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Willy Vergara: "Al genio se le perdona todo"

Era un líder de su raza

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A pesar de su vida convulsionada, Joe Arroyo fue un superdotado, poseedor de un estilo único, que pagó muy caro el precio de la fama y el éxito.

Por: Willy Vergara @maestrowilly

*Hombre de radio, melómano consumado y biblia musical de Colombia

Conocí a Joe en 1975. Yo andaba de visita en la Feria de Cali y él estaba actuando con Fruko y sus Tesos. No sé cómo lo logré pero me fui hasta donde Fruko actuaba y lo convencí de cancelar una de las fechas de la Feria y de tocar para nosotros en una fiesta de matrimonio, el 31 de diciembre, cerca de un rumbeadero caleño famoso en los 70 llamado El Arca de Noé. Esa vez, la parranda duró hasta el amanecer. Tres años después volví a contratar a Fruko y sus músicos para que tocaran en mi discoteca, La Disco, ubicada en la 116 con 19 de Bogotá. Fue una noche estupenda en la que Joe demostró sus cualidades como showman, con su afro, sus aretes, sus chalecos y su figura imponente. Poco después el Joe abandonó a Fruko para formar su propia agrupación. Entusiasmados, en 1981 decidimos volver a contratarlo como la atracción central de una rumba caribeña, para la cual decoramos el lugar con motivos del trópico: colgamos piñas y cartones en forma de palmeras, vestimos a los invitados y organizadores con camisas y collares hawaianos y servimos los licores en cocos.

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Queríamos que fuera el evento del año. Tristemente, sin embargo, el Joe nunca llegó, y para evitar morir apedreado bajo una lluvia de frutas tropicales, me vi obligado a ofrecer disculpas y a reintegrarle el dinero a la clientela. No volví a saber de Joe sino hasta un año después, en 1982, durante un Carnaval de Barranquilla. En uno de los intermedios él se me apareció de frente. Al principio no lo reconocí. Parecía enfermo.

Era un líder de su raza. Lo recuerdo como un sinónimo de alegría, rumba, carisma y —sobre todo— de talento

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Me dio la sensación de que se había encogido (literalmente) y de que ya no era ese hombre acuerpado de otros tiempos. Muy noble y avergonzado, él se disculpó diciéndome que estaba atravesando por un momento difícil. Las cosas quedaron así y nos despedimos con un apretón de manos. Más adelante fundé Keops Club y ya con el agravio olvidado, en 1986 los contraté a él y a su orquesta, La Verdad (en la que cantaba acompañado de Wilson Saoko), para una noche. Joe dio una actuación impecable, con mucha fuerza, y fue aclamado por todos los asistentes.

Hablaba muy seguro de su rehabilitación, algo que me alegró mucho. Estaba en el mejor momento de su carrera y me hizo muy feliz verlo recuperado. Al finalizar, unos empresarios norteamericanos de la CBS que estaban presentes entre el público, muy impresionados con su presentación, quisieron ir a saludarlo. Los llevé hasta el camerino en donde el Joe estaba descansando. Por el camino les comenté muy orgulloso acerca del nuevo Joe, y de cómo había dado un rumbo más moderado a su vida. No supe si llorar o reírme cuando la superestrella nos recibió con un ‘tabaco’ prendido en la mano, desmintiendo todo lo que yo había dicho de su rehabilitación en la antesala del encuentro.

En los años que siguieron serví de intermediario para muchas de sus presentaciones, hasta que, a mediados de los 90, dejé de verlo con tanta frecuencia. Desde entonces las pocas veces en que me lo encontré lo noté algo distante, como si se hubiera olvidado de quién era yo. Supongo que su agenda de compromisos, su ánimo de fiesta y sus constantes giras eran tan desgastantes que a veces se le olvidaba hasta en dónde estaba.

A pesar de su vida convulsionada, Joe Arroyo fue un superdotado, poseedor de un estilo único, que pagó muy caro el precio de la fama y el éxito. Era un líder de su raza. Lo recuerdo como un sinónimo de alegría, rumba, carisma y —sobre todo— de talento. Gracias a él se conserva buena parte de nuestra identidad caribeña y nuestro folclor ha sonado en todos los continentes. Por eso insisto en que a un genio como él todo se le perdona.

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