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Murió DMX: todos los perros van al cielo.

Un balance de su carrera de DMX muestra que era explosivo, arrogante, introspectivo y sagaz, muchas veces todas a la vez.

DMX
Nueva York, julio 16 de 2016, DMX en concierto en el Empire Strikes Back en White Plains.
// Foto Shareif Ziyadat / Getty Images

Dicen que perro que ladra no muerde, pero el refrán jamás aplicó para DMX. El rapero de Yonkers, Nueva York —que murió el 9 de abril de 2021, a sus 50 años, luego de pasar sus últimos días inconsciente tras un paro cardiaco—siempre tuvo los colmillos afilados listos para el ataque y un ladrido potente (y melódico) que, junto con sus barras llenas de dolor y lucha, lo encumbró como una leyenda del hip hop y, en un momento, el MC más grande del mundo: su récord de cinco álbumes seguidos que debutaron en el número uno en ventas sigue imbatido en el rap, y probablemente así se mantendrá por siempre.

Por Santiago Cembrano | @scembrano

Paradójicamente, lo que diferenció a DMX desde su debut It’s Dark and Hell It’s Hot (1998) fue lo oscuro y agresivo de su música, a través de la cual buscó exorcizar los problemas que lo atormentaron hasta las últimas. Mientras que, en el panorama confuso tras las muertes de 2Pac y Biggie, Diddy y Bad Boy hacían canciones extravagantes sobre los placeres de la vida millonaria a partir de reconocibles samples ochenteros, las de DMX eran de cómo te iba a robar. Y, a la vez, mucho más que eso: había un delicado balance entre lo sagrado y lo profano. Junto con la violencia había espiritualidad cristiana, lucha por ser mejor y una vulnerabilidad dolorosa.

¿Cómo la antítesis de lo comercial logró vender más que lo fabricado para vender? La respuesta está en la honestidad evidente en cada línea que ladraba, con la que estableció una conexión potente con cada uno de sus millones de oyentes, tan potente como la energía que inyectaba en cada canción, como si se aferrara al micrófono y a la vida con las mismas ganas. Tras el halo amenazante de cada track estaba el alma de alguien que desde que nació había conocido el día a día como una pendiente inclinada que le dificultaba cada paso. Y esa alma era casi palpable en su icónico registro, endurecido por su bronquitis asmática y la violencia que recibió y emitió a partes iguales.

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Bautizado por sus padres como Earl Simmons, desde niño se hizo amigo de los perros callejeros, con los que pasaba la mayoría de su tiempo. Era un niño desobediente y rebelde, y se entendía mejor con ellos —animales con la guardia alta, pero nobles y cariñosos— que con los humanos.

Su padre se fue y su madre y los novios de ella solían golpearlo. Su infancia y adolescencia las pasó en hogares colectivos o en centros de detención juvenil. Como contó en su autobiografía E.A.R.L.: The Autobiography of DMX, robar se volvió su forma de comer y sobrevivir: “Me dedicaba a asaltar. Robaba tres veces al día: antes del colegio, luego del colegio y por la noche”. En esta misión no necesitaba arma, lo acompañaba su perro. Y su perro también le hacía los ad-libs en las batallas de rap con las que demostró su talento en su barrio a finales de los 80.

DMX
Nueva York, abril 6 de 2006, DMX en MTV
// Foto Bryan Bedder/Getty Images

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Antes de rapear, hacía beatbox. Su nombre artístico lo tomó de la máquina de percusión Oberheim DMX. Su guía era el también rapero Ready Ron, que lo acogió bajo su ala como un hermano menor. Cuando tenía 14, recibió un blunt que Ready Ron le pasó. Fumó, pensaba que era marihuana. También tenía crack, y así empezó una adicción que lo persiguió y atormentó por décadas. “Las drogas eran un síntoma de un problema más grande. Hubo cosas que viví en mi niñez que simplemente bloqueé, pero solo puedes bloquear hasta cierto punto antes de quedarte sin espacio. Realmente no tenía a nadie con quien hablar de eso. Muchas veces hablar de tus problemas es visto como un signo de debilidad, cuando realmente es lo más valiente que puedes hacer”, dijo en el podcast de Talib Kweli, People’s Party.

Nada le llegó fácil, un Sísifo en Yonkers empujando la piedra una y otra vez cuesta arriba. Nunca se rindió, con el rap como salida de esas arenas movedizas. Esa ambivalencia entre adicciones, robos y la redención que buscaba desesperadamente la plasmó en sus discos. Nada le llegó fácil, ni en el rap. Luego de que apareciera en la sección de “Unsigned Hype” de la revista The Source en el 91, fue firmado por Ruffhouse, pero no duró más que un par de sencillos.

Tuvo que esperar varios años para su segunda oportunidad, que llegó con Def Jam, luego de una racha de colaboraciones que demostró su potencia y carisma, así como su habilidad por prender el fuego desde la primera oración que escupía en el micrófono. Ma$e, The Lox, Mic Geronimo y LL Cool J fueron algunos de los artistas que lo invitaron a sus tracks, que mejoraron inmensamente con su presencia.

En mayo del 98 lanzó It’s Dark and Hell Is Hot, una compilación hardcore de relatos callejeros y lamentos profundos propulsados por una producción tan enérgica como su voz, de la que se hizo cargo, principalmente, Dame Grease. La portada roja sangre y el título ya indicaban hacia dónde iba a tirar el trabajo. Así lo confirmó, por ejemplo, “Damien”, un track sobre la toma de decisiones entre tentaciones y plegarias, sobre la guerra contra sí mismo y su entorno. Un tema con la energía de una tractomula como “Ruff Ryders’ Anthem” (ubicua en barberías y playlists de ejercicio, e himno del sello que representaba y lideraba) explicaba su situación “Todo lo que conozco es dolor/Todo lo que siento es lluvia/¿Cómo me mantengo?”. Aún hoy el álbum mantiene ese vigor y esa complejidad, que invita a pensar dos veces antes de juzgar a las personas como buenas o malas.

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Tras el éxito de su primer disco, Lyor Cohen, ejecutivo de Def Jam, le hizo una propuesta que no pudo rechazar: se llevaría un millón de dólares si le entregaba a la disquera un álbum nuevo en un mes. Lo hizo, y en diciembre del 98 DMX publicó Flesh of My Flesh, Blood of My Blood. En la portada, DMX seguía cubierto de sangre, como si acabara de salir del averno o de asesinar lentamente a más de un humano. Muerte en las calles, pesadillas y sufrimiento de por vida fueron las temáticas del disco, junto con la siempre presente aspiración espiritual de salvación. Así completó uno de los años más exitosos, a nivel comercial y según la crítica, de la historia del rap.

A pesar del éxito sin precedentes de su primer año, su trabajo más vendido llegó en 1999 con ...And Then There Was X, propulsado por sencillos como “Party Up” y “What’s My Name”, en la que empieza afirmando que no es una buena persona. Junto con su exploración cinematográfica de esa época (protagonizó Belly de Hype Williams y apareció en varias películas más), su fama y reconocimiento estaban en sus niveles más altos. Y el dolor nunca se fue, como lo consignó en el título de su siguiente disco The Great Depression (2001). Con Grand Champ (2003), cerró su racha dorada de cinco trabajos en el número uno y se retiró por unos años. Volvió con Year of the Dog … Again (2006) y luego Undisputed (2012), pero no pudo recobrar la atención masiva del inicio. El panorama del rap de esos años era cambiante y en transición y, si le creemos al refrán, no le puedes enseñar trucos nuevos a un perro viejo.

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La energía oscura y violenta de sus canciones no era solo un tema artístico. Ya como súper estrella fue arrestado por distintos cargos de armas, robo, drogas, violencia y violencia animal. En 2018 fue sentenciado a un año de cárcel por evasión fiscal. Y nunca pudo librarse de la adicción y el abuso de sustancias, a pesar de varios intentos de rehabilitación y sobriedad. Cuando salió de la cárcel, volvió a firmar con Def Jam. No alcanzó a vivir para publicar su nuevo álbum, que incluiría colaboraciones de Bono, Pop Smoke y Griselda. La lucha que planteó en “Slippin’”, uno de sus sencillos icónicos, no acabó. Su determinación por vencer frente a los obstáculos tampoco: “Me estoy resbalando, me estoy cayendo, no puedo pararme / Me estoy resbalando, me estoy cayendo, tengo que pararme / Ponerme de pie para destruir esta mierda”.

Su música y su vida fueron contradictorias. Un balance de su carrera muestra que era explosivo, arrogante, introspectivo y sagaz, muchas veces todo a la vez. En sus canciones hay amor, miedo, rabia, alegría, tristeza, energía y violencia. Siempre fue auténtico, y el éxito masivo nunca implicó ponerse bozal que acallara sus ladridos o evitara que sus mordidas desgarraran. Esto se hacía presente en sus presentaciones en vivo, legendarias por su poderío y dinamismo: se conectaba con el público como con pura fuerza de voluntad. La imagen de una multitud de miles en Woodstock del 99, pogueando mientras X rapea con un overol rojo, una mirada determinada y un paso alegre, hace parte de las memorias del álbum familiar del hip hop.

En “24 Hours To Live”, de Ma$e, DMX consideró cómo sería el final de su existencia. Lo hizo con violencia, remordimiento y esperanza: “He estado viviendo con una maldición, y ahora todo va a acabar / Pero antes de que me vaya, saluda a mi pequeño amigo / Pero tengo que hacerlo bien, reconciliarme con mi madre / Tratar de explicarle a mi hijo, decirle a mi mujer que la amo”. Era 1997. De cierta forma, en la ferocidad de su rap parece haber escondida una certeza de que estaba viviendo tiempo prestado. Quizás por eso, a pesar del dolor, se acercó a la vida con tanta alegría: tras su muerte han surgido videos de él bailando en la calle, en una boda de albaneses y con canciones de Michael Jackson. Que no se olvide su lado más alegre y jovial.

Su búsqueda vital fue la de la tranquilidad. ¿La alcanzó? le dijo a su colega Noreaga en un episodio de Drink Champs: “Si me muriera ya, mi último pensamiento sería que viví una buena vida”. Al final, todos los perros van al cielo.

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