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'The Metallica Blacklist': un esfuerzo deforme por tenerlo todo y seguir queriendo más

El más reciente lanzamiento de Metallica es un inquietante ejemplo del desbordamiento del capitalismo cultural.

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The Metallica Blacklist reúne versiones de varios artistas del icónico Black Album, de Metallica.
Foto: Kevin Mazur/Getty Images for The Chris Cornell Estate.

Luego del lanzamiento de más de la mitad de su contenido como sencillos independientes que conformaban una playlist, a comienzos de octubre Metallica estrenó The Metallica Blacklist, un álbum que, independiente de sus cualidades artísticas, es un inquietante ejemplo del desbordamiento del capitalismo cultural.

Por Juan Pablo Castiblanco Ricaurte //@KidCasti

Aunque nunca se ha podido confirmar 100% la veracidad de la frase, Internet le ha atribuido al comediante norteamericano Groucho Marx el chiste de “estos son mis principios; si no le gustan, tengo otros”. Sea de quien sea, le cabe perfectamente a Metallica quien con su The Metallica Blacklist nos dice, “¿no les gusta Metallica en metal? Acá se las tengo en blues, pop, rap, reggaetón, cumbia, español, inglés.”

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Vamos por un poco de contexto. Hace 30 años Metallica hizo un quiebre en su carrera con el lanzamiento del exitoso-pero-trágico álbum homónimo que, por el color de su portada, también se conoció como The Black Album. Luego de una tanda de discos frenéticos, espesos y definitivos para el thrash metal como …and Justice for All (1988) o Master of Puppets (1986), Metallica decidió bajar un cambio y buscar hacer música que pudiera encajar en la radio. El resultado fue el esperado: The Black Album es el disco más vendido de la banda, dominó durante cuatro semanas el listado Billboard 200 (primer lanzamiento del cuarteto que lo lograba) y vendió más de 16 millones de copias, tan solo en Estados Unidos.

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El experimento no fue del todo reprochable. De ahí surgieron himnos de Metallica como Enter Sandman, Sad But True, The Unforgiven y Nothing Else Matters. La propia banda reconoce el éxito y define al disco como el que los llevó al súper estrellato. Por eso, para celebrar lo que ellos mismos llaman como “la duradera influencia de este hito musical”, se les ocurrió germinar The Metallica Blacklist: 53 covers de las doce canciones que hicieron parte de ese álbum, en los instrumentos y voces de artistas de todas partes del mundo, algunos de los que ya les habían hecho covers en el pasado.

No es una sorpresa entonces que hayan querido seguir ordeñando su catálogo con la vaca que más leche diera. Siguiendo el ejemplo de las grandes corporaciones que quieren hacer lavado de conciencia, hay un conveniente discurso de beneficencia detrás de este monstruo de 53 cabezas. La mitad de las ganancias recaudadas por The Metallica Blacklist irán para la fundación de la banda All Within My Hands (dedicada a un popurrí de causas -tal como el compilado en cuestión-, que van desde lucha contra el hambre hasta becas escolares y la reconstrucción de Haití), y la otra mitad va para alguna fundación escogida por la agrupación que haya hecho el cover. Pero la ganancia va más allá de lo económico.

Como la Coca Cola o Disney, iconos del capitalismo, Metallica está creando un producto que guste o guste, se meta a la fuerza en nuevos públicos y florezca dentro de una nueva generación, pues esos mechudos ochenteros que vivieron y murieron por el thrash metal, ya están entrando en la fase de la vida en la que prefieren acostarse temprano u oír música a volumen moderado.

Por eso, preguntarse si este álbum festivo es bueno o malo es casi que irrelevante. En un interminable listado de 53 canciones, donde hay temas que tienen hasta doce versiones, se pierde la cohesión narrativa. Eso sí, hay muchos momentos sorprendentes, como oír a Mon Laferte cantando Nothing Else Matters, o a las colombianas de La Perla juntarse con el Instituto Mexicano del Sonido y Gera MX para sacar su versión electrocumbiera de Sad But True. Pero todo se siente falso, plastificado, como los menús personalizados por país de McDonald’s.

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La pregunta clave es por qué surge el deseo de conectar con “las nuevas generaciones”. ¿Cuál es el miedo a que la obra vieja no se sostenga y que haya que rendirla con agua, ponerle colores y meterle saborizantes artificiales? Metallica no han sido los únicos ni los primeros; en este mismo intento de buscar la fuente de la eterna juventud ha caído hasta Coldplay o Carlos Vives, que se han asociado con k-popers o reggaetoneros con tal de mantenerse hasta el último momento en la cima de los listados. La música se vive cada vez más con las lógicas del mercadeo y la publicidad, tranzada no a través de asociaciones creativas sino de fusiones empresariales que puedan aumentar las acciones de una empresa; hemos llegado a un punto en el que cualquier evento de la vida, como el anuncio de un embarazo, pueda ser capitalizado y convertido en un producto comerciable.

Hemos llegado al punto en el que a los artistas se les está poniendo entre la espada y la pared, y deberán escoger entre portarse como una entidad artística, o como una marca que pueda encajar en la era de los metaversos.

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