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La historia no contada del Festival Altavoz

El segundo festival gratuito más importante de Colombia, el Altavoz en Medellín, cumple 15 años de resistencia sonora.

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Cortesía Festival Altavoz

Mientras muchas ciudades de Latinoamérica chicanean con festivales privados como el Vive Latino, Lollapalooza o Rock in Rio, Colombia no solo tiene uno sino dos festivales monumentales públicos y gratuitos que han disparado la música en sus ciudades. Al lado del conocido Rock al Parque bogotano, el Altavoz en Medellín se ha consolidado como un evento de lujo para una ciudad que ha tenido una peculiar y complicada relación con la música. Historia de una resistencia sonora.

Por: Fabián Páez López @Davidchaka

Desde su creación en 2004, Altavoz se convirtió en algo así como el lugar al que se van a graduar los que recogieron por ventanilla el cartón del colegio. Rockeros, metaleros, punkeros, raperos y músicos rebeldes afinaron sus procesos como artistas gracias a una plataforma que pedía a gritos furiosos una ciudad como Medellín.

Cuenta Felipe Grajales, hoy director del festival, que él fue uno de los que hizo la carrera desde la primera edición con su banda de ska: “Yo había ido al festival en 2004. Era un pelado que tenía una banda y cuando me hablaron de Altavoz pensé que había que conocer gente para que a uno lo pusieran a tocar allá. El segundo año abrieron la convocatoria pública: en ese entonces los que nos presentábamos éramos Nepentes, Providencia o De Bruces a Mí. Bandas que hasta ahora estábamos surgiendo. No sabíamos en realidad cómo era la cosa, pero nos presentamos sin siquiera tener idea de cómo hacer un brochure. De hecho, el primer brochure de nosotros iba en una carpeta Kimberly, como si fuera una hoja de vida. Ese año entre todas las bandas nos llamábamos a ver cómo era que se hacía eso. Al final, la primera vez que me dieron transporte y un camerino con comida fue en el Altavoz”.

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Esa primera edición exploratoria de 2004, que solo duró un día, incluía once bandas: diez locales (entre esas Aterciopelados, Coffee Markers, I.R.A, Nepentes, G-98) y una internacional, Kinky. Para la segunda edición, cuando se abrió la convocatoria, la lista se subió a 25. Y ahora, para la celebración de los 15 años, hablamos de un evento con casi 60 bandas distribuidas en tres días para un público que se calcula, por bajito, sea de unas 80.000 personas. Papa Roach, The Adicts, Hepcat y los Ángeles del Infierno encabezan un cartel apto para enmarcar.

Pero más que un ejercicio matemático con cifras que se inflan con el paso del tiempo, lo que ha hecho Altavoz tiene un sentido particular por el hecho de haber crecido en donde creció.

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¿Qué significa formar una escena alternativa en una ciudad como Medellín? ¿Cómo meter en el mismo relato a un tierra que al mismo tiempo es la del punk medallo y la meca del reggaetón? ¿Dónde se encuentran las montañas del metal más agreste y del hip hop de avanzada? ¿Cómo contar la historia de uno de los lugares más conservadores y violentos de Colombia a través de su interminable y crítica producción cultural?

Breve historia de la música en Medellín

Para comprender lo que rodea a todos esos nombres que componen el paisaje sonoro de la capital antioqueña hay que buscar entre las sombras. Dicen que en los 80 Medellín era la capital de la industria discográfica. Casi todas las casas disqueras importantes del país tenían sus sedes en tierras paisas. Sonolux, Discos Fuentes, Codiscos, Discos FM, Discos Victoria, etc. convirtieron a la ciudad en un vigoroso centro de distribución y producción musical. Y poco a poco, esos recintos sagrados para la música popular se fueron abriendo a un nuevo fenómeno: el rock en español.

Si bien en Bogotá la “beatlemanía” había formado desde hacía no muchos años a los primeros hijos del rock, fue también a finales de los 80 en Medellín donde el país empezó a cogerle cariño a nombres como los Toreros Muertos, Alcohol Etílico, Soda Stereo, Enanitos Verdes o Caifanes. Pero esa movida musical rockera traducida al español que se estaba cocinando tenía como telón de fondo la oscura complejidad de la violencia y la política colombiana.

Eduardo Pizano, exministro de desarrollo, describía a la Colombia de finales de los 80 como un país cerrado: “Alfonso López Michelsen llegó a señalarla como el Tíbet suramericano, por su aislamiento con el mundo. Los colombianos solo consumíamos lo que producíamos localmente”. Después de esa etapa, vino la desmovilización del M19 y la apertura económica que impulsó la presidencia de Cesar Gaviria con la Constitución del 91, tan amable con la Colombia multicultural y pluriétnica, debajo el brazo. En ese mismo 1991, Medellín fue la ciudad más violenta del mundo.

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Para los músicos colombianos la apertura económica significó nuevos equipos, instrumentos más baratos y conocer sintetizadores de gama alta, por ejemplo. Pero a la música de Medellín la rondaban otros fantasmas.

Cuenta Carlos Alberto Acosta en las páginas del periódico paisa Universo Centro, que al bar New York New York en Envigado, uno de los primeros en poner a sonar rock en español, llegaba cada tanto la policía y el ejército a quitar la música y hacer requisas hasta que lo terminaron cerrando por completo.

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“Cerraban el lugar si alguno no portaba su cédula, si a alguien le encontraban marihuana o simplemente porque la música estaba muy alta. O solo porque sí. Una vez le preguntamos a un soldado por qué nos la tenían tan velada y nos dijo, ‘es por orden del patrón, el patrón no quiere sitios de vicio en su ciudad’”.

El “patrón” era, desde luego, Pablo Escobar. 

Me cuenta Lina Botero, Secretaria de Cultura Ciudadana de Medellín, que desde la época de Pablo los jóvenes eran los más estigmatizados pero que, desde antes, por la forma en que están conformando las ciudades del país, se venía preparando un caldo de cultivo para la guerra.

“En la época de la violencia, hubo una extensa migración del campo a las ciudades de Colombia. Y las ciudades no estaban preparadas para recibir toda esa cantidad de gente. Si bien el país había vivido guerras, Medellín entró en una que nunca antes había conocido ninguna ciudad del país. Hubo guerras civiles, pero esta era una guerra del narcotráfico contra el Estado. Nos tomamos muchos años en entender lo que estaba pasando. El narcotráfico y las mafias aprovecharon a los jóvenes de los barrios vulnerables y los metieron a la guerra. Por su edad, fueron como kamikazes. Fueron un arma muy potente para el narcotráfico y por eso se estigmatizaron. Los metieron y los insertaron en la guerra urbana. Los estigmatizaron y por eso la ciudad tuvo que reaccionar y buscar alternativas: alternativas que le daba el arte y la cultura y el deporte. En la época más dura, la violencia nos encerró a todos. Literalmente, Pablo nos encerró. Un día sacó un comunicado que decía: nadie puede estar en las calles, ni en aglomeraciones de más de cuatro personas, después de las 7 de la noche. La violencia encierra y lo que hace el arte es que saca a la gente otra vez”.

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Una relación conflictiva

Años atrás, Antioquia fue también un escenario pionero en el mercado de los festivales. En 1971, un hippie amigo de varios miembros del movimiento nadaista, Gonzalo Caro, “Carolo”, visionó en un viaje en ácidos lo que sería el primer festival de rock de Colombia: el festival de Ancón. Una marea de hippies fumadores de marihuana, de pelo largo y pintas que inquietaron a la iglesia conservadora de la época (hasta el punto de que terminaron destituyendo al alcalde que permitió el evento) se movilizó al municipio de La Estrella para celebrar al que luego llamarían el Woodstock criollo. En casi 30 años, fue el único festival grande que hubo en Colombia.

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Ya para finales de los 90, los jóvenes en Medellín habían quedado con el estigma de haber sido la primera línea de la guerra del narcotráfico. Al mismo tiempo, les llovió una sobredosis de nuevas músicas.

El rock paisa había empezado a sonar con fuerza por bandas como Estados Alterados, Ekhymosis o Bajo Tierra. No obstante, cuenta Santiago Arango, director y jurado del Altavoz entre 2008 y 2010, “las disqueras hicieron una mala lectura del rock local y creyeron que iba a pegar más de lo que esperaban; cuando en realidad, la radio comercial solo ponía del 5% de la música de la ciudad. En esa época también fue el proceso 8000, se desaceleró la economía y el negocio a las disqueras no les funcionó. Lo que hizo que, por ejemplo, Elkin de Kraken se desencantara y se mudara a Bogotá”.

Medellín no soportó el movimiento musical que se había cocinado desde los 80 y se agotó. Los bares empezaron a cerrar. El miedo y la reticencia política y económica paralizó por varios años a la ciudad como plaza para la música. Pero por la montaña no solo venteaba violencia y desconfianza.

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Por debajo de las sombras una red de escuelas de música fundada en el 98 estaba formando artistas al tiempo que los barrios se organizaron y autogestionaron movidas artísticas. “Bandas como I.R.A., Fértil Miseria, Frankie ha Muerto o Reencarnación se mantuvieron firmes en la ciudad. Además, a finales de los 90 también cogió fuerza el rap”, cuenta Santiago.

Lo que se venía cocinando antes del nuevo milenio era una robusta camada de proyectos alternativos. Luis Grisales, otro de los encargados de dirigir el festival Altavoz en años recientes, dice que “Medellín siempre ha sido una ciudad muy goda en la que se hace fuerte enfrentarse a un cambio. Lo curioso es que una ciudad tan de ‘buenas costumbres’ haya sido pionera por un festival como Ancón. Pero lo que sucedió después de la época de los narcos fue que, para las bandas, la posibilidad de contar lo cotidiano se volvió una contracultura”.

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El nacimiento de Altavoz

A principios de milenio los conciertos internacionales en Medellín se contaban con los dedos. Mientras que en Bogotá estaban firmes los festivales distritales gratuitos Rock al Parque (1994) y Hip Hop al Parque (1996), en la capital antioqueña se hacían intentos aislados.

Pero fue solo hasta 2004, durante la alcaldía de Sergio Fajardo, que pasó todo y nació Altavoz como un proyecto con muchas patas, pero en el que el festival musical era protagonista. Se reunieron varios sectores del ecosistema musical: melómanos, bandas y productores; se nutrió con proyectos previos como Rock a lo paisa o Mederock y se le sumó a eso el poderoso brazo económico del Estado, que buscaba abrir espacios de convivencia para una juventud que creció golpeada.

Luis Grisales fue jurado del primer Altavoz por convocatoria y, según cuenta, por esos días para nadie era una opción vivir de la música: “Me tocó recibir brochures con los integrantes de la banda escritos a mano en una hoja. Ahora eso no pasa. Lo que hizo Altavoz fue ayudar al ejercicio de profesionalizar. En los 80 o 90 la música era un valor agregado, una actividad extra. Ahora los artistas se dedican por completo a vivir de esto, así sea como roadies, managers o profesores de música. Todo el ecosistema musical creció”.

Desde sus primeros años, Altavoz cumplió con hacer un ejercicio que parecía arriesgado, pero que en últimas resultó formativo no solo para las bandas, sino para el público. Juntar a una marea de metaleros, punkeros, raperos y skateros de las vertientes más radicales en un mismo espacio cohesionó la escena alternativa. "Hubo un año que programamos a Anvil de heavy metal en el mismo día que Misfits, de punk. A mucha gente le preocupaba que los juntáramos, pero fue maravilloso. Tuvimos a Das FX, uno de los grandes del rap, con The Exploited, uno de los grandes del punk. Y fue muy tranquilo. Fue un trabajo de encontrarnos. En Altavoz nadie permite que la gente se pelee. El mismo público y los artistas se encargan de que eso no pase”, cuenta Felipe Grajales.

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Si bien la música no tapa todo lo que pasa en Medellín, no se puede negar que después de Altavoz la ciudad recuperó su lugar como plaza musical. El radar de eventos se amplió. Uno se encuentra festivales privados y públicos que abarcan todo el espectro sonoro. Por mencionar algunos, así por encima, están el Breakfest o La Verbena; grandes fiestas de la electrónica como el Life Park o el Freedom; festivales estatales como Festiafro o el Festival Internacional de Tango y hasta un circuito alternativo y experimental para nuevas bandas como El Suiche.

Al mismo tiempo que crecieron los escenarios, Medellín se hizo también epicentro de producción de un movimiento global al que hoy le dicen género urbano, pero que detonó en el mundo en 2004, el mismo año que nació Altavoz, cuando salió un disco definitivo: Barrio fino, del puertorriqueño Daddy Yankee. La placa traía incluido el sencillo La gasolina, el inspirador de la próspera industria del reggaetón paisa, que también surgió al filo de las ciudades con una estética barriobajera, pero que se incorporó al paisaje global.

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Dice Luis Grisales que Altavoz “promovió que los músicos se acostumbraran a pensar en grande, a no resignarse. Y eso lo tienen claro desde los artistas que van al Altavoz hasta un reggaetonero que es diferente a todos, como J Balvin, que se prepara profesionalmente y tiene muy claro su objetivo. Que hoy haya tantos músicos de tantos géneros, viejos y nuevos, se debe a muchas cosas. Una de ellas, que en la música explotó ese espíritu de negociante que tiene la gente de Medellín”.

La decimoquinta edición de Altavoz, un festival ya madurado y con una propuesta robusta, la recibe una Colombia en la que se rumora que cualquier producto o servicio tendrá un 19% de iva y en la que los jóvenes protestan preocupados por el futuro de la educación pública; una Antioquia que meses atrás, en la elección presidencial, puso el 71% de sus votos para elegir al presidente que representa el ala más conservadora de la política colombiana, el que traía entre sus filas a un tipo que quemó libros y a la autora de la célebre frase “estudien vagos”, lanzada a unos jóvenes que protestaban; y una Medellín que, además de ser la meca del reggaetón, tiene un festival al que más de 80.000 personas van durante tres días a romperse la cara en un pogo o cabecear con las rimas de un hip hoppero.   

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