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“Comí mierda 12 meses, pero creo en el servicio militar obligatorio”

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Por. Diego Carvajal - @demacondo / Foto: David Schwarz (Cromos)

El servicio militar fue uno de los años más amargos de mi adolescencia. Durante 12 meses tuve que comer mierda y obedecerle a unos cabos maleducados y unos subtenientes enérgicos, mientras los manes a los que los papás sí les habían sacado la libreta me quitaban la novia.

Tuve que madrugar todos los días a las 4:30 de la mañana a hacer fila para bañarme con agua helada en una ducha con otros 300 manes, entre los cuales había rolos, gente del pacifico y pastusos. Después de bañarme pasaba por una taza de café o chocolate y un pan, y me iba a “hacer ejercicio” a eso de las 6:00 A.M. no sin antes haber limpiado el alojamiento y el batallón.

 A punta de vueltas a la milla y 22 de pecho aprendí el concepto de que “por uno pagan todos”; tuve que  obedecer órdenes del calibre de “soldado esa flor me gusta mucho, consiga una matera y me la lleva a mi oficina”. Me tocó además voltear con el colchón al hombro y alinear y cubrir una escuadra de cucarrones. Como si con eso no fuera suficiente, me abrí el pómulo haciendo polígono con un fusil de la segunda guerra mundial y entendí que cuando no hay profesores que separen las peleas, uno no se la monta a los grandes o lo suenan.

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Si bien, por todas y cada una de las razones anteriores es que hoy, 20 años después y con un hijo de seis años, estoy convencido de que el servicio militar debe ser obligatorio en Colombia.  El mejor argumento que tengo (como buen gordo) es lo que me pasó con un bocadillo veleño.

Todo el que haya prestado servicio militar obligatorio en Colombia sabe que con excepción del desayuno y los refrigerios, la comida es de lo peorcito de toda la experiencia castrense. Afortunadamente yo siempre tuve dos baúles debajo de la cama: uno para el repelo y otro para la ropa. A la hora de las comidas iba al “rancho” y reclamaba arroz para después mezclarlo con los contenidos de ese primer baúl: atún, salchichas, papas de paquete o cualquier enlatado de turno con dosis navegables de salsa de tomate, mayonesa o mostaza.

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Después de varios meses a punta de ese mazacote y Tang estaba hastiado del menú por lo que un día llegué al alojamiento a quejarme de que no tenía nada que comer y de que tenía mucha hambre. Como sería la lora que di, que a tres camarotes y en la otra fila Harley Amaya (un Moreno caucano que siempre vivía de buen genio y sin un peso) abrió inmediatamente el único baúl que tenía. Sin pensarlo un segundo, Harley, que era un bacán echó mano de un bocadillo veleño viejo (el único repelo que tenía), lo partió y me dio la mitad. Mientras yo me daba cuenta de lo absurdo de mi queja, el negro Amaya me dijo “pa eso somos los lanzas, todo bien”.

Yo sé que suena culo, pero para mí el bocadillo de Harley es la prueba máxima de camaradería que solo se encuentra en el ejército. Más allá de la discusión de si uno presta a sus hijos o no a la guerra (tema al que espero llegar dos párrafos mas adelante), estoy convencido de que en una sociedad tan desequilibrada como la colombiana un espacio de convivencia obligatoria es lo mínimo. Y sí, fijo para eso no se necesita el uniforme, las charreteras o el fusil, pero ayudan.

Ayudan porque por lo menos en mi caso mientras tuve las botas puestas la percepción del ejército y las fuerzas armadas en mi casa cambió radicalmente. Si bien nunca estuve ni cerquita al combate, lo cierto es que mientras las mamás de los otros 13 manes que se graduaron conmigo (de 14 graduandos hombres solo yo presté servicio) seguían pidiendo mano dura con la guerrilla, mi familia repentinamente era más conciliadora y comprensiva.

Insisto que mi punto no pretende mandar como carne de cañón a nuestros jóvenes, reitero que tengo un chino de seis años, que quienes me conocen saben que es mi adoración. Mi postura plantea la absoluta obligatoriedad de pasar por nuestras instituciones militares, de entender que quiere decir el himno o la bandera. ¿Por qué obligatorio? porque más allá de que si siéndolo hay quienes pagan, estoy 100% convencido de que el amor por la patria y la libertad es un derecho, pero no uno gratuito. Por eso creo que si el servicio social que ahora plantea el presidente estuviese atado a la disciplina militar y al uniforme, la percepción del pueblo colombiano de su ejército cambiaría.

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Lo que propongo, por soñador que suene, es que todos los graduados (masculinos y femeninos) tengan que ponerse las botas y enseñar en una escuela durante un año, construir hospitales. Como le convendría a los niños de estrato alto pasar seis meses construyendo un hospital, ¿no?

Volvamos al mensaje de Santos. Fijo si salió mal, pero eso no le quita que no sea cierto. Pedir guerra cuando los que ponen el pecho son los hijos de otros es fácil. Casi tan fácil como quejarse porque lo único que hay para comer es un baúl repleto de comida.

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