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Lo que pasa cuando se paga por el odio y la violencia en internet

Las comodidades del racismo prepago y los contenidos de odio en internet.

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Foto: Gettyimages

Es un hecho que internet ha sido desde su creación el mayor éxito de la globalización. Ni la polis griega ni los congresos pluralistas de Nelson Mandela habían congregado tanta diversidad. Pero ojo, “más” no significa “mejor”: una cosa es la amplia interconectividad, y otra muy distinta el tipo de participación que se permite. Aquí le contamos por qué el odio ya no es gratis en internet.

Por: Víctor Solano Urrutia

La oferta en contenido que hoy nos brinda el internet es tan amplia que abruma: hay más de mil millones de canales en YouTube, cerca de 20,000 nuevas entradas por minuto en Tumblr, algo más de 10,000 títulos en Netflix… son números tan desorbitantes que uno prefiere verse por octava vez todas las temporadas de Friends, pues las astronómicas cifras enredarían al mismísimo Sergio Fajardo y al ministro de Hacienda. Por eso es más fácil caer en la acomodada resignación moderna de decir “hoy no hay nada que ver”.

Pero, paradójicamente, la demanda de los usuarios sigue y sigue creciendo. No debe extrañarnos que actualmente encontremos páginas, foros y canales para todo gusto, sabor y fetiche. A internet usted le puede pedir lo que sea y le botará miles de resultados en una milésima de segundo. Tanto es así que la barrera entre lo público y lo privado parece difuminarse en los entornos digitales. Y es que internet ha propagado temas que antes parecían reservados a sectores subterráneos para hacerlos productivos. No sobra decir que hoy día los community manager son una pieza fundamental de las compañías e instituciones estatales. Además, ser hacker se ha vuelto un trabajo muy solicitado, incluso en ámbitos legales de la economía.

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EL ODIO COMO MERCANCÍA

Con la necesidad apremiante de limitar los contenidos a cortos videos de no más de 5 minutos, opiniones enlatadas en memes e infografías que reducen discusiones extensísimas a tres o cuatro viñetas, el mundo contemporáneo vive una crisis de la argumentación. Mientras más extenso sea un argumento, menos digerible y discutible. La era de la desinformación y los clics, alimentada por la angustia existencial de saber que nunca podremos verlo todo, elimina el tiempo y el detalle a la vez que crea conflictos y malinterpretaciones. Como resultado, es bastante fácil irritarse por los comentarios, etiquetas, memes y videos que se publican en redes cada segundo. Ahora imagínese lo que pasaría si la economía de la violencia y el odio se monetizara.

Todos hemos padecido la masiva cantidad de cadenas, montajes baratos, chistes políticos flojos y piolines de tías que invitan a reaccionar con un “me divierte” o un “me enfada”. Hasta ahí todo bien. No tengo que sacar la billetera para desahogarme y madrear a quien me daña el rato de ocio. Pero el año pasado YouTube incluyó una nueva función para las transmisiones en vivo, los super chat. Esta función permite a un suscriptor pagar cierta cantidad de dinero para que su comentario sea destacado entre los miles de comentarios que inundan cada segundo el live de un youtuber. Así, por una cantidad voluntaria entre 1 y 500 euros, usted puede garantizar que su comentario sea visible por más tiempo y pueda ser respondido por quien transmite, además de apoyarlo económicamente.

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Pero siempre hay polémica de fondo. Se ha reportado que esta función ha servido para promulgar comentarios de odio, racismo y xenofobia, pues cientos de usuarios no tienen problema con pagar para visibilizar sus ideas radicales. Y esta situación alarmó a muchos youtubers de mediana influencia (entre ellos algunos supremacistas blancos) quienes se dijeron calumniados por un artículo publicado por Buzzfeed que fue el primero en alertar sobre este uso de la plataforma.

No obstante, es absurdo pensar que la culpa sea de YouTube. La creación virtual de espacios racistas no es nada nuevo. Lo llamativo es que el sistema mismo se beneficie de estos encuentros cibernéticos, pues de cada comentario pago en super chat la plataforma gana una comisión. Así que, si nos viésemos obligados al tarjetazo cada vez que los ánimos se caldearan, nos quedaríamos en la peor de las quiebras con sólo abrir la sección de noticias de Facebook, Instagram o lo que sea.

Llevando las cosas al extremo, que es lo que más nos gusta hacer, vemos abrirse todo un abanico de posibilidades. No estamos lejos del momento en que las épocas electorales sean un suicidio financiero para unos y todo un mercado lucrativo para otros. ¿Qué más podemos esperar de un mundo que baila despreocupado los temas de Childish Gambino pero compra rifles en promoción en el Walmart? ¿Cómo lidiar con una industria del cine que pide a los cineastas ser atrevidos e irreverentes, pero castiga con indiferencia a Lars von Trier en Cannes? ¿Qué podemos pedirle a un manifestante que le bota piedras a un taurino mientras le grita: “¡respete, que la vida es sagrada!”? Y la lista de contradicciones morales se alarga…

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Ya todos sabemos que las discusiones en redes no llevan a ninguna parte. Parece que el celular o el computador son una prótesis de nuestro cuerpo, una herramienta que deshumaniza a quien se encuentra del otro lado de la pantalla, pues ese “otro” es un “otro inofensivo”, que no nos tiene que responder mirándonos a los ojos, que no está armado porque no le brindamos un cuerpo o un grado de razón. En estas batallas sin sentido cada quien sale victorioso y orgulloso de sus argumentos, del mejor insulto o la mejor quemada. Ese “otro” de las redes no es un humano, sino una prolongación de nuestro ego para darnos la razón. Pero cuando el mercado se engulla esas pequeñas victorias, ¿qué mérito será nuestro? ¡Quien tenga plata, que lance la primera piedra!

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