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De cómo el Depeche Mode colombiano conoció al Depeche Mode legendario

Un proyecto colombiano se convirtió en la banda de covers de Depeche Mode más importante y simpática del mundo. Crónica de un sueño hecho realidad.  

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Foto: Dicken Schrader @dmkband

En el 2011 un proyecto colombiano casero y familiar se convirtió en la banda de covers de Depeche Mode más importante, carismática y simpática del mundo. Dicken Schrader, su hijo Korben y su hija Milah, le presentaron al mundo DMK: la versión juguetona e infantil de los clásicos más legendarios de la banda más importante del new wave, synth-pop y rock electrónico. El pasado 16 de marzo, en el concierto de Depeche Mode en Bogotá, ingleses y colombianos se conocieron. Crónica de un sueño hecho realidad.  

Por: Dicken Schrader (fundador de la familia/banda DMK // Instagram: @dmkband)

Es viernes dieciséis, son las siete y cuarto de la noche, y soy el último en una corta fila de ocho personas. Aunque el cielo está despejado, hace frío en el parque Simón Bolívar, como supuse que lo haría, y me enorgullece mi decisión de haber traído la chaqueta de cuero. Ir a un concierto es un poco como ir a la guerra, la preparación es muy importante: si traes poca ropa te cagas de frío, y si traes mucha, te encartas con ella. Pero siento que para este concierto traigo justo lo necesario. En el bolsillo superior izquierdo de mi chaqueta viene un paquete de chicles del mismo sabor que estoy mascando, y aunque ya dejé de fumar, en el bolsillo inferior izquierdo viene un paquete de Pielroja y un encendedor, por si acaso. En el bolsillo superior derecho viene una pipa y una cajita con bareta, y en el inferior derecho, una maraca con una pluma verde fosforescente que me regaló el taita Juan en el Putumayo hace más de un año cuando fui a limpiarme el alma de mis heridas emocionales. Es un instrumento muy preciado para mí que hoy traigo conmigo como ofrenda para mi banda favorita, Depeche Mode, a quienes estoy a punto de conocer. Me pareció lógico y necesario, para que me recordaran, darles un objeto de naturaleza musical que represente algo de quién soy y de dónde vengo. Qué mejor que una maraca sagrada del Putumayo. Tal vez su sonido único termine en una de sus canciones.

En el frío me sudan las manos. Trato de no darle importancia al momento que se avecina, para no verme estúpido, pero no puedo ignorar el papel que esta banda ha tenido en mi vida. Recuerdo perfectamente en 1987 cuando compré mi primer vinilo en la tienda La Música del Bulevar Niza: Music For The Masses y recuerdo cómo lo reproduje hasta desgastarlo en el estéreo donde mi abuelito escuchaba música clásica. Recuerdo cómo plasmé la portada de este disco y sus icónicos parlantes anaranjados en el techo de mi cuarto con témpera y papel contact. Recuerdo los afiches de Dave Gahan, Martin Gore, Andrew Fletcher y Alan Wilder en mis paredes, y recuerdo la primera vez que escuché cada una de sus canciones porque en ese entonces, ellas parecían narrar mi propia vida.

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“Por favor, sigan al área del meet-and-greet”, nos dice una voz seca, extrañamente desconectada con la relevancia del momento. Los ocho comenzamos a caminar, adentrándonos al backstage. Adelante mío viene mi hijo Korben de once años, el único niño en kilómetros a la redonda. Korben no es sólo mi hijo, es también mi compañero de banda en DMK, proyecto tributo en el que interpretamos temas de Depeche Mode con juguetes y objetos caseros. Mientras caminamos a las carpas en la oscuridad de la noche no puedo evitar pensar en el proceso del destino que nos hizo acreedores a este privilegio: el sufrimiento emocional que me llevó a grabar nuestro primer cóver, Shake The Disease; la rápida evolución de nuestra banda luego del inesperado éxito viral de Everything Counts; los shows en vivo que hicimos en Estéreo Picnic, Sónar Kids en España, festivales en Texas, en Polonia… Tampoco puedo evitar pensar en Milah, la tercera integrante de nuestra banda, quien no pudo acompañarnos en este momento sublime.

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Agarro a mi hijo de la mano y le digo suavemente al oído, “esto que vamos a vivir, nos lo merecemos, cachorrito”. Korben asiente con su mirada. Trae puesto un suéter negro y en sus bolsillos se alcanza a escuchar levemente el murmullo de tres sonajeros amarillos en forma de huevito. Imprimimos mil de estos sonajeros con el logo de DMK, supuestamente para venderlos al público, pero terminamos regalándolos en todos nuestros shows. De los mil huevitos sólo nos quedan tres, y nuestro plan era dárselos a los tres integrantes de Depeche Mode durante el meet-and-greet del concierto en Bogotá, al cual fuimos invitados generosamente por Move Concerts como parte de su Move Experience.

Entramos a una carpa con una pared cubierta de logos de la banda contra la cual nos paramos instintivamente. Entraron dos o tres personajes hablando un inglés con acento británico. El momento se avecina. Finalmente vamos a conocer a Depeche Mode.

Me pasa por la cabeza la coreografía que he tenido planeada para este momento desde siempre. Principalmente darles las gracias por haber aportado la banda sonora de mi vida durante los últimos 30 años. Pero en segunda instancia, preguntarles si saben quiénes somos. Desde que DMK se hizo popular esta pregunta ha rondado nuestras mentes constantemente. Vimos a la hija de David Gahan, Stella, seguir nuestro show en vivo desde Polonia, pero más allá de eso, no sabemos si Depeche Mode nos conoce o no, y esta es la oportunidad para resolver la inquietud.

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Faltan escasos segundos y saco el celular para grabar el momento.

“Put away your phones, no personal photography” (guarden sus teléfonos, nada de fotografías personales), dice uno de los ingleses.

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Le hacemos caso para no cagarla.

Cinco segundos antes que ellos entren a la carpa se siente un ambiente de respeto absoluto, como si fuera a entrar el Dalai Lama.

Entra Martin Lee Gore.

Luego de años de verlo en videos, fotos y afiches en mi pared, siento que es casi como familia, como un hermano. Le doy la sonrisa más grande de mi vida. Le digo “Oh my God, Martin!”. Él no puede evitar sonreír de regreso al ver mi emoción. Nos miramos fijamente a los ojos. Le extiendo mi mano, él extiende la suya. Se siente tibia y acogedora. Quiero decirle mil cosas, pero no me da la oportunidad. Se mueve inmediatamente para saludar al siguiente.

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Después de Martin viene David Gahan, el rockstar absoluto. Le digo “Hello, David”, pero él parece estar incómodo con el concepto de darle la mano a simples mortales como nosotros. Su mano es fría y seca, y mientras se la doy, su mirada está en cualquier otro lugar menos en mis ojos.

Finalmente llega Andrew Fletcher, una figura alta y comandante. Le digo “Hello, Fletch,” y él me mira a los ojos a través de sus lentes oscuros, un poco incómodo, como diciendo, “¿Quién eres tú para decirme Fletch?”

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Le doy la mano incómodamente.

Los tres se sitúan para la foto y adoptan sus poses programadas en menos de cinco segundos.

Se toman la foto.

El fotógrafo dice “por favor, una más”.

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A David le importa un carajo y se va.

Lo siguen inmediatamente Martin y Fletch.

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Todo el encuentro duró menos de treinta segundos.

No pudimos hablar con ellos, ni preguntarles si saben quiénes somos, ni darles nuestros regalos…

El concierto ocurrió sin contratiempos. Korben y yo estuvimos en primera fila para comprobarlo. Cada canción fue interpretada según el plan. Todo ocurrió como en sincronía matemática. Estuvimos tan cerca de David que pudimos apreciar su aversión cuando esta sincronía no ocurrió de acuerdo al plan establecido, cuando se enredó con un cable o el público no respondió según sus expectativas. Korben se quejó de no haber podido darles los huevitos, y de no haber podido hablar con ellos. En la cuarta canción le dio sueño y se durmió contra la baranda, para despertar al final del concierto, cuando la banda tocó sus canciones clásicas, las mismas que nosotros como banda tributo tocamos en vivo: Everything Counts, Enjoy the Silence, Personal Jesus.

Yo disfruté y bailé cada tema con el mismo espíritu que corría por mis venas en el momento que fue lanzado: ochentas, noventas, dosmiles. Con Depeche Mode el tiempo es irrelevante y su música encaja en toda época. Aún así, no dejaba de molestarme la inconsecuencia de nuestro encuentro. Sentí físicamente la barrera que separa al músico exitoso de su público. En el fondo esperaba que la banda, especialmente Martin, nos hubiera reconocido.

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Es lunes diecinueve, día festivo en Colombia, son las seis de la tarde. Estoy llevando a mis hijas más pequeñas a su casa después de un día en el Salitre Mágico, cuando me llega una inesperada notificación al Facebook. Hoy es el día 366 del Fan Takeover en la página de Depeche Mode. Durante todo un año, la banda confirió el manejo de su página a 365 de sus fans más acérrimos, incluyéndonos a nosotros. Somos los únicos colombianos en la lista. Martin Gore la cierra nombrando a sus favoritos, y nosotros somos los primeros. En su rostro se distingue el agrado hacia nuestro pequeño cóver de Enjoy the Silence. Esto hace valedero todo nuestro esfuerzo. Ahora sabemos que Martin Gore sabe quiénes somos. El Dios se manifiesta a los mortales.

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Esta experiencia me hizo reflexionar acerca del rock-and-roll. A personajes como Martin, David y Fletch, la fama los sitúa en un peldaño aparte. Conocerlos, verlos, darles la mano, para nosotros es una experiencia inolvidable, mientras que para ellos debe ser algo mundano, incómodo, irrelevante. Aún así, por encima de estas etiquetas, al conocerlos me di cuenta cuenta que son seres humanos comunes y corrientes, con quienes sí se puede entablar una verdadera conexión.

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