Felipe duró 12 años con una vida desfasada entre dos extremos que en apariencia no tenían por donde conectarlo. Era el hijo de una familia acomodada que se turnaba entre sus clases de antropología en la Universidad de los Andes y largas incursiones nocturnas en el barrio más caliente de Bogotá, el barrio Santa Fe, buscando peligro y prostitutas.
Por Felipe R / Foto: Juan José Horta
A decir verdad el balazo no sonó nunca. Aunque ese día lo sentí muy cerca cuando me vi encerrado en la 24 con 17, impávido ante la puerta de un “putiadero”. Estaba en Las paisas, un espacio tan seguro del Santa Fe como todas sus tiendas, las cafeterías y bares.
Llevaba años caminando el barrio y viejos robos me habían enseñado a prever un atraco, ya sabía cómo operaba. Vi el “campanero” al final de la calle, sentí la presencia del que me haría el “quieto”, percibí la complicidad de las miradas fijadas en mí y me postré en esa puerta de la que lo único que sabía era que no debía moverme.
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Eran dos en cada esquina. Esperándome, atentos a cualquier movimiento. Porque cuando el ladrón toma la decisión no hay vuelta atrás y mucho menos cuando el dueño de la banda se percata de la osadía de la víctima que no se deja robar. No me moví y un “ñero” se me acercó y me dijo que yo nunca iba a correr más rápido que una bala, y que si corría me la llevaba puesta. Reté su picardía y ya no me jugaba mis tenis, me jugaba la vida mientras me mostraba un revólver entre las huevas.
Pasó un buen rato entre miradas encontradas. Hasta que me aburrí y corrí. A cada paso sentía cerca el balazo. Entré a un parqueadero y una moto de policía me devolvió el aliento. Salí escoltado por 4 tombos ante la mirada enfurecida de los ladrones que ahora “raqueteaban” contra la pared; de las prostitutas, las trans y los transeúntes mirones. Llevaba una sentencia de muerte a cuestas. Era mi último adiós al barrio que me había dado doce años de aventuras.
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Dejaba atrás una historia completa. En retrospectiva, a través del bus, quedaban la adrenalina de los callejones oscuros y las piernas atrevidas de esas esquinas coloridas; el olor dulce del bazuco, los segundos de popper, el poder de la cocaína, las anfetaminas y el inolvidable olor del pegante; el amor entrañable por las pepas, las putas y sus tacones, sus provocaciones y sus cicatrices; la sensación a “quemarropa” del aguardiente, del “chamber”, de la calle.
Toda esa historia pasaba por mi cabeza mientras el Transmilenio se alejaba por la Caracas. Cerraba y abría los ojos y todo era como un sueño con muchas heridas. La bala no estalló pero yo había estallado por dentro. Era algo inevitable cuando uno pasa caminando la vida en el Santa Fe.
Nunca supe a ciencia cierta cómo llegué a ese enigmático barrio. Solo recuerdo que la primera vez que fui amanecí al otro día abrazando mis piernas, con el sol en la cara taladrando la resaca, con 100 pesos en el bolsillo, sentado en la llanta de cemento de la calle 20 con 17, justo donde empieza la zona de las travestis de mayor estatus.
Duré doce años golpeando la puerta de la olla, la gris, esperando a que el campanero me viera por la pequeña rendija para poder entrar y caminar en la oscuridad, guiado por los fósforos que se prendían con cada “carraso”. La “olla” era el lugar más seguro del mundo, protegida por toda una mafia, donde nadie se mete con nadie o se muere.
Fueron años caminando en círculos, deambulando por calles grasosas, entre rejas de colores pastel raído, realzadas por piernas recostadas, donde no queda otra opción que vivir el momento preciso para sobrevivir.
El Santa Fe parecía una orgía latente, que no se consuma. Una orgía que solo necesita un grito de ‘a la mierda’ y todos nos empelotábamos y nos comíamos en una santa fé.
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"Entré a cualquier cuarto de hotel y salí de prisa sin saber a dónde ir, mirando de lado a lado, evitando miradas conocidas, queriendo ser invisible, no ser, con picazón en la entrepierna y las manos vacías. Y de bachata nada y de besos nada y de whisky nada y de labios mojados nada".
Pasé esos años de bar en bar entre bejucos tarzánicos en la 22; en las divinas por la 19, con la cerveza eterna y acompañantes esporádicas; en la tienda del gordo mal encarado, con su rockola melancólica que repetía sin parar canciones de Héctor Lavoe, mirando de frente la vulgaridad de los travestis, con todos sus colores, olores, sabores y todos sus excesos.
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En esa tienda donde se comparte el gusto por ver, donde entran travestis a seducir en su pasarela imaginaria, a “gorriar” trago y perico y a robar borrachitos confundidos. Donde todos pasan observando y observando hasta tomar la decisión: cuando nada importa todo es placer y el placer es más placer cuando es sucio, cuando huele a babitas. La misma tienda de donde me sacaron a puñal por decirle a una travesti que no quería comérmela porque me parecía fea.
Viví entre el odio y el desenfreno realzado por el olor a prohibido; entre calle y calle con las paredes llenas de graffitis de Wanda Fox, la travesti endiosada por su brutal asesinato homofóbico.
Allí solo era instado por preguntas como “¿Vamos a ir papi? Yo te hago de todo”. ¿Y que es de todo? Creo que hoy quiero que me bese con sabor a whisky durante muchas horas y que escuchemos un poco de bachata y de vez en cuando bailemos y nos riamos y nos pellizquemos el culo. “Claro papi, ¿cuánto me vas a dar?” ¿Pero sabe bailar bachata? Mejor vuelvo después.
Entré a cualquier cuarto de hotel y salí de prisa sin saber a dónde ir, mirando de lado a lado, evitando miradas conocidas, queriendo ser invisible, no ser, con picazón en la entrepierna y las manos vacías. Y de bachata nada y de besos nada y de whisky nada y de labios mojados nada.
Tuve morados en el cuello. Uno a cada lado. El izquierdo justo sobre la cicatriz de una puñalada a muerte. Sobreviví a una puñalada, a dos y a tres y a cuatro y a los chupetones pero aún me quedan marcas. Mis labios siguen hinchados de tantos besos de tanta pasión y de tanto desenfreno. Fue Wanda la culpable.
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Uno de los padrinos mágicos me dijo, cuando le pregunté su nombre, mientras me señalaba su gran culo parado: "mira todo lo que te vas a comer".
“Me llamo Wanda”, me dijo ella ese día. Después supe que era Wanda Manuela. Me lo contó cuándo nos despedimos, justo antes de chuparme de nuevo la boca como succionandola; qué cantidad de pasión, qué derroche de babas y de lengua por la orejas.
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Ella vivía con cara de inocencia parada en una esquina y al poco tiempo estaba en un cuarto húmedo, de muchos polvos; ella y yo; o él y ella y yo y todos allí. Burros, patos y gansos, como Deysi en opio en las nubes. Yo soñaba que entraba a la cárcel y me juzgaban; era una emboscada por caer; un 5/8; cinco de placer 8 de cana y me violaban en el cuartel, en el colegio, en la cárcel.
Porque no sonó el pepazo volví donde Wanda Manuela. Nos dimos besos apasionados a las 10 de la noche en la esquina de la 19 debajo de la Caracas. Era lunes y había muchos ladrones alrededor.
Las prostitutas me miraban con sospecha y los borrachos al parecer querían pelear. Pasaron tres segundos mientras nos besamos frente a la luna en plena olla; olía a mujer consentida y sus labios estaban pegachentos y dulces.
A veces me sentía como caminando por un parque comiendo algodón, pero qué va. Corrí por la 19 hasta el Transmilenio, quería un porro; me devolví pero no había; corrí de nuevo para llegar a la estación y huir del peligro; el miedo en mi resucitó; pero no había algodón, ni parques, era el Santa Fe, oscuro con su olor a bazuco y a humedad y a polvos tristes.
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*La historia de este artículo también tiene una reflexión académica publicada en la Revista Colombiana de Sociología. Se titula: "Autoanálisis y Aphrodisia: entre el disciplinamiento y la transgresión", de Clavijo, J. y Ramírez A.F. (2016). (pp.147-165)
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