La interminable búsqueda de manifestaciones folclóricas de nuestro país nos llevó en esta ocasión a la trigésima versión del Festival nacional de la tambora en San Martín de Loba, Bolívar. Un destino mágico al cual se llega cruzando el Río Magdalena desde el extremo más meridional del departamento del Magdalena, el municipio de El Banco; un camino en el que se siente toda la mística y la ancestralidad que encierran estas poblaciones.
Por Raúl Riveros
San Martín es uno de los municipios de la Ribera Lobana, donde la música de tambora ambienta el día a día de la población. Esta familiaridad con los tañidos los motivó a que organizaran, hace 34 años, para el once de noviembre, fecha del santo, el primer Festival de la tambora. Y desde ese entonces se generó este espacio al que llegan músicos y curiosos para conocer a profundidad los misterios del baile cantao.
La conformación y consolidación de este tipo de festivales folclóricos ha significado la consecución de recursos e incentivos para que los grupos se presenten y se den a conocer. Sin embargo, la premiación para los mejores representantes de cada categoría los empujó a la competencia; y con ella, a la necesidad de cumplir requisitos para adquirir un mejor puntaje. Un escenario que, se podría pensar, alejaría a los artistas de la naturalidad y espontaneidad con la que estos ritmos fueron concebidos. Pero tanto los músicos como los bailarines presentes en la más reciente edición del festival se mantenían al margen de los premios o sus montos. Era evidente su goce al subir a la tarima y su amor por el folclor.
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Para los que presenciamos por primera vez esta fiesta y apenas nos estamos sumergiendo en el mundo de la tambora ciertas presentaciones, de entrada, parecían confusas. Dependiendo del municipio del que provenía el grupo había características muy puntuales que lo diferenciaban de los otros. Los dos ritmos más movidos que debían tocar, guacherna y chandé, cambiaban bastante y se confundían entre sí. La diversidad se manifestaba también en los instrumentos. Algunos usaban tamborina, otros llamaban currulao o llamador al que popularmente conocemos como tambor alegre; unos tocaban maracas y otros guache; algunos no ponían la tambora en el soporte sino en el suelo y la tocaban sentados con una pierna encima de ella. Con cada presentación comprobamos que la tambora es cambiante, como el río, y que se ha involucrado en cada región de una manera particular.
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La presentación de parejas bailadoras en la categoría infantil fue la que abrió el Festival. En otros lugares hay un grupo de músicos de base que le tocan a todas las parejas, pero acá, gracias a las particularidades folclóricas de cada municipio, no fue así. Cada pareja subía a la tarima acompañada de todo su grupo y exponían ante el emocionado público su majestuosa presentación, que incluía música, baile y canto.
En la música de tambora convergen el tambor alegre, el guache o las maracas y, desde luego, la tambora. Como son instrumentos de percusión, la voz tiene una importancia fundamental, siendo la que determina la melodía de las canciones. Se maneja un modelo responsorial en el cual la voz líder marca la pauta y el nutrido coro le responde los versos, a la vez que anima y acompaña con las palmas. Cada canción presentada es una explosión de júbilo. Las voces están llenas de lamento o de alegría; los coros, que en ciertas agrupaciones incluían niños y en otras inclusive bebés de brazos, se imponían a través de mujeres luciendo trajes coloridos.
Aunque la tambora se escucha en el carnaval de Barranquilla y en las otras ciudades de la costa, las agrupaciones que se presentaron en el festival fueron casi exclusivamente de poblaciones ribereñas, como Tamalameque, El Paso, Gamarra, Pinillos, Barranco de Loba, Hatillo y El Banco, entre otras. La mayoría de músicos de las grandes ciudades se limitan a conocer el golpe de la tambora, pero no la sienten y no se han tomado el tiempo de ir a uno de estos municipios ribereños a contagiarse de todo lo que representa este género musical. Es impensable crecer como músico de tambora sin sentirse atraído por ir a investigar y a convivir en estos pueblos, ya que allí la música es una extensión de la vida misma y sus cantadoras expresan sus emociones a través de ella.
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En comparación con otros festivales, el auge turístico en San Martín de Loba es bajo. La mayoría de asistentes eran los miembros de los grupos que se presentaban y, en general, personas relacionadas con el folclor. Los pocos que fuimos como curiosos compartimos permanentemente con personas de muchísimo talento y supremamente amables, emocionados de mostrar su cultura, de hablar de sus pueblos, de contar anécdotas y de enseñar sus saberes. En medio de las calles de arena, sin carros pero atestadas de motos, se comparten las experiencias alrededor del folclor caribe.
Una muy bonita fue observar la fabricación de una flauta de millo en cinco minutos por parte del músico y luthier Edinson Rodríguez, tamborero de Recelación Pocabuy de El Banco, Magdalena, que cargaba las cañas de carrizo (no usa millo porque es poco resistente) y las herramientas necesarias para construir de ceros este instrumento con una habilidad increíble. Aunque en la Tambora no se utiliza, varias personas quisieron comprarle uno: el folclor caribe es incluyente y sus músicos viven en constante aprendizaje y crecimiento personal.
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Además del concurso de parejas bailadoras hubo también uno de canción inédita y otro de riqueza folclórica, en el que el jurado evaluaba todo el conjunto de cada agrupación. Desde su vestuario, la nitidez y perfección de los instrumentos, la coordinación y sentimiento de la voz principal, el coro y la ejecución dancística. Cada presentación era un momento majestuoso. Los casi veinte artistas en tarima transmitían mucha emoción y gratitud por un espectáculo que, difícilmente, pueda gozarse a este nivel en un escenario diferente.
Pero la tarima no era el único lugar para experimentar el júbilo musical. En diferentes sitios del pueblo uno podía encontrarse con prestigiosos personajes del folclor, oriundos de San Martín de Loba. Ismael Ardila, el homenajeado de la versión anterior del festival, nos alegró un amanecer cuando la parranda se había visto amenazada por un repentino aguacero. Nunca supimos de dónde aparecieron los cueros ni los tamboreros para tocarlos, pero “El pollo”, como se le conoce a Ismael, no nos dejó acostar cantando sus temas y sacándoles versos picarescos a las pocas mujeres que aguantaron la parranda hasta esa hora y que él quería conquistar.
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La tarde siguiente lo volvimos a encontrar disfrutando con propios y extraños, explicando de dónde componía sus versos con su característica sonrisa y su reconocido grito de “agua", para pedir que alguien le brindara cerveza o ron. Nuevamente, aparecieron los tambores, pero esta vez se le juntó su hermana Ana Regina; el otro miembro de la dinastía Ardila, que abandonó un rato la venta de mandarinas y paquetes que tiene en frente de su casa para animar la rueda que se armó. Por diferencias con la Junta Organizadora este año, no se presentaron en tarima, pero tuvimos la suerte de disfrutarlos en este espacio. Siempre será triste que una artista de su talla tenga que subsistir en la vida a punta de rebusque, cuando su aporte al folclor ha sido tan significativo.
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Martina Camargo, otra de las figuras ilustres y oriundas del pueblo, no asistió a esta versión del festival. Lastimosamente, no la vimos en vivo cantando esos temas que llegan al alma, como Las olas de la mar, una hermosa canción que compuso su padre Cayetano.
Faltaban las últimas presentaciones, donde subirían a tarima aquellas agrupaciones clasificadas a la final en cada categoría. Entre ellos un grupo de Barrancabermeja, ciudad que no tiene fama folclórica pero que estuvo muy bien representada por estos artistas que expresaban un goce increíble y un profundo amor por la Tambora.
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Además de los mencionados ritmos de Chandé y Guacherna, los grupos debían tocar Berroche y Tambora Tambora, que es el más conocido y tiene un golpe muerto que da espacio para que en el baile baje un poco, mientras se hacen los giros, ochos y el sombrero y la falda se comunican entre sí para que el hombre entre y salga sin dejar el galanteo y la alegría de lado, a la vez que recorren descalzos el ancho y largo de la tarima.
El maestro Grilbin Sáenz encantó al público con su inconfundible voz en la presentación de su grupo Golpe Malibú, de Barranco de Loba. Fue refrescante escucharlo a él y al resto de cantadoras. Con ese tono de voz natural y fuerte, nacido del monte y de cantarle a la naturaleza. Totalmente contrario al tono actual de muchos artistas comerciales, que se escucha sufrido, forzado y lleno de vanidad.
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Con la nostalgia de sentir que se terminaba el festival vimos las últimas presentaciones en tarima, mientras bailábamos con un poco menos de torpeza que un par de días atrás. Hablábamos y recochábamos con la gente del pueblo y los otros viajeros.
Todos los temas que escuchamos fueron manifestaciones culturales de pueblos que exponen sus costumbres, sus dichas y sus tristezas, para emocionar a un público que añoraría poder convertir su cotidianidad en canciones; que de unos cuantos versos surgiera esa explosión musical y dancística que nos ubica en las aguas del Río Magdalena, en chalupas y piraguas de pescadores y campesinos que encontraron en la tambora su inspiración para alegrarse la vida. Y para que perdure su enorme tradición ancestral.