Tuvo que escalar una protesta global contra el racismo sistemático en todos los ámbitos de la vida para que la industria de la música se replanteara el uso de categorías racistas como el término urbano. Una columna sobre un llamado que no es nuevo, pero que hasta ahora tiene impacto.
Por Fabián Páez López // @
El domingo 7 de junio en la ciudad de Bristol, al occidente de Inglaterra, un grupo de manifestantes que se sumaron a las protestas contra el racismo tras la muerte de George Floyd en Estados Unidos derribaron y tiraron a la bahía de la ciudad la estatua de Edward Colston. “Una conmemoración a uno de los hijos más virtuosos y sabios de la ciudad”, decía la placa que acompañaba aquel monumento, que no contaba, desde luego, que Colston no era simplemente un “polémico comerciante”, como lo llamarían los medios colombianos, sino que fue un tipo que construyó su riqueza a costa del sufrimiento de unos 80.000 hombres, mujeres y niños negros que llegaron desde África en sus barcos. Su negocio era comerciar con esclavos a finales del siglo XVII y principios del XVIII.
Para resarcir la deuda histórica, desde hace por lo menos dos años, algunos ciudadanos de Bristol firmaron una petición para remover la estatua del centro de la ciudad, llevarla a un museo y revisar el impacto de la verdadera historia de la esclavitud y la explotación. La petición no fue escuchada, pero finalmente, a raíz de las protestas, el monumento terminó siendo removido por los manifestantes con sus propias manos. Lo mismo ocurrió en Londres con la estatua de otro reconocido esclavista del Siglo XVIII, Robert Milligan. Y algo semejante está empezando a pasar en la música: el término “urbano”, que en los últimos años se ha erigido en la industria de la música como una estatua venerada por su masividad y rentabilidad, tal y como sucede con los monumentos de Colston o Milligan, es un símbolo que nos recuerda cómo el racismo se ha instaurado en muchos espacios y pasa desapercibido. Pero, de nuevo, a raíz de esas protestas, está derrumbándose.
El modo en el que esa cualidad discriminatoria de la categoría “urbano” se ha transmitido con los años lo hemos podido rastrear e identificar desde Shock en nuestro curso como seguidores del mundo de la música en distintos contextos. El llamado a tumbar el concepto de “música urbana” se nos ha presentado durante los últimos años una y otra vez pero solo hasta ahora parece tener impacto.
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Las palabras de Los Reyes de la Champeta apuntan al conflicto central de la inclusión dentro de categorías importadas irreflexivamente del mercado estadounidense, pues, si bien pareciera que todos hacen parte de un mismo grupo, lo que hay detrás es una notable desigualdad en recursos e infraestructura para hacer visible un proyecto. Pero ya volveremos al caso local.
En 2019 salió a la luz el libro Trap: filosofía millenial para la crisis, del español Ernesto Castro (
La reflexión sobre el término parece revivir cada tanto que se demuestra su éxito comercial, pero la gran industria, por lo menos hasta ahora, no había querido escuchar. En 2020 ocurrió tal vez la más contundente manifestación pública de descontento contra esa etiqueta, cuando
El discurso de
The Grammys’ "Urban Contemporary" category is now "Progressive R&B" https://t.co/aIBljXsziA pic.twitter.com/V9S60hVoqL
— Rolling Stone (@RollingStone) June 10, 2020
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Ahora, volviendo al caso colombiano, como bien apuntaban Los Reyes de la champeta, vale la pena pensar en todas las desigualdades que esconde la categoría “urbano” en la música. Basta con hacer un barrido por los nombres más escuchados que caben dentro de ese saco para darse cuenta, por ejemplo, de la escasez de músicos negros; o de lo homogéneos que son los estilos de quienes ostentan esos lugares encumbrados dentro de la industria: nombres como el de Maluma, Yatra o J Balvin figuran en esa lista y se han constituido como el principal producto de exportación del país en esa categoría.
El asunto, desde luego, sobrepasa los nombres e involucra a todos los campos que tradicionalmente se han metido en el mismo saco de lo urbano. Recordemos, por ejemplo, que solo hasta 2019 apareció la primera nota en medios del primer grupo en grabar un disco de rap en Colombia. Eran un grupo de jóvenes negros de Buenaventura cuya historia no aparecía en ningún registro, Los generales R y R.
(Vean también:
En un ambiente como el colombiano, con capital social y acceso a recursos escasos, ronda también el clasismo. Si bien hoy el rap es venerado en el mundo; y el reggaetón es concebido como un producto de exportación "urbano"-latino, vale la pena recordar cómo durante muchos años, ante el desprestigio del uso del término reggaetón y su asociación a categorías clasistas como un estilo "ñero" o "barriobajero", muchas agrupaciones (predominantemente integradas por artistas blancos), atrapadas por lo pegajoso del ritmo pero renuentes a su contexto de origen, adoptaron una etiqueta que provoca una invisibilidad doble: la de "pop urbano". Un término que, por un lado, desconoce el uso del reggaetón, o el dem bow (cuyo origen es negro, jamaicano) como base rítmica; y, por el otro, hace uso de una categoría históricamente racista como la de “urbano”. Si bien pudo pensarse como una jugada estratégica que le abrió camino a muchos dentro del mercado gringo de lo urbano, no deja de ser curioso cómo hasta el racismo y el dominio cultural del mercado anglo ha sido importado e implantado sin ningún tipo de resistencia por parte de las músicas latinas. Y, aunque el ejercicio de nominación no cambia de ninguna forma las estructuras desiguales, por lo menos en el caso de la música derrumbar ciertas categorías puede abrir campo a un nuevo espacio de lucha por visibilidad y reconocimiento que no esté basado en categorías de raza o género. Como en el caso de las estatuas, si en las calles siguen exaltándose símbolos construidos sobre el racismo, es porque hay que reescribir la historia.
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Algo tiene que estar muy mal en el mundo para que se siga poniendo por encima la capacidad de acumular riqueza por encima del maltrato que eso haya implicado. En la música, tal y como ocurre con en el caso de las estatuas derribadas en Inglaterra, si seguimos venerando el nombre de quienes han construido su fortuna sobre relaciones de explotación o sobre el sufrimiento del otro, resulta necesario cambiar el rumbo de la historia.