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Rock al Parque 2015 ganó su apuesta por el pop en la Media Torta

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Por: Juan Pablo Castiblanco Ricaurte // @KidCasti // Foto: Alejandra Mar.

Sin Manuel Medrano, el cartel de la tarima alternativa de Rock Al Parque en la Media Torta podía camuflarse en cualquiera de los escenarios del Simón Bolívar a lo largo de sus tres días. Incluso el propio maestro de la cumbia mexicana, el gran Celso Piña, que representaba el extremo más tropical y guapachoso del menú sabatino, también podía caber en el gran contexto “rock” por sus reconocidas colaboraciones con artistas como Control Machete, Café Tacuba, El Gran Silencio o Julieta Venegas.

Pero Medrano era caso aparte. Con su álbum debut en la puerta del horno, se ha dado a conocer por dos sencillos, uno con más kilometraje que el otro, y que lo abanderan como una de las propuestas más llamativas del nuevo pop del último periodo. Y no cualquier pop, uno más bien romántico, de dedicar. Uno más bien alejado del pesado estruendo con el que de manera simplista se ha asociado a Rock Al Parque. Por eso su inclusión, así fuera a kilómetros del Parque Simón Bolívar, despertaba curiosidad por lo menos, sanguinarias críticas por lo más. Incluso, como leí en un comentario de una amiga en Facebook, “parecía una noticia de Actualidad Panamericana”.

En un día más bogotano que un taxista que pregunta “¿para dónde va?”, arrancó Rock Al Parque 2015. Sol-con-lluvia-con-frío-con-sol-con-frío-con-cielo-despejado fue la constante desde el primer turno, el de Schutmaat Trío, que abría escenario. Tal vez el clima indeciso y cambiante era una metáfora del eclecticismo del cartel. Largas y molestísimas requisas hicieron que la gente fuera entrando a cuentagotas, pero el cuarteto liderado por Alvin Schutmaat y que se autodenomina de trip hop (aunque tiene pasajes que recuerdan a Muse), logró convocar a más de 600 personas que apretujados entre ponchos y capas de plástico cotizadas a $5000 la unidad.

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Doscientas personas más llegaron a ver a los venezolanos de Los Mentas, que fieles al humor negro latinoamericano, se subieron al escenario con sotanas de monaguillos. Comenzaron tocando una parodia de una canción góspel, se arrodillaron, se bendijeron y luego le dieron rienda suelta a una sólida tanta de psychobilly. Un tímido pogo, al que incluso se metió un periodista de la Bogotá Humana a hacer una nota chocoloca, se armó entre los pasillos. Todo parecía seguir el libreto de Rock Al Parque de siempre –rock, pogos, rock en español, metal, reggae, más pogos–, y por eso había que ver si algo podía saltarse la línea.

Para el momento en el que Medrano se subió a tarima, el sol salió plenamente, cerca del 75% de la Media Torta estaba llena y una gran histeria recibió al cantante cartagenero. ¿Dónde quedaban las polémicas? ¿Dónde quedaban las críticas? Se podía suponer, como pasa muchas veces en Rock Al Parque, que la gente estaba llegando temprano para los platos fuertes internacionales que se venían más tarde, Nacho Vegas, Juan Cirerol y Celso Piña, pero no. Desde la primera hasta la última canción que Medrano cantó, el público acompañó el canto a grito herido. Las jóvenes fanáticas se agolpaban en primera fila y no paraban de tomar fotos.

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Supuse entonces, otra vez, que por ahí escondidos entre las esquinas había roqueros de vieja guardia refunfuñando por la presencia del “ahora sé, cuál fue la fuerza que me ató a ti, volemos juntos vámonos de aquí”. Encontré un chico con un chaleco con parches de Nirvana bordados en su pecho. Un potencial enemigo del popero. Le pregunté qué pensaba de la presencia de Medrano en el festival y su respuesta no solo fue que estaba de acuerdo con la apertura de sonidos, sino que había ido específicamente a ver a Medrano. Encontré otro con parches de Iron Maiden. Tal vez ahí iba a ir a la fija con una opinión de rechazo. Pero no, otro “vine a ver a Medrano”. A las niñas que se agolparon al final del show en la puerta de los camerinos esperando una selfie (el autógrafo del siglo 21), ni siquiera tenía que preguntarles a quién habían ido a ver.

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