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El país más joven del mundo

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A finales de febrero del 2008 escribí un artículo sobre el que, en ese momento, era el país más joven del mundo. Unos días antes -17 de febrero, exactamente- Kosovo había declarado de manera unilateral su independencia (hasta hoy todavía no reconocida por Serbia pero sí por más de un centenar de países, Colombia entre ellos) y, desde mi escritorio, a punta de llamadas y cuestionarios vía correo electrónico, armé el texto. 

Por: Laila Abu Shihab // @laiabu

Me dije entonces que algún día iría a ese, el país más joven del mundo (aunque cuando por fin llegué, ya había perdido ese título). Llevaba años siguiendo con atención la historia de esa “provincia” que para los serbios es sagrada y representa la cuna misma del nacionalismo, pero está poblada sólo por una minoría de ellos (cerca del 7 por ciento). Casi todo el resto, 90 por ciento de sus habitantes, es de origen albanés. Es decir, la mayoría son musulmanes, no cristianos ortodoxos. Me dije entonces que algún día iría a esa región azotada, desangrada por varias guerras. Dividida. Compleja.

Y sucedió por fin hace poco. Llegué a Pristina (la capital) tras algo más de cinco horas desde Belgrado, en cuya estación de buses te miran con extrañeza cuando pides un tiquete con ese destino. Luego se dan cuenta que no eres de allí, que estás de viaje. Y entienden. (Si entras y sales de Kosovo por Serbia no hay problema. Si llegaste a Kosovo por otra parte -Macedonia, por ejemplo- no podrás ir luego a Serbia. Aunque seas extranjero). 

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Durante los tres días que estuve en Kosovo caminar fue difícil. Hizo mucho frío, nevó, llovió y con todo nublado y tan gris y oscuro la foto resultaba medio triste. Pero logré hacerme una imagen (superficial, pero imagen propia y de primera mano, al fin y al cabo) del lugar donde estaba. Que era lo que quería. Porque para ser sincera, no hay mucho que ver ni hacer allí. No para un viajero que busca grandes monumentos, arquitectura, buenos museos, cultura. No hay nada, mejor dicho. 

Pero a mí me encantó haber ido. Me encantó oler la ciudad, percibirla, oír y mirar a los jóvenes en las calles (los que aún no se han ido, porque la mayoría ha emigrado a países de la Unión Europea en busca de mejor suerte, y las cifras de los que se van siguen siendo tan altas que la población total de este pequeño país no aumenta, sino que disminuye). Oficialmente, el desempleo en Kosovo es del 35 por ciento, pero muchos aseguran que sobrepasa, fácil, el 55 por ciento. Me gustó tratar de entender y ver sonreír a esos jóvenes que atiborran los muchísimos cafés de la ciudad, porque si hay algo importante para los kosovares eso es tomar café. A cualquier hora, en cualquier momento. Viven muy orgullosos del café que preparan y del café que beben. Y dicen que allí hacen el mejor machiato del mundo. 

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Kosovo es una cosa muy curiosa. Le rinde culto a Estados Unidos de una manera obcecada y hasta empalagosa. Tiene en sus calles una copia burda de la estatua de la libertad, hay una avenida (de las más importantes de la capital) llamada Bill Clinton y también una estatua enorme de ese mismo expresidente con una bandera gringa al lado, que suele encabezar las listas de prestigiosas guías sobre lo que hay que ver en Pristina. Es increíble. 

Y el Museo de Kosovo. Es una oda a la OTAN y a Estados Unidos, mezclada con un homenaje a la guerrilla kosovar, que durante nueve años luchó por la independencia de esa pequeña provincia y puso la mayoría de los muertos y los desaparecidos, pero también colaboró a agrandar la lista. El museo está hecho con las uñas, muchas de sus imágenes son tomadas de videos noticiosos de finales de los 90 y está plagado de fotocopias de portadas de diarios de todo el mundo que estuvieron pendientes, sólo durante la guerra, del destino de este país tan pobre. Hoy ya no se ocupan del tema. 

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Me pasó también que sentí a Pristina como una Estambul, pero muy pobre y en miniatura. Una Estambul muy pequeñita. Por sus locales de kebab en cada cuadra, por sus calles llenas de gente, por su tráfico endemoniado, por el ruido, la basura, porque está repleta de mezquitas que, en el caso de las más antiguas, hasta están siendo restauradas con ayuda del Gobierno turco (según se lee en los avisos que hay afuera). 

Muchos de los kosovares con los que hablé ni siquiera se dicen kosovares, se consideran albaneses. Tienen ahora su país, por fin, independiente de Serbia, y no se sienten de nacionalidad kosovar. Hubo uno que incluso me dijo que la independencia de Kosovo era "solo un primer paso, maravilloso, hacia la consolidación de una gran Albania". 

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En Kosovo quedan, por supuesto, enclaves serbios. Custodiados (no sé si todos, pero lo imagino) por soldados de la fuerza multinacional de la OTAN en el país. El de Gracanica es uno de ellos. A sólo 8 kilómetros de Pristina, aloja un bellísimo monasterio del solo XIV que conserva casi todos sus frescos, originales. Llegar allí es como cruzar una frontera que divide a dos enemigos. Y esa experiencia, esas diferencias abismales en tan pocos kilómetros, dejan un sinsabor que no se quita fácilmente. Que no se quita al día siguiente. 

Mi arbitrario rompecabezas del país más joven del mundo se completó en el bus que me llevó de Pristina a Skopje (capital de Macedonia), desde donde continuaría mi camino hacia el sur, hacia Grecia. Pocas vías pavimentadas, poquísimas. Pueblos pobres, maltrechos y tristes, que contrastaban con el “New Born”, ese simbólico monumento inaugurado en la capital el 17 de febrero del 2008, cuando por fin pudieron gritar que eran independientes.  

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