Memoria, película galardonada ex aequo con el Premio del Jurado en la competencia oficial del Festival de Cannes 74 , tuvo su gala oficial el jueves 15 de julio a las 3.30 pm, la hora de la siesta, cuando el cansancio casca. El momento en el que la cabeza le pide al cuerpo aguante, sobre todo cuando se acumulan más de 10 días de festival donde dormir es el caramelo escaso. Lean aquí nuestra crítica de Memoria desde el maratónico cubrimiento en Cannes.
Por Juan Carlos Lemus | @ jclemus
En la primera escena vemos una mujer durmiendo y de pronto se oye un estruendo —el que me hizo recordar cierta vez el choque de una torcaza contra la puerta de vidrio de un balcón—. Ese estruendo, ese sonido bestial hace que ella se levante.
Esto toma diez minutos en los que no vemos nada más, pero lo que se oye… lo que se oye es magia. El cine del director tailandés Apichatpong Weerasethakul es una experiencia a la que se somete cualquier espectador con la idea que cada uno tiene del cine. El cine, principalmente, es para ver. Pero también es para oír.
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Y sobre todo para que el creador manipule —y también de los que controlan a ese creador. Manipular con las imágenes, con lo que se deja afuera de la pantalla y con los sonidos. Es jugar con las ideas que se plantan en la cabeza de los que ven el cine.
Mientras el señor que estaba detrás de mí roncaba, el golazo sonoro no deja dormir a Jessica (Tilda Swinton), que vive en Medellín cultivando orquídeas y va luego a Bogotá a cuidar a su hermana enferma Karen (Agnes Brekke). Luego sabremos que Jessica sufre de problemas con el sueño y que este sonido está solo en su cabeza.
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En la entrevista que hicimos al director surgió la pregunta sobre poderse dormir mientras alguien ve sus películas. Después de la risa inicial, él afirmó que es válido y que va por lo mismo con su propia idea de ir a contracorriente de lo que usualmente se entiende del cine.
Se trata más de tirar ideas que de una narrativa lineal y al uso. Lo suyo pasa por fantasmas y ausencias; por presencias y necesidades; vampiros, ciencia ficción y ciencias naturales. De navegar entre cuestiones metafísicas y pragmáticas sin sentir nunca asomos de posible naufragio, porque el capitán del barco es tan capaz que cuando se contempla entra en trance o sueño profundo para reflexionar lo que sus personajes han dicho sobre lo real. El día a día mismo cuando, después de hacer y vivir, dormimos y soñamos.
Hay que insistir en que los sueños para Weerasethakul no son algo surrealista. Son más bien intentos, atrevimientos de la maravilla y lo aterrador del sinsentido vital. Y su satisfacción es ver gente en el mayor estado de indefensión que es, en sus palabras, cuando se duerme. Sus películas son entrar en una meditación con los ojos abiertos, no se puede mirar a otra parte. Requieren estar presente.
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Jessica necesita encontrar ese sonido, y empezamos a recorrer con ella Colombia: vemos las esquinas de Bogotá, a un perro callejero (atención con él) y paseamos por el centro.
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Va en la búsqueda de soluciones a problemas cotidianos como las visitas médicas. Y quizá aparece la elipsis más espectacular sobre la inconmensurabilidad del tiempo vista en el cine desde el hueso volador visto en 2001 odisea en el espacio (Kubrick, 1968). Jessica visita a Hernán (Juan Pablo Urrego), un joven ingeniero de sonido, que rodeado de consolas y monitores sonoros le ayuda a representar el sonido que “viene desde el corazón mismo de la Tierra”. El contacto límite entre nuestro estado de civilización y el origen del planeta. Pero hay más.
Ella habla en español “machacado” por su acento inglés y el ingeniero le responde en un inglés igual. Es la forma divertida en la que el director refleja que mucho de la vida pasa por el qué y el cómo se comunican los humanos, y que en medio esa tarea hercúlea de traducir lo que se tiene en la cabeza y materializarlo en palabras, valga el oxímoron, es la definición de comunicar.
Al final, Hernán y sus aparatos llegan a concretar el sonido y cuando Jessica lo escucha se va. Físicamente seguirá sentada a su lado, pero no está.
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Sin embargo, el Ítaca de Jessica está en la Tierra misma y en lo que se recuerda. ¿En lo que está en escondido en la tierra? Sí. En los huesos que están enterrados allí abajo en nuestro suelo y que nadie sabe dar razón. Y así, y no puede ser más directo, es donde siento yo que con delicadeza Weerasethakul se mete con la política colombiana. Él es de Bangkok, una ciudad que ha vivido protestas durante meses debajo de la mismísima Sukhumvit (el centro comercial de Bangkok donde la tienda de Loro Piana está apenas dos pisos encima de la que vende CDs con tropipop). Viene de una tierra de reyes y dictaduras. Él sabe de lo que habla.
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Weerasethakul tiene por dentro la certeza de que no se puede parar de reconstruir una memoria que, aunque falible, sea colectiva y sea parte de la nación. Una memoria que, como pueblo, la podamos hacer palpable y concreta a través de lo práctico y lo bello. Colombia necesita salir de las ciudades, irse al campo, llegar hasta la selva. Allá está el cuerpo más pesado de nuestra verdad, y tocará desenterrarla. Allá está ese sonido inexplicable que nos revienta la cabeza y que nadie más oye. Nos llegarán maldiciones por ello, claro, pero no se puede seguir adelante dejándolo sin que nos quite el sueño, y con él la salud. Y no habrá Xanax ni bareta que ayuden.
En su recorrido, Jessica pasa por Cali y ve como bailan salsa en una esquina. Ella habla tanto de hongos y bacterias como del insomnio y Salvador Dalí. Ella recorre y se mete en las selvas. Y ella da con Hernán (Elkin Díaz), el hombre que todo lo recuerda. TODO. El ser que con solo tocar una piedra sabe qué pasó y quiénes han sido los seres que la han tocado. Otra vez es Hernán, un interconectado como nadie a la tierra, con el que podrá volver a entrar en el trance de compartir ese sonido que ella busca.
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Memoria es más que una película. Es un cultivo en nuestras cabezas colombianas, como las orquídeas que debe cuidar Jessica, donde el Weerarethakul —artista que considero un genio y siento el privilegio de verlo evolucionar— pone su planteamiento discursivo de cómo el entiende y puede mostrar el fondo a través de la forma.
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La obra que un tailandés llegó a hacer a Colombia con una inglesa se siente colombiana hasta lo más profundo de nuestra selva. Igualmente, en lo exterior, vale decir que Memoria más que buscar imágenes busca un sonido; más que mantenernos despiertos busca dormir. Es una protesta contra un sistema que implica el desaburrimiento como esencia vital, en estar despiertos y vivir corriendo como forma de felicidad. De este trabajo del tailandés se hablará en 50, en 100 años y cualquier desgaste físico que cueste pasar por él será una recompensa luego para la cabeza.
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