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Una historia sobre la homosexualidad desde los ojos de una mamá

Sincera, sin rodeos y real.

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Hace unos días Claudia Martelo, periodista y escritora presentó el libro Madres del Triángulo Rosa una historia personal, sincera, sin rodeos y real que cuenta no solo la experiencia de un joven que decidió salir del clóset sino además la vida de ella, de una mamá valiente y llena de dudas. Una mamá que soportó los chistes homofóbicos, que se enfrentó, a su manera, a un país que marchaba cargando pancartas que decían que la homosexualidad era un pecado.

Esta publicación recoge las experiencias de una madre inquieta, que salía de fiesta a lugares gay para conocer el mundo “oscuro y vergonzoso” del que todos hablaban, que decidió que sería una estupidez perderse la oportunidad de vivir la vida al máximo junto a su hijo solo porque la sociedad le decía que debía seguir cargando, entre las manos, en su alma, un montón de prejuicios oxidados.

Una historia que atrapa y que da bofetadas a todos los prejuicios que se pueden crear frente al hecho de admitir que se es homosexual, aquí pueden leer un capítulo del libro que Claudia nos compartió y estamos seguros que necesitarán más.

***

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1.

Libertad

 

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“Mami, tengo que hablar contigo”.

Los mareos matutinos de mi quinto embarazo a los 42 me habían hecho demorar la conversación que mi hijo, a punto de graduarse del colegio, insistía en sostener conmigo. Él había estado un poco ausente este último año escolar. En medio de las múltiples ocupaciones que tuvo en esos meses entre sus obras musicales, fotografías y ediciones, más el proceso de admisión para estudiar fuera del país, había un silencio extraño que me inquietaba. Yo ya había comprobado unas doce veces con pruebas de embarazo, hechas desde el baño del supermercado, que nuevamente esas dos rayi- tas de la prueba no se borraban con nada. Reconocía ese sabor a óxido en la boca y un olfato capaz de detectar el aroma del ajo a un kilómetro de distancia, ya sabía que no iba a necesitar las toallas sanitarias por un tiempo.


Pero por varias razones, aún no había revelado que estaba embara- zada. Por la edad, porque tener cinco hijos era un número absurdo en estos tiempos, o porque en el embarazo anterior había tenido algunas complicaciones y quería estar segura de que todo saliera bien. Los cambios hormonales del primer trimestre habían salido a relucir en la solemne ceremonia de graduación con esas canciones que no ayudan a que uno pare de llorar, mientras él caminaba al escenario con toga y birrete para recibir su diploma. Luego en la noche, en el baile protocolario de mamá e hijo, los tacones altísimos que no debía usar no impidieron que yo disfrutara hasta el amanecer. Era uno de los días en los que una mamá se siente más orgullosa, aunque en el fondo sabía que mi hijo mayor, el único de su grupo con corbatín vinotinto, se iría pronto y jamás regresaría al nido.

La semana siguiente viajamos a Bogotá a tramitar su visa de estudiante a los Estados Unidos, todos éramos conscientes de que Barranquilla le quedaba pequeña y él ya reclamaba brillar con luz propia. Al entrar a la sala de espera en el aeropuerto tuve miedo. Sabía que si evitaba pasar por el escáner, mi hijo se enteraría de mi secreto. En voz baja le dije a la mujer de la Policía que solo me revisara con sus manos.

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—¿Qué pasó mami? —me preguntó Juanse, quien había heredado de sus padres el terror por el síndrome de Alerta Aeropuerto—. ¿Todo bien?

Con la excusa de ir rápidamente al baño, fingí no haberlo escuchado. La cita en la embajada fue aterradora, hicimos una fila larguísima desde las seis de la mañana, en la que estuvimos bajo la lluvia todo el tiempo. Las náuseas me acompañaron cada minuto, pero guardé silencio. Antes de que el vigilante se llevara nuestros celulares, mi hijo mandó un último mensaje teniendo cuidado de que yo no viera lo que escribía. Ahí nos quedamos los dos, haciendo esa fila infinita, pensativos, guardando cada uno su propio secreto. Ambos teníamos miedo, por su visa y por lo que aún no nos habíamos dicho el uno al otro.

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Cuando salimos de la embajada, con la visa aprobada, le propuse que celebráramos el acontecimiento en algún restaurante rico de Bogotá. Salimos con el sobre de manila intacto, lleno de documentos innecesarios con los que un joven colombiano quería demostrar que lo único que quería era salir de su casa. Yo aún no entendía lo importante que era para él liberarse del ambiente del Caribe que, desde hacía años, lo estaba asfixiando.  Almorzamos delicioso en la zona G por la 70, lugar de moda por sus platos innovadores y sitios vanguardistas. Mi hijo me recomendó un restaurante que estaba recién inaugurado. Al bajarnos del taxi nos recibió el portero con un paraguas y nos hizo esperar en unas sillas moradas artesanales que estaban a la entrada. El restaurante evocaba el romanticismo de los años cincuenta.

—¿Le provoca un vino? —Me preguntó el mesero.

Me negué amablemente. Aunque hubiera querido celebrar con todas las de la ley, ya que no se me había olvidado ningún requisito en el trámite de la visa, pero tenía muy presente que debía evitar el alcohol.

Juanse no paró de mirar su celular, mientras yo hacía el pedido. Solo alzó la mirada, sorprendido, cuando me devoré la canasta de pan que nos trajo el mesero.

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—Mami, ¿y esas ganas de tragar? ¿Ya te viste la panza? —me dijo, medio en serio y medio en broma—. Deja de comer tanto.

Solté la risa y decidí que ya era hora.

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—¿Te acuerdas de lo que me costó caminar con tacones en el grado?

¿Y de lo que le dije a la policía en el aeropuerto? —Él me miraba intri- gado— ¿Notaste que le dije al mesero que no quería vino?

—¡No, mami, no te lo puedo creer! —Se puso de pie para abrazarme—.

¿Cómo así? ¿El quinto?

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Llegó el pescado y la pasta. Conversamos y nos reímos, la comida me supo a gloria. Brindamos con agua para festejar los dos acontecimientos. Pero cuando llegamos al hotel, ninguno dijo demasiado. Yo me sentía traicionada, sin saber el porqué. Es como si le hubiese revelado mi secreto esperando que él también se abriera conmigo, pero no. Yo no sabía si estaba impactado por la noticia que le había dado o melancólico porque se acercaba su viaje. Le sugerí que compartiéramos un día más en Bogotá, pero él quiso regresar a Barranquilla esa misma noche. Y yo lo dejé irse sin preguntarle sus razones. Siempre habíamos sido tan unidos como el cielo y el mar, pero respetando nuestra independencia como la línea del horizonte… Por eso no le puse problema cuando me dejó sola en Bogotá.


~ II

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Vomité un par de veces, como de costumbre, encerrada en el baño de la casa. La mezcla de los olores de cebolla, ajo y tomate del guiso que se preparaba para el almuerzo invadía todos los cuartos. Mi olfato de embarazada hacía que fuera insoportable estar allí. Las escaleras las sentí más largas que de costumbre, por primera vez me parecían un abismo. Eran los diecisiete escalones de guayacán sin barandas que mi nuevo esposo había diseñado y elaborado durante más de tres meses. Nuestro cuarto, ubicado en el segundo piso, había sido ideal para sobrellevar un matrimonio de segundas nupcias con dos adolescentes rebeldes, otro que entraba en la preadolescencia, un bebé de esta nueva relación, que había sido lo acordado, y el que venía en camino. Esperé que el mareo se calmara un poco con una galleta de soda y una tapita de limón. Antes de bajar al primer piso, me puse la bata de seda que guardaba desde mi primer embarazo. Todos habían salido y mi bebé dormía su siesta de la mañana.

Me detuve frente a la puerta cerrada del cuarto de Juanse, sabía que llevaba noches sin dormir. No sé cómo explicarlo, pero supe que ya era el momento de preguntarle qué era lo que tanto quería decirme. Toqué dos veces. Al abrirme la puerta lo primero que sentí fue el tufo de habitación adolescente, ese que llega luego de un insomnio de varios días y ventanas cerradas. Su tormentoso acné hablaba por sí solo, decía que las cosas no andaban bien, y su pelo estaba más desordenado que de costumbre. Caminó en varias direcciones hasta que se postró en su cama destendida, cerré la puerta tras de mí. Me acosté en su cama helada con ese aroma a almizcle impregnado en las sábanas y, aún mareada, me recliné junto a él para abrazarlo. ¡Qué frío hacía!

—¿Qué te pasa hijo? —le pregunté. Ya era hora de tener esta conversación de una vez por todas. —¿Qué es eso que te tiene tan desvelado?

En oscuridad casi absoluta el cuarto parecía más grande y silencioso, mi incertidumbre y malestar iban en aumento. No sabía qué tan impor tante era lo que él debía decirme, pero tenía la certeza de que fuera lo que fuera, lo podría manejar. Con unas ojeras pronunciadas, lleno de miedo y después de tantos meses de darle vueltas y vueltas; de haber pensado en la forma, las palabras, el lugar y en lo que yo respondería; de haber imaginado que tal vez yo lloraría, como siempre, que me haría la mártir, la reina del drama, que de pronto lo echaría de la casa, que le gritaría, o tal vez le pegaría, finalmente se armó de valentía y me dijo:

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—Es que... no me gustan las mujeres.

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