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'Guilty pleasures': ¿por qué debemos separar el placer de la culpa?

“Cuando el término ‘placer culposo’ apareció en el New York Times por primera vez, en 1860, se utilizó para describir un burdel”.

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Getty images | Noel Vasquez (2007)

Las canciones que amamos odiar, los programas que nunca admitiremos que nos encantan o las películas que vemos una y otra vez a pesar de sabemos que mucho mérito artístico no tienen. Esos son los guilty pleasures, o placeres culposos: productos de consumo cultural que a pesar de su popularidad, están rodeados de un estigma negativo. 

Por: Vanessa Velásquez Mayorga // @vanessavm__

Me avergüenza confesar la absurda cantidad de episodios que he visto de un programa de veterinarios que se llama El increíble doctor Pol. Lo descubrí en año nuevo, cuando el canal que lo transmite decidió hacer una maratón de dos días, y me tragué más de 150 epispdios completicos. Desde entonces, todos los días trato de ver al menos uno de los capítulos que pasan (a las tres de la tarde o a las seis de la tarde, los martes a las nueve de la noche dan episodios nuevos), así ya me los haya visto todos.  Son mis pequeñas dosis secretas de entretenimiento. Mi verdadera pausa activa.

¿Qué me gusta del programa? Los animales, obvio. También me genera un placer extraño cuando muestran pacientes que tienen infecciones y abscesos que el doc tiene que drenar y explotan como un granito. Me gusta ver todos los esfuerzos que el doctor y su equipo hacen por salvar a los animales. Me confronta, por ejemplo, ver que hay personas que lloran y se endeudan por curar a una rata con un tumor. A una lagartija con un prolapso. Pero no todo es tan bueno. Me confronta también que el doctor sea el más reconocido en un área rural de Estados Unidos que dedique tanto esfuerzo a salvar vacas y reses en granjas lecheras y de carne. También dedicarle tanto tiempo a un programa que nada tiene que ver con mi área de conocimiento ni mi trabajo me hace sentir culpable. En el tiempo en que veo al Doctor Pol podría estar leyendo algún libro o trabajando en ese proyecto secreto que quiero lanzar si el Coronavirus lo permite. 

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Este es uno de mis placeres culposos. Un producto de consumo cultural que aunque me gusta, me hace sentir mal, incómoda, y no me es fácil hablar de mi gusto. En una columna para el New Yorker, la periodista Jennifer Szalai define a los placeres culposos, o guilty pleasures en inglés, como “artefactos culturales con un atractivo masivo que generan un disfrute fácil, sin ningún pretexto de edificación”. En palabras más sencillas la periodista Micaela Marini Higgs en el New York Times los define como “la comida chatarra de nuestra dieta de entretenimiento”. En menos palabras aún podríamos definir a los placeres culposos como las autoindulgencias que nos permitimos. En el ensayo de Szalai para el New Yorker la periodista comparte un dato que da idea de para qué se creó el concepto: “Cuando el término ‘placer culposo’ apareció en el New York Times por primera vez, en 1860, se utilizó para describir un burdel”.

Claro, en ese entonces la culpa y el placer eran dos caras de la misma moneda de la ética moral. Los años han pasado, las costumbres han cambiado y aún así seguimos utilizando el término para referirnos a lo prohibido, a lo que es un poquito malo. Vale la pena problematizar la combinación de palabras. Placeres culposos: placer y culpa. ¿Si algo nos gusta, por qué deberíamos sentirnos culpables? ¿Por qué intentamos mantenerlos en secreto? ¿Si muchas otras personas también consumen estos productos, por qué está mal que yo también lo haga?

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Los placeres culposos vienen en muchas formas. La culpa también lo hace, y por motivos distintos. “Amo Keeping Up With The Kardashians, pero es mi guilty pleasure porque es un programa que no aporta nada, son puros dramas de temas banales o vainas ya demasiado pasadas como lo de Jordyn y el ex de Khloé, pero me entretiene”, me cuenta Natalia. Ese sentir que “no me aporta nada” es un tipo de culpa asociada con la productividad. En el afán del siglo XXI por ser productivos al 100% nos hemos negado la posibilidad de disfrutar, realmente, del tiempo libre. Está bien que después del trabajo nos sentemos horas a ver los dramas de las Kardashian, de hecho, nuestro cerebro lo necesita. O bueno, no necesariamente a las Kardashians, pero sí la sensación que provoca verlas: salir del modo resolución de conflictos y del modo estrés al que nuestro afán de productividad nos empuja. Esto aplica no solo a los reality shows, sino a videojuegos y películas.

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Otra sensación que a veces confundimos con la culpa es la vergüenza, y es la que nos hace mantener estos gustos en secreto. Es una sensación irónica, sobre todo si tenemos en cuenta que por lo regular estos productos culturales a los que llamamos placeres culposos suelen ser masivos, consumidos por miles de personas en todo el mundo. El increíble Doctor Pol tiene 16 temporadas y es un programa tan exitoso que lo transmiten tres veces al día. Ni hablar de Keeping Up With The Kardashians, que lleva 13 años al aire y su éxito les ha permitido a las hermanas amasar la fortuna que tienen. 

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¿Por qué entonces avergonzarse de admitir que nos gustan estos programas?

Una posible explicación es que esta vergüenza sea también temor ante cómo nos pueden percibir los demás. “Los programas tipo Acumuladores Extremos, Cuponmaníacos y Ahorradores Extremos me encantan, pero me da pena que otra gente lo sepa. Yo no soy tacaño, ni sucio y me da pena que la gente piense que veo esos programas porque comparto esas formas de vivir”, cuenta Juan Pablo. Pero también hay otro tipo de vergüenza, relacionada con el infame síndrome del impostor: “No quiero que la gente sepa que me gusta repetirme Rebelde cada vez que tengo la oportunidad y que piensen que no soy tan pila como creen por dedicarme en mi tiempo libre a ver algo que ya vi antes y que no me está dando nada nuevo”, dice Valentina.

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A Paula le encanta la guaracha, la escucha todo el día en casa, pero no se atreve a ir a una fiesta porque “qué boleta el aleteo, mis amigos nunca me acompañarían a una fiesta de estas”. Estos sesgos que nos hacen mantener nuestros placeres en secreto, en tanto elección de gusto, suceden cuando el bien de consumo es asociado a la clase, como pasa, por ejemplo con la guaracha, las cumbias en los Kolombia, o el reggaetón cuando recién emergía el género. Géneros musicales que a pesar de que hoy son masivos, son rechazados y minimizados en público, pero disfrutados en silencio. En últimas la vergüenza que acompaña el placer podría pensarse como un complejo de identificación.

La percepción de los otros sobre ese producto cultural que nos encanta influye en los niveles de este sentimiento de culpa. Porque la culpa, en el siglo XXI, podría definirse como la distancia entre la imagen que queremos proyectar y la imagen que tenemos de nosotros mismos. 

¿Qué nos dice de los placeres culposos el hecho de que los escondamos justo cuando ronda la figura del Otro? Si la playlist que más disfruta es esa que incluye la discografía de Arjona, con seguridad, va a dudar mucho si compartirla con alguien. Si su autor favorito es Paulo Coelho, va a dudar poner sus libros en la biblioteca que está a la vista de todos los que lo visiten. Muy seguramente no va a invitar a su traga a ver las películas de Rápido y Furioso si su plan es conquistar. En cambio, cuando está solo y nadie lo está viendo, pondrá a Arjona a todo volumen, se encerrará un fin de semana completo a terminarse el último de Coelho o maratoneará las 8 películas de Rápido y Furioso. Y se sentirá bien al hacerlo, pero eso sí, que nadie se entere.

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Hay otro tipo de culpa que suele acompañar lo que nos gusta, y es esa que surge del cuestionamiento que nos genera el producto que estamos consumiendo. En el ejemplo que les dí al principio de este texto, en el que confieso que amo el programa del doctor Pol, entre varios motivos está que me hace confrontar un tema que para mí es álgido, y es el consumo de carne. Cuando comencé a ver el programa no entendía cuál era el sentido de curar a una vaca cuyo destino en un par de meses sería ir al matadero. Sin embargo, el mismo doctor me dio la respuesta: estos animales representan dinero para los ganaderos, mientras más tiempo vivan más pueden engordar (si son para carne), o tener más crías y producir más leche (si son vacas lecheras). Esto me genera una gran incomodidad al ver el programa, que se ahonda cuando contrasto estas ideas con un hecho: yo consumo carne. 

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Este ejemplo puede aplicarse, por ejemplo, al dilema de separar al autor de su obra. Ser fanático acérrimo de Michael Jackson y, a pesar de conocer las denuncias de abuso que hay contra él o haber escuchado los testimonios de sus víctimas en el controvertido documental Leaving Neverland, sigue firme en nuestras listas de reproducción más escuchadas. O saberse de memoria la obra completa de Woody Allen, seguir viendo sus películas a pesar de las denuncias de acoso a su hijastra. Michael o Woody Allen tuvieron su momento en el que eran todo lo contrario, eran sinónimo de lo cool. Luego, declararse en público como consumidor de alguno de los dos, parece equiparable a ir a un burdel.

En estos casos el consumo de un producto que nos gusta entra a reñir con lo que pensamos que es correcto. ¿Debería ver este programa o consumir la música de este artista a pesar de saber que sus creadores promueven valores que no compartimos?

Ya sea culpa, vergüenza o confrontación de nuestros valores lo que sentimos al ver un programa, leer un best seller o bailar una canción, deberíamos dejar algo en claro: si el producto nos gusta, nos hace feliz, no le hacemos daño a nadie al consumirlo, deberíamos llamarlo solo placer. Abandonemos el adjetivo “culposo”, divorciemos esta pareja de términos que lleva años junta por las influencias de la productividad, la moral y los sesgos de clase. ¿Amerita cuidar la imagen propia a través de los gustos compartidos? Pues, por lo menos en cuanto a bienes culturales, que son representaciones, no.

   

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