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¿Importan los géneros? 

Los debates alrededor de la idea del género definen nuestros tiempos. Este es un ensayo sobre la idea de los géneros en la música, su aparente fluidez y las nuevas formas de consumo a través de la representación.

Bad Bunny en Yo perreo sola performa como una mujer
Bad Bunny en el videoclip de su canción 'Yo perreo sola' (2020)
// YouTube Bad Bunny - Video Yo perreo sola

Los críticos musicales y los artistas suelen decir que los géneros están muertos.

Los primeros, los críticos, lo hacen de forma explícita, como en el artículo publicado por The Guardian en 2016 titulado “Pop, rock, rap, lo que sea: ¿quién mató al género musical?”. Los artistas lo insinúan cada vez que evaden clasificar su música con etiquetas de género y la describen como “fluida” y “auténtica”.

Bien, ni el aviso mortuorio ni el miedo clasificatorio vienen de la nada: nos indican que hay un vacío.

Los géneros, si bien siguen operando para muchos como guía formal para leer la música, no describen o explican a los grupos sociales que consumen y producen obras musicales.

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A diferencia de la época de las tribus urbanas, en la que ser seguidor de un género implicaba adherirse a un paquete que incluía personalidad, conducta y aversiones, hoy los géneros no son el elemento que aglutina y describe a las comunidades de fans y creadores. 

Ese vacío en el concepto nos indica también que, en algún momento, hubo un cambio sustancial en los códigos a través de los cuales organizamos y leemos los objetos culturales.

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Para descifrar ese cambio, la pregunta que nos deberíamos hacer entonces no es si murieron los géneros, sino ¿por qué tomaron esta forma, en apariencia, evasiva y fluida? O ¿cuál es la subjetividad producida por la música si ya no son los “rockeros” o los “punkeros”?

Mi hipótesis es que el nuevo principio organizador de la música está basado en las fantasías ideológicas. Es decir, que los valores que les asignamos a las canciones no tienen tanto que ver con cómo suenan o para qué las utilizamos (ir de fiesta, hacer trabajos, manejar, etc.), sino con la ilusión que nos provee de tener una identidad propia e irreplicable; o, mejor dicho: con cómo nos vemos representados en la música y sus autores. 

Pero para explicar esto mejor debemos aislar la categoría y analizar su historia.

¿Qué es un género musical?

En apariencia, los géneros musicales son una categoría que ordena y establece fronteras entre los múltiples estilos de música. Ese valor aparente lo determinan elementos comunes como la instrumentación o el tempo. Y, cuando no hay elementos comunes discernibles, hablamos de la aparición de un nuevo género.

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Pero, como veremos, en la industria de la música pop los géneros han sido, desde su nacimiento, una categoría utilizada para designar algo más allá de la musicalidad: los grupos sociales que representan.

En la década de 1920, cuando apareció la tecnología fonográfica en Estados Unidos y a los vendedores de discos no les quedó de otra que segmentar a sus compradores, aparecieron las primeras dos ramas del árbol de los géneros musicales: el country (o hillbilly) y el R&B, término con el que agruparon las variantes de la música afroamericana derivada del blues, el gospel o algunos estilos del ragtime.

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(El mapa detallado de los géneros lo pueden ver en esta interesante página web que los conecta y ubica temporalmente).

Esa primera categorización aplicada por la naciente industria fonográfica, amplia y abarcativa en cuanto a sonidos e influencias, no era tanto un modelo para diferenciar estilos musicales como para separar a las comunidades de consumidores blancos de los negros.

En el libro Major Labels, la historia de la música pop*, Kelefa Sanneh analizó bien ese modelo clasificatorio que se extendió durante años en la industria del pop, principalmente, a través de siete categorías: R&B, rock, pop, hip hop, dance, punk y country

Sanneh sostiene que los géneros populares, más que definir las características formales o el sonido de cierto tipo de música, han sido utilizados para describir las fronteras entre ciertas comunidades en determinados contextos históricos.

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Hoy podemos coincidir en que el principio persiste: los modelos de clasificación de la música no describen tanto el sonido como las fronteras entre comunidades o formas de ser. Pero el elemento que determina la pertenencia a esas comunidades cambió. 

Esa idea de género como modelo de segmentación de audiencias implantado por la industria fonográfica, a mi juicio, empezó a tambalear por dos fenómenos popularizados desde los 80.

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El primero tiene nombre propio: Madonna. El segundo es una combinación entre la incesante demanda del mercado por novedad y la inquietud artística por colaborar, crear y “cruzar géneros”, el genderbenderismo.

De Madonna al creador de contenido

En los 80 Madonna capitalizó un giro de la industria auspiciado, primero, por la era de los videoclips, que hizo que fueran inseparables la imagen del artista y su música. Segundo, por el lugar que ocupó Madonna en las fantasías de quienes practicaban el vogueing, una movida mercadotécnica que abrió campo a un consumo basado en comunidades determinadas por su identidad y su deseo.

“Tal como Siouxsie Sioux, que se inspiraba en el enmascaramiento de los chicos Bowie ambisexuales con los que acostumbraba a salir, Madonna es una discípula reverente que absorbe las ideas de la cultura gay y las convierte en marketing de masas [...] Madonna se comprende mejor como cabeza de una corporación que produce imágenes de su autorrepresentación, antes que como la artista espontánea, ‘auténtica’, de la mitología del rock”, dice la musicóloga Susan McClary.

La reina del pop introdujo un modelo más preciso y directo de hablarle a comunidades que compartían gustos individualizados, brindó a sus fans la ilusión de representarlos.

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Su música, a fin de cuentas, no tenía que sonar de ninguna forma particular.

Dice el crítico Simon Reynolds que “era un pop que jugueteaba con el ritmo del momento”, pero cuya sustancia demarcaba, por encima de todo, la materialización de la fantasía: ella era la representación y sus canciones un accesorio que la acompañaba y mutaba.

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Madonna le hablaba a una comunidad que quería verse en ella y otorgó a su público objetivo las coordenadas performáticas para hacerlo.

El modelo mercadotécnico de la Reina del pop no solo contribuyó a la reformulación de la idea del género, sino que impulsó un nuevo tipo de relación con la audiencia que se refinó en la era de los medios sociales.

El genderbenderismo 

Cuando Aerosmith y RUN DMC derribaron (metafórica y literalmente) el muro que separaba a los raperos de los rockeros en el video de Walk This Way nos avisaron del futuro de los géneros: iniciaron una bestial orgia de colaboraciones que nos condujo por el country rap de Lil Nas X hasta los corridos tumbados y el neopunk con reggaetón. 

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La industria demandó, cada vez con más intensidad, cruces de géneros, orígenes y generaciones para ofrecer productos novedosos. Ahora ninguna mezcla parece inesperada. Ya no hay muchos muros que romper en la música (aunque sí hay fronteras entre fans).

Hay discos de reggaetón que tienen canciones de neopunk y, a pesar de que los rockistas se jalaron los pelos, Ozzy Osbourne cantó con Travis Scott y Post Malone, y Metallica invitó a J Balvin a colaborar en The Metallica Blacklist.

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De ahí que para los críticos y publicistas de la música hablar de una canción “híbrida” o “fusión” se haya convertido en una muletilla genérica y poco descriptiva.

Los festivales bautizados con el nombre de un género (como Rock al parque), por su parte, han tenido que estirar su definición para alimentar o rejuvenecer sus carteles.

En cambio, los festivales masivos de nueva generación organizan su programación como lo hizo Madonna: pensando en las comunidades de consumidores forjadas, por ejemplo, alrededor de la identidad de género (misma idea, otro campo de aplicación).  

Sin duda somos cada vez más consumidores omnívoros y, por lo general, escuchamos lo que se nos atraviese. O probablemente dudamos e ignoramos el género de ciertas canciones. Pero todavía nos falta desentrañar el modo en el que trazamos el límite entre lo que nos gusta y lo que no.

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Si ya no importan los géneros, ¿ahora qué? 

La maraña de antecedentes y subgéneros; las colaboraciones entre artistas de diferentes orígenes o generaciones; Madonna y la mercadotecnia; Internet, las plataformas de streaming y la “shuffle culture” (que es también un desinterés por la música delegado a los algoritmos) posiblemente sean algunos de los factores que condujeron a los géneros a su estado actual de irrelevancia social.

Pero ninguno de estos elementos explica por sí solo el declive de un modelo clasificatorio que ha sido homólogo, por ejemplo, en el campo de la moda. 

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En su Newsletter The Sociology of Business Ana Andjelic lanzó la hipótesis de que entramos en una etapa de moda postgénero en la que los nuevos consumidores seleccionan sus prendas de acuerdo, por ejemplo, al fandom al que pertenecen o a intereses como lo vintage antes que por las viejas categorías de centro comercial.

Lo mismo podría decirse de la música, que entramos en una era de consumo postgénero, pero la atención que le prestamos a la posición de los artistas respecto a la identidad sexual, la relevancia discursiva de "lo queer" (con sus seguidores y detractores) y la preocupación constante por la “autenticidad” de los artistas nos permite sospechar de la idea de un mercado musical “sin género”, producto de una supuesta cultura global democrática y desprejuiciada de Internet.

Si en un principio fue la industria fonográfica la que determinó cuáles eran los grupos susceptibles de ser agrupados bajo una misma etiqueta, hoy vemos una inversión del procedimiento.

Hay grupos sociales, categorías identitarias o rangos emocionales más específicos que buscan verse validados no en comunidades impuestas, sino en los artistas: la fórmula “piensa como yo (quiero pensar, ser o sentirme), pero lo volvió canción” es la que determina el nuevo vínculo entre creador y consumidor.

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Por lo general, en las nuevas formas económicas, el consumidor debe, cuanto menos, tener la ilusión de ser el responsable de su elección, de lo que quiere ser o como nombrarse. Por eso cuesta tanto que haya comunidades jóvenes que se articulen, por ejemplo, alrededor de los viejos valores del rock.

El tránsito entre géneros musicales (de modo homólogo al ámbito de la identidad sexual) está permitido para artistas que han mercadeado su personalidad y sus valores individuales por encima de su obra. Y, por extensión, el mismo principio funciona para la audiencia.

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La relación artista-audiencia, sostenida además por el contacto parasocial a través de los medios sociales, se ha fetichizado: la audiencia se cree a sí misma homóloga del artista en un nivel más íntimo; el consumo de su música se puede presentar como la materialización del deseo propio.

Así que si queremos pensar en nuevos géneros, más nos dice mirar hacia la identidad, la sensibilidad, el discurso motivacional o la megalomanía libidinosa de ciertos artistas de trap o reggaetón, que proclaman libertad, fortuna y mujeres. Podemos entender mejor lo que significa ser una Motomami todoterreno, una Bichota emprendedora, una swiftie devota que de cualquier otro tipo de categoría.

La fantasía ideológica más común de nuestra época es la de la libertad individual, “puedes ser quien quieras ser”. Por eso los artistas suelen recomendar a sus fans que sigan sus sueños como ellos lo hicieron. O por eso Bad Bunny fue elogiado por travestirse en el video de Yo perreo sola.

Y la ilusión que nos provee la música de un contacto íntimo, de un sentimiento compartido e implicado en el sentimiento de un autor, en tanto determinante de un tipo de conducta, es la que convierte su consumo en algo ideológico, porque determina nuestra posición social y describe nuestras fronteras, tal y como lo hacían los géneros en un principio.

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Además de géneros, acá hablamos del doble rasero con el que se mide la genialidad, en El arte de la genialidad vs. la lucha contra la histeria.

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