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Andrés Salcedo: “el músico y su ciudad”

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En la vida y la obra del Joe, fue Barranquilla, final, fatalmente, la que terminó siendo su nido y su musa.

Por: Andrés Salcedo

*Periodista y escritor barranquillero, fervoroso adorador del Joe Arroyo

Joe Arroyo nació en Cartagena y fue allí, en Nariño, ese barrio marginal donde los negros celebraban las fiestas de la Candelaria aporreando los tambores de la ancestral África para marcar la percusión de la cumbia, donde su música recibió las primeras y decisivas influencias. Pero así como la ciudad de Beethoven fue Viena y no su natal Bonn –y me perdonan los espíritus selectos el sacrilegio–, en la vida y la obra del Joe, fue Barranquilla, final, fatalmente, la que terminó siendo su nido y su musa.

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En la historia de la música colombiana no existe un caso de identificación tan profunda y total entre una ciudad y un artista. Para buscar las causas de esa voluptuosa, muchas veces impúdica relación, hay que acudir a la discografía del genial sonero, que, en algunas letras, fue dejando pistas sobre la naturaleza de ese amor. “Y si a mí me meten preso, Barranquilla a mí me saca”, dice en una de las estrofas de su autobiográfico tema En Barranquilla me quedo.

A esta ciudad regresó el Joe cada vez que la vida lo golpeó con el inclemente rigor que César Vallejo le atribuía a la ira de Dios. Y siempre, tras esos desesperados regresos, aquí encontró el cálido consuelo que su alma adolorida precisaba para volver a pararse en un escenario –tambaleante de amor y bazuco algunas veces– y demostrarles a los barranquilleros que nadie como él para hacerlos felices. El efecto bienhechor era mutuo. Él volvía a su ciudad para curar sus heridas y la ciudad lo acogía para enchufarse de nuevo a su mayor fuente de alegría y felicidad: esa voz africana que le atravesaba las vísceras.

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Joe Arroyo buscó saldar con canciones su deuda afectiva con esta ciudad que lo adoró sin pausa ni medida. En ellas evocó los momentos decisivos del inmarchitable metejón que los unía, y que comenzó, como lo confiesa en otra estrofa memorable, cuando llegó aquí, con apenas catorce años y ya con un pasado de bares y lupanares, y se instaló en el barrio más emblemático de la ciudad y, por esos jodidos lances del destino, en la misma casa donde cuarenta años atrás otro niño genial había mantenido sus primeros forcejeos con la palabra escrita: Gabriel García Márquez.

Barranquilla siempre ha adorado a los seres imperfectos, tocados por la fatalidad o la locura. Los barranquilleros necesitan,casi tanto como el aire que respiran, esa dosis de irracionalidad que los blinde frente a los rigores de un país solemne y ceremonioso. El carnaval es la gran terapia, individual y colectiva, de un pueblo irreverente y sentimental. Y Joe Arroyo estaba hecho a la medida de esa gran farsa de los espíritus. El carnaval fue el escenario donde mejor se expresó el amor puro y duro entre el músico y su ciudad. El carnaval fue el lenguaje de ese amor, el ring del cuerpo a cuerpo, el lecho del mutuo desahogo. 

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