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Ciudades para no volver, así algunos digan que son maravillosas

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“Uno vuelve siempre

A los viejos sitios donde amó la vida

Y entonces comprende

Cómo están de ausentes

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Las cosas queridas”.

Por: Por Laila Abu Shihab - @laiabu

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Estaba oyendo la “Canción de las simples cosas” (una de las más hermosas que acaso existan) cuando pensé, de repente, que también hay lugares donde uno no amó la vida y a los que tal vez no quiera regresar nunca.

Y sucede no sólo con las esquinas o los cafés que nos traen recuerdos odiosos y espesos, sucede con los viajes. No todas las ciudades lo llenan a uno, no todas resultan interesantes, encantadoras.

Hablaré esta vez de tres ciudades que no me dejaron ninguna huella: Bratislava, Bucarest y Santiago de Chile. Puedo ser injusta, porque no he vuelto y tendría que darles una segunda oportunidad, pero esa primera impresión cuenta, y mucho. 

1. Bratislava

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Llegué a la capital de Eslovaquia con la frase de una amiga grabada en la cabeza: “Es una de las ciudades más bellas de Europa. Si no te gusta es porque estás loca, en serio”. Lo intenté, la caminé mucho y no me quedé sólo en la parte turística. Pasé allí dos noches y tres días y no digo que haya perdido el tiempo, pero si algún día les proponen ir a Bratislava digan que con un par de horas es suficiente. O sigan derecho y dedíquenle ese tiempo a ciudades cercanas que sí valen la pena y son hermosísimas: Budapest, Praga, Viena. Bratislava es una ciudad sin alma. Al menos eso es lo que yo sentí -o lo que no sentí, para ser más precisa- cuando allí estuve, en octubre del año pasado. Ni el Danubio ni su centro histórico la salvan (aunque le hacen sumar algunos puntos, todo hay que decirlo). Y el castillo, que supuestamente es uno de sus principales atractivos, es una construcción fea e insípida. Subir vale la pena solamente para ver la ciudad desde esa pequeña colina y para ver el río. 

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2. Santiago de Chile

Ya sé. Me van a decir que tal vez tiene la mejor calidad de vida de América Latina. Que sus calles limpias. Que sus altos edificios. Que sus barrios muy señoriales y casi perfectos. Mi respuesta a todos esos intentos es la misma: Santiago es una ciudad aburrida. La conocí en septiembre del 2004 (motivo por el cual les debo las fotos, pues están refundidas en mis archivos) y aunque es cierto que en 11 años las cosas pueden cambiar mucho -más vale- y amigos que han estado allí hace poco aseguran que tiene varios barrios con mucho encanto y mucha vida, aún es inevitable remitirme a esa imagen. Para rescatar en la capital chilena: comer hasta la saciedad en el Mercado Municipal, La Chascona, lugares históricos como el Palacio de la Moneda y contemplar los Andes, cuando la contaminación lo permite.  

3. Bucarest

Bucarest es una ciudad fea. Y es un desperdicio, porque podría sacarla del estadio con toda la historia que tiene, con sus leyendas y misterios, con su gente. La recorrí en febrero del 2015, me quedé varios días y nunca me resultó acogedora sino más bien desconcertante. Una ciudad puede estar acabada pero tener magia y la de Bucarest nunca se me reveló en esa visita. El casco antiguo podría ser precioso pero hoy sus calles empedradas están repletas de bares y discotecas de música electrónica, así que si uno decide caminar por ahí en la mañana debe hacerlo mientras esquiva los escombros de las potentes rumbas que terminaron hace unas horas. Y el Palacio del Parlamento. ¡Ay, el Palacio del Parlamento! Es una mole enorme y ofensiva. Para construir el que hoy es el segundo edificio administrativo más grande del mundo, después del Pentágono, el dictador Nicolae Ceaușescu ordenó derribar unas 9 mil casas y unas 15 iglesias del centro de la ciudad. Ese monumento a la megalomanía (340 mil metros cuadrados, 6 niveles y más de 1.300 habitaciones, sin estilo arquitectónico definido) está hoy inutilizado prácticamente en un 60 por ciento. Es increíble. Dicen que además de las oficinas de los senadores y representantes y de unas salas que se utilizan para eventos, adentro funciona un museo de arte contemporáneo. Pero yo entré y no lo vi por ningún lado. Ese edificio perturba. Da rabia. Y los rumanos de a pie no lo quieren, por supuesto. De Bucarest me llevé, como buenos recuerdos, sus diminutas y antiquísimas iglesias ortodoxas, muy bellas, y un museo encantador, al aire libre, que traducido al español sería algo así como el Museo de la Aldea, con casi 300 casas trasladadas allí desde sus regiones de origen, que resumen todos los tipos de arquitectura de Rumania desde la Edad Media y de todas las zonas, como Moldavia y Transilvania, entre otras. La Bucarest alternativa que según algunos amigos es una delicia, me la quedaron debiendo.

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