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El arte después de la muerte: una historia de fans y espectros un el cementerio de París

Las tumbas de Jim Morrison, Édith Piaf y Oscar Wilde en el cementerio Père-Lachaise de París siguen alimentando el surrealismo, la adoración y el misterio alrededor de sus figuras. Esta es una historia sobre la relación entre fans y artistas que trascienden hasta después de su muerte.

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La tumba de Jim Morrison en el cementerio père Lachaise en París, Francia, es una de las más visitadas del mundo.
//Sam Tarling/Getty Images

Entre 1893 y 1937* la oficina de entierros del cementerio parisino Père-Lachaise recibió cerca de 62 cartas provenientes de Estados Unidos, Canadá, Bélgica y Alemania. Todas con una petición común: «obtener información sobre el extraño testamento de una princesa rusa (o multimillonaria estadounidense)».

Según los autores de las cartas, la señora en cuestión reservó "una suma enorme de dinero para cualquier persona que viviera durante un año en su tumba, observando su ataúd de cristal".

La oferta no solo despertó la curiosidad de las personas que escucharon el rumor, sino que impulsó a otros a saber más sobre las condiciones para presentarse como “candidatos a herederos de la gran fortuna”.

Pues, bien: hoy muchos siguen queriendo vivir en el cementerio de Père-Lachaise que, además de ser el más conocido de los cementerios parisinos, es un teatro fantástico, un museo al aire libre repleto de historias inusuales y anécdotas absurdas.

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Fue inaugurado en mayo de 1804 bajo el nombre de «cementerio del Este». Posteriormente, adquirió el nombre del sacerdote jesuita François d’Aix de la Chaise, quien vivió en los dominios del jardín de Mont-Louis, lugar donde hoy se erige la actual necrópolis.

Está ubicado en una colina al noreste de París, en uno de los barrios periféricos y marginales de la ciudad, y en él yacen los restos de cientos de personalidades de las artes, las letras, la ciencia, la política y la música.

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El cementerio se ha convertido en un lugar de peregrinación y sus tumbas en verdaderos objetos de culto y adoración por parte de millones de visitantes locales y turistas de todos los rincones del mundo.

Oscar Wilde

En Père-Lachaise se encuentra, por ejemplo, la tumba del escritor, poeta y dramaturgo irlandés Oscar Wilde, quien luego de pasar dos años en una cárcel inglesa realizando trabajos forzados por un «beso homosexual», llega a Francia autoexiliado en 1897.

Wilde se instala en el Hôtel d’Alsace de París, donde vive solo y pasa muchas dificultades económicas hasta que muere en 1.900 de meningitis y completamente pobre.

"Episodios y paralelos ¿no quieres la invitación? Acento brillante y sonrisa maliciosa […] vive a la moda, todos somos nuestro propio diablo”, dice la letra de la canción de la banda indie rock de Chicago, Company of Thieves, inspirada en la vida y obra de Oscar Wilde.

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Tumba de Oscar Wilde
Los besos que deja la gente en la tumba de Oscar Wilde (1854 - 1900) en el cementerio Pere Lachaise de París simbolizan la libertad.
// Amy T. Zielinski/Getty Images

La canción evoca la valentía y el ingenio de la narrativa de Wilde. Esto, quizá, es lo que inspiró que la tumba de Wilde se convirtiera no solo en un objeto de culto, sino que el lugar donde hoy «descansa» comenzara a ser objeto de un ritual que tiene tanto de asombroso como de simbólico: hace más de cuarenta años que la tumba recibe los besos de miles de visitantes, dejando en la enorme escultura marcas de lápiz de labios.

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Estos besos hoy pueden ser leídos como marcas de agradecimiento por la valentía de atreverse a besar a otro hombre en plena época victoriana, pero, sobre todo, representan el camino a la libertad de poder expresar abiertamente gustos y deseos (aunque hoy falten muchos besos por dar).

Édith Piaf

Enterrada en una sencilla tumba negra y alrededor de sus «amores más grandes» (allí también están enterrados su padre, su hija y su último esposo), yace Édith Piaf, cantante y compositora francesa, quien murió entre el 10 y el 11 de octubre de 1963, causando una gran conmoción en Francia y una enorme tristeza entre sus seguidores.

Procesión al funeral de Edith Piaf en París, Francia
El cantante griego Theo Sarapo (en el centro) acudiendo al funeral de la cantante francesa Edith Piaf (1915 - 1963) en el cementerio Pere Lachaise el 14 de octubre de 1963.
// (Foto: Keystone/Hulton Archive/Getty Images)

Más de medio millón de personas siguieron el cortejo fúnebre desde su casa en el Boulevard Lannes hasta el Père-Lachaise y alrededor de 40.000 personas se reunieron en el cementerio para despedirse de una de las voces más queridas del país y el mundo.

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Édith Piaf murió a los 47 años, pero quienes la conocieron decían que parecía de 67 años debido a sus «excesos de alcohol, hombres y comida», pero, sobre todo, por el desgaste que le había provocado a su alma la muerte de Marcelle, su hija.

«No sabía que sumergiéndome en la vida de Piaf encontraría tantas fascinaciones, por su puesto, para los “piafistas” ella representa una gran persona, un corazón puro y desinteresado. ¡Grotesco! Lo que la hace genial es su voz, esa voz universal que toca todos los círculos y todos los continentes», dice Robert Belleret, escritor y biógrafo de la vida de la cantante.

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Si Piaf es un mito en la actualidad es porque su voz logró reunir desde la elite hasta a la más humilde de las empleadas francesas, generando una especie de comunión universal, trascendencia y reconciliación que solo eran posibles cuando su voz iluminaba las fábricas, las salas, los comedores, las cocinas, los cuartos y los salones de baile por medio de la radio.

Piaf era una artista sorprendentemente popular y conocida, pero en realidad carecía en absoluto de esa fibra popular.

“No, no me arrepiento de nada, ni del bien que me hicieron, ni del mal. No me importa. No, nada de nada. No, no me arrepiento de nada. Estamos a mano, todo fue pagado, barrido y está todo olvidado.”, canta Édith Piaf en una de sus interpretaciones más icónicas, Non, je ne regrette rien [No me arrepiento de nada], la canción que mejor representaba su visión del mundo; no hay que creer ni basarse en nada, ni en lo bueno, ni en lo malo, solo hay que seguir adelante.

«Si tuviera que dejar de cantar, me suicidaría», dice Piaf, en los últimos meses de su vida, antes que la poliartritis y la neumonía le quitaran el aliento y apagaran el tono de su voz, una lenta pero potente entonación, que reflejaba furia, desesperación y tristeza, así como expresaba alegría, ternura y seducción.

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Jim Morrison

A 1.400 metros del lugar donde yace Édith Piaf, en la división 6, fila 2, callejón 5, se encuentra la tumba del cantante, poeta y cofundador de la mítica banda The Doors, Jim Morrison.

Su muerte a los 27 años, el 3 de julio de 1971, en «un hotel de la capital francesa» producto, según los reportes oficiales sin que se le practicara una autopsia, de un «paro cardíaco».

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Si su vida estaba impregnada de misterios y rumores, su muerte despertó el gran mito que se sustentó en los escándalos, la reputación sulfurosa y la belleza que lo caracterizaba.

Durante su entierro, el 7 de julio de 1971, solo había cinco personas acompañando la ceremonia, entre ellas la cineasta Agnès Varda y su novia Pamela Courson.

Sin embargo, cincuenta años después, la tumba de Morrison se ha convertido a lo largo de la historia (y desde su muerte) en una de las más visitadas del mundo y en un verdadero lugar de peregrinación.

Alrededor del sepulcro saltan a la vista los signos y los objetos de devoción al mito del sex-symbol y el poeta maldito del rock: flores, incienso, fotos y retratos del cantante, velas, chicles masticados que son pegados en un árbol cercano, botellas de whisky, candados con figura de corazón —puestos en la barrera metálica que «protege» la tumba— y grafitis, son algunos de los elementos mediante los cuales se convoca el espectro de Jim Morrison.

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Jim es una persona que vive dos vidas simultáneamente: la primera como hombre dentro de la historia y la segunda como mito que trasciende lo temporal.

En apariencia, sus antecedentes están bien documentados: era un ávido lector de Nietzsche, del poeta Arthur Rimbaud y de Antonin Artaud.

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En 1965, estudiando cine en la UCLA, fundó The Doors con el teclista Ray Manzarek, para luego reclutar a Robby Krieger y al baterista John Densmore. La banda grabó seis álbumes entre 1967 y 1971, sin embargo, Morrison se hundió en el consumo de alcohol, hasta el punto de ser detenido dos veces en el escenario por «comportamientos escandalosos».

En la modesta sepultura donde yace su cuerpo está grabada una inscripción en griego que mandó a poner su padre —con quien Jim no tenía buena relación— diez años después de la muerte del cantante: Kata ton daimona eaytoy («Eres fiel a tus propios demonios» o «Estás ahí por tus propios demonios»).

“Toma la autopista hacia el fin de la noche. Fin de la noche, fin de la noche. Emprende un viaje hacia la medianoche brillante […] reinos de dicha, reinos de luz. Algunos nacen para el dulce deleite, algunos nacen para la noche sin fin”, canta Jim Morrison en la canción End of the Night para recordarnos que el día es solo una envoltura nebulosa que da la ilusión de ser algo real, pero en la noche es cuando las cosas se presentan tal y como son.

Jim Morrison o, mejor, su espectro, tiene algo poderoso que nos lleva a perseguir su figura y paradójicamente en esta oportunidad no es el espectro que se levanta para ir detrás de los vivos, sino los fans vivos siguiendo una figura fantasmal que no pretenden dejar ir. O, al menos, no por ahora.

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¿Por qué este culto a los muertos?

Hay cosas que todos parecen saber de cada una de estas personalidades y cosas que nadie ha logrado descifrar.

El «duelo fallido» que encarna el culto actual a los muertos se trata de no dejar ir al «fantasma» o —lo que a veces es lo mismo— de la negación del fantasma a abandonarnos.

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La capacidad de ciertos muertos para quedarse en el ambiente, suspendidos, rezagados como ideas que antes fueron sólidas, con una forma corporal y que respiraban nos muestra que el duelo o el culto no solo es el producto de su pérdida física y corporal, sino de la dolorosa retirada de lo que hoy en día representan.

A fin de cuentas, para sus fans, sus ídolos siempre fueron un espectro lleno de significados.

El duelo es por la pérdida corporal, pero, sobre todo, y principalmente, porque estas figuras simbolizan la posibilidad de soñar con futuros mejores.

Y, tal vez, es la ausencia de corporalidad lo que aumenta su presencia y la fascinación por estos artistas, músicos y escritores.

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*Lo cuenta Stéphanie Sauget en el libro Le Cercueil de verre du Père-Lachaise. La dèpouille dans les sociétés contemporaines (El ataúd de cristal del cementerio Père-Lachaise. Los restos en las sociedades contemporáneas),

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