, haciéndoles presionar play, subir el volumen al máximo, sacudir cada músculo, reproducir un eco cantante de su voz, castigar las baldosas y buscar otros iguales para multiplicarse hasta el amanecer.

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