El poder de la música se siente cuando estás frente a un escenario, escuchando esa voz melodiosa, esas baterías rotundas, ese bajo vibrante, ese piano colorido.
El poder de la música se siente aún más cuando a tu alrededor hay miles de personas, todas sintonizadas en la misma frecuencia, abiertas a recibir las señales que se emiten desde la tarima; en la época de la monocultura y el individualismo, un concierto es de los pocos instantes colectivos que permanecen.
Y el poder de la música se siente con todavía mayor potencia cuando las palabras que llegan con cada canción de la boca del artista y las que devuelve el público que corea y canta son las del idioma que todos conocemos, un puente, un tejido común .
El poder de la música es máximo cuando es música en español.
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A ver, digámoslo claro: la música es un universal. No necesitas saber alemán o quechua para disfrutar —emocionarte, llorar, sentir que todo va a estar bien, conectarte con todas las notas— de música con letras en estas lenguas, ni en ninguna otra. El espíritu de la música se siente más allá de los verbos o los adjetivos.
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Además, si aprendes inglés y francés puedes cantar verso por verso con tus bandas favoritas, entender a profundidad de qué va cada track, cuál es el universo que cada álbum edifica.
Digo, la música es universal y va más allá de los idiomas; ni siquiera necesita palabras para impactar, esto no es un club de lectura ni un recital de poesía, sino un momento en el que tus vellos se erizan y tu cuello se tuerce con el acorde preciso. Pero lo repito después de dos días del Festival Cordillera , de de escuchar a artistas de México, Colombia, Venezuela, Cuba, España y Argentina: hay rincones del corazón musical de los que solo tiene la llave la música que habla nuestro idioma.
Cuando Julieta Venegas empezó a cantar en el escenario Cotopaxi del parque Simón Bolívar el domingo por la noche, sus palabras eran las nuestras. Escritora sensible y aguda, habla del amor y retrata su complejidad, sus matices. Y lo hace en español, con las mismas palabras con las que nosotros podemos reflexionar sobre el amor o el despecho o por qué amamos a esa persona aunque nos irrite a veces.
Así también lo hizo Lianna, con dulzura, paciencia y fuerza: con las palabras con las que nos relacionamos con el mundo, con nuestros amigos, esos mismos con los que cantamos durante dos días en la misma lengua que armamos planes para el fin de semana con emoción o confesamos lo que nos duele.
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Cuando Kase.O exploró los rincones del español en el escenario Cocuy, dimensionamos la amplitud de nuestra lengua, todas las formas de rimar palabras, de jugar con ellas sin fronteras .
La destreza técnica y riqueza narrativa de raperos bogotanos como N. Hardem o La Etnnia amplificó lo infinito de nuestra lengua: ángulos distintos, expresiones variadas, una sola fuente para narrar lo que ves y vives, igual que nosotros los que escuchábamos y les devolvíamos sus versos amplificados .
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El castellano está anclado a un territorio y si compartimos una lengua a lo largo de buena parte del continente es porque también compartimos fragmentos de una historia. Y aunque el argot de cada país varía, y hay palabras casuales en un país que son insultos en el otro, nos reconocemos en el español que nos hace región , el vínculo que nos conecta y que permite que lo que se escribe y se canta desde Buenos Aires refleje también la experiencia de Santiago, La Paz o nuestra capital.
Lo explica bien Martín Caparrós en Ñamérica y lo entendí cuando Los Fabulosos Cadillacs desplegaron todo su repertorio en la noche del sábado. Ni siquiera conocía las canciones, mucho menos sus letras, pero no era necesario: todos mis amigos, todas las miles de personas que me rodeaban, acompañaron a Vicentico como si les fuera la vida en ello. Relatos barriales que sonaban como barras de fútbol: me sentí en casa.