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La oscura realidad de la adicción al sexo

Alrededor de la adicción al sexo hay muchos mitos: si se disfruta cada relación sexual, si se pierde el gusto en algún punto, si se vive con una erección 24/7 o si es necesario masturbarse todos los días. Crónica desde el fondo de esta obsesión.

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Crónica Shock
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El olfato es el sentido de los recuerdos. El olor que produce tajar el lápiz y el del colbón me remite inmediatamente a Séptimo C, cuando por primera vez en mi vida escolar mi salón quedaba en el segundo piso del colegio. Cuando huele a colbón el recuerdo es contundente y se dirige directamente al pupitre de alias “Peta” –también conocido como Christian o “crispeta”–, quien tenía una capa de pegante sobre la madera de su escritorio, alimentada a diario por los aún vírgenes bellos púbicos de incipiente pubertad de una dominante mayoría de engendros masculinos esculpidos en un colegio de curas agustinos.

Pero el recuerdo va más allá. Nunca pude participar en el ritual de aportar un pelo a la mancha del colbón de aquel pupitre, primera prueba para el ingreso a los “Lomos plateados”, pues esa parte púbica permanecía en mí completamente púdica, limpia y suavecita como piel de bebé. Las únicas muestras incipientes que empezaban a presentarse en mí eran un bozo’e’lulo que carecía de toda legitimidad viril y que no servía para el ingreso al exclusivo séquito de huevas peludas; nada se comparaba con el pelo grueso, negro intenso y enroscado que diariamente se compartía en el pupitre de Peta. Era una marca que emulaba semen, y que entre risas cómplices y aprobatorias confirmaban que, “¡hombre querido, tus huevas ya son peludas. ¡Bienvenido!”.
Alrededor del ritual diario y del emblemático pupitre de Peta, quien tenía el pelo de su cabeza crespo quieto y negro intenso como las huevas peludas de una mayoría puberta, se fue construyendo un círculo de poder. Allí se compartían las primeras confesiones masculinas, los vagabundeos por el deseo y en donde muchos demostraban su enorme capacidad para contar historias, adueñándose de escenas eróticas de programas de televisión de la época, sobre todo las experiencias de Emanuelle. Y por supuesto, la masturbación estaba a la orden del día; una práctica que en mí brillaba por su ausencia como los pelos en las huevas.

“¡Ramírez nunca se ha hecho la paja!”. Yo aún llegaba del colegio a ver Los Pitufos, y no se me pasaba por la cabeza que se drogaban, y peor aún me costaba mucho trabajo mentir.

 Mi falta de paja, socializada por el Negro, generó risa, vergüenza en mí y una sensación de falta y vacío en mi vida. ¡Cómo me podían faltar pelos en las huevas y una paja al hombro! Hoy todavía agradezco las detalladas explicaciones pedagógicas del Negro alrededor del peregrinaje masturbatorio tras el bochornoso episodio que dejó al descubierto mi inexperiencia auto-erótica, y su enorme paciencia para inculcar en mí, a través de su aparente experiencia, la disciplina necesaria en el nuevo proceso. Una disciplina diaria que al principio no rendía los frutos esperados porque le faltaba algo fundamental. Mi mentor fue enfático: “huevón, necesita una ayuda visual”.

De esa forma me recomendaron algunas ediciones especiales de Penthouse. Romero tenía un lucrativo negocio y una colección envidiable, pero por el pánico de que me descubrieran una revista porno en casa o que me echaran del colegio por un acto tan bochornoso, preferí echar mano de las ayudas en la biblioteca familiar, hasta ese momento solo utilizadas para algunas tareas del colegio. El Atlas de Sexualidad, de la colección de atlas que incluía todas las áreas del conocimiento, fue el elegido. De portada color piel, correspondía al libro número 7 de la colección cuya página 34 fue cómplice de mis nuevas andanzas. Era paradójico que en dicha página se hablara de acoso sexual. No sé si esto generó traumas posteriores, pero escogí una foto de una mujer en minifalda y medias tetas por fuera. En la fantasía le atribuí el oficio de ser docente y como aparecía abrazada por alguien, también lo imaginé como profesor. Unas piernas largas, unas tetas medianas sobresaliendo en la imagen y unos tacones puntudos lograron mi primera eyaculación en la vida: una sensación eléctrica, que me hizo temblar con descontrol como en un delicioso electroshock, en medio de un sudor genuino e inocente y una sonrisa complaciente, picara y cómplice. Algo que nunca olvidé por ser de lo más sublime experimentado hasta el momento en mi vida.   Desde allí el Atlas color piel se convirtió en mi mejor amigo de estudio. A la llegada del colegio ya no quería almorzar sino tomar con precaución la enigmática enciclopedia para practicar las enseñanzas de mi compañero afrodescendiente, con la página 34, que ya se abría automáticamente, y ese inolvidable olor a páginas nuevas de papel fotográfico brillante. Un nuevo gusto alimentado de seis o siete repeticiones hasta que las gotas salientes se hacían incipientes. Un año más tarde esas primeras muestras de hipersexualidad se convertirían en una compulsividad incontrolable y dolorosa que, con el paso del tiempo, ya con pelos en las huevas, debió ser alimentada con riesgo, iniciando con el robo de condones de la mesa de noche de la tía separada, pasando por sexo en la casa de la abuela, hasta llegar a lugares públicos e impúdicos como el chut de basura de un edificio, para agregarle así, a la sensación de robo del Atlas de Sexualidad, peligro a la paja, peligro al sexo, culpa al sexo, miedo por el sacrilegio y una larga incertidumbre ante la posibilidad de haber sido descubierto y posiblemente condenado. Un tridente de culpa, riesgo y peligro en crecimiento exponencial fueron los acompañantes fieles del vagabundeo por un deseo que cada vez fue necesitando de más adrenalina, y desembocó en olidas, mariachis, y en las tetas de la crespa de risos rojos intensos y mirada fulminante que rompía testículos, y a quien me habían presentado con su respectiva señal de peligro porque se rumoraba tenía sida.

A esto de la sexualidad tocaba agregarle el peligro, la zozobra diaria de la enfermedad y el posible ostracismo social por cargar con la palabra “infectado” en la frente.

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Más allá de la hipersexualidad, se reproducía sin control un conjunto de prácticas autodestructivas y una búsqueda insaciable de situaciones de alto riesgo para quedar mal parado constantemente. Una búsqueda frenética de peligro y culpa, seguida de días enteros con angustia al orinar, dolor ante cada eyaculación(condición psicosomática por la rabia y el desespero), culpa, asco y desprecio propio dirigido hacia la acompañante incomprendida. No es pues una adicción deseada; no es una virilidad hipersexualizada y expansiva capaz de meterlo y sacarlo sin control como si fuera vivir el sueño de ser actor porno, sino un vagabundear por el mundo del deseo en donde la palabra “deseo” indica “adicción”.

Esta compulsión erótica no funciona con las mujeres que realmente deseas sino en formas sin rostro dirigidas al rompimiento de límites, al descontrol, a morales desacomodadas de la propia expectativa. Un sobrepaso a los límites de lo realmente deseado para hacer constantemente lo que no quiero hacer. El sexo en adicción no huele igual, no hay deseo por olerse los dedos y guardar en la memoria lo que se ha compartido. Hay un desespero frenético por bañarse y desaparecer cualquier recuerdo con agua y jabón, una respuesta a la impureza. Una frenética necesidad de asepsia con los baños más poderosos de la tienda de Hilda Strauss o en casos extremos con alcohol industrial para eliminar cualquier indicio de infección y contagio. Quemar la ropa como invocación a lo numinoso, en un ritual misterioso y desbordante similar al de la muerte, tendiente a restablecer la unidad perdida en los espacios contaminantes y para, como en aquel sueño revelador repetitivo, poder disfrutar de los impecables cubrelechos blancos de la casa de mamá. Cuando se surfea el deseo con compulsión es imperativo asumir la responsabilidad y esforzarse por penetrar en las profundidades de esas lagunas quietas, tensas y oscuras. Asumir el verguero día a día porque el objeto de deseo no se puede meter entre el closet o un botiquín con llave. Toca cambiar y no solo mover un hábito.  No hay forma de escapar para sentirse más cómodo. Hay que aceptar finalmente que la vida es como montarse en una barca que va a salir a navegar el mar y se va a hundir. Aceptar la muerte constante en la vida cotidiana y relajarse en la inseguridad, el pánico, la vergüenza sin llamar a la niñera tan rápidamente para que me salve. Se puede seguir teniendo adicciones y niñeras, llamar a mamá con desespero. Pero ya se sabe que un atracón de chocolatinas o una sesión masturbatoria descontrolada no proporcionan la felicidad. Esa adicción a la gratificación inmediata en la que aferramos la esperanza va perdiendo importancia y privilegios, porque esta ha pasado de ser un placer a corto plazo a convertirse en un infierno a largo plazo.

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