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Roberto Roena: el hijo de una historia que no pudieron borrar

Roberto Roena, que murió a sus 81 años en su natal Puerto Rico, le deja a América Latina un legado musical no neutro. Su vida y obra, seguramente, seguirá molestando a más de uno de los que se autodenominan “gente de bien”.

Roberto Roena
Nueva York, abril 19 de 2013, Roberto Roena visita los estudios SiriusXM
// Foto Cindy Ord / Getty Images

Mucho se ha escrito en estos días sobre la vida y obra de Roberto Roena. La partida del bongosero y director de la Apollo Sound dejó un vacío en el mundo de la salsa que en 2021 sufrió la muerte de varios exponentes de una generación que llevó al género a la cúspide mundial.

Pero este escrito no pretende ser un perfil discográfico ni una reconstrucción de la vida del artista. Más bien busca enunciar aspectos de la obra y de la vida de Roena que serían muy mal vistos por la autodenominada gente de bien.

Rumberos de mucha rumba, congueros y bongoseros. / Rumberos de mucha rumba, congueros y bongoseros. / Afinquen bien esa rumba pa’que se escuche en el cielo, / Afinquen bien esa rumba pa’que se escuche en el cielo.
Herencia rumbera, Apollo Sound.

La historia de Roberto Roena


Empecemos por lo obvio: un breve repaso por la historia musical de Roena para entender la dimensión de su figura en la salsa.

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El puertorriqueño, quien murió a sus 81 años, pasó por varias instituciones del género. Arrancó su carrera luego de que Rafael Cortijo se fijara en él. En Cortijo y su combo aprendió las normas de la percusión y empezó a tocar el bongó. Luego, pasó al Gran Combo de Puerto Rico y se vinculó al sello Fania All Stars a inicios de los 70. Por eso Roena marca una época.

A lo anterior se sumó que en 1969 fundó la Apollo Sound. Una orquesta a la que Roena bautizó por la llegada del hombre a la luna y que fue el espacio donde el puertorriqueño no guardó disparates. Alguna vez El señor bongó salió de un ataúd en medio de un concierto y su agrupación empezó a tocar El muerto vivo.

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La muerte (ahora sí de verdad) de Roena, marca el inicio del fin del fin de esa generación de salseros que reivindicó la latinidad y la llevó a todo el mundo. Basta ver en YouTube el concierto de Fania All Stars, 1973, en Zaire (África).

Roena tuvo su momento estelar esa noche, hizo un solo de bongó en Ponte Duro y en el mismo tema pasó al frente y dio una muestra de sus habilidades para el baile. En la imagen se ve cómo Héctor Lavoe, que en ese momento estaba haciendo los coros, señala al bongosero para que Ismael Miranda se fije.

Roena, en un traje satinado blanco, mueve sus pies de manera endiablada, da vueltas y se tira al piso para hacer unas piruetas que hoy cualquier joven asociaría al ‘break dance’.

Tres grandes figuras de ese concierto murieron en 2021: Jhonny Pacheco, Larry Harlow y Roena. La mayoría ya se mudaron para el otro barrio, como Rubén Blades refiere la muerte de sus amigos.

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Agüita de ajonjolí/ Para los pobres soy, para los pobres soy/ Y no me digan que no/ Porque con ellos estoy, donde quiera que voy
Con los pobres voy, Apollo Sound

César Miguel Rondón, venezolano autor del libro ´Salsa: crónica de la música del Caribe urbano da cuenta de cómo en los 70 la Fania privilegiaba a sus músicos que estaban radicados en Estados Unidos. Roena, quien vivía en Puerto Rico y tuvo que padecer esa desigualdad en el trato, intentó diferenciarse de la música producida en el norte, lo que fue mal visto por lo que el escritor llama los ortodoxos.

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El bongosero y director de orquesta, incluso, cambió la estructura de instrumentos que usaban en Nueva York para hacer salsa, lo que en un primer momento le acarreó fracasos musicales.

“Los barrios latinos de Nueva York son unas islas turbias y miserables que flotan torpemente entre el progreso de los extraños. Los puertorriqueños por esa curiosa circunstancia del Estado libre asociado, no dejan de ser ciudades de segunda, o, peor, de tercera, a los efectos de la vida norteamericana”, puntualizó Rondón.

En ese contexto, Roena empezó a grabar varias composiciones de Tite Curet Alonso, un periodista con doble tribuna que se burlaría hoy de quienes están embelesados con la cantidad de clicks en una nota y de los medios que ponen pantallas en la redacción donde exponen el “tráfico” de sus contenidos.

Con certeza, una composición del Tite supera todas las métricas de varios grandes medios juntos, con la ventaja de que sus obras se aprenden para cantarlas mientras se bailan.

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Roena grabó sus inmortales Marejada feliz y El Guaguancó del Adiós, temas que hablan sobre el amor y el desamor, asuntos vitales para que cualquier tipo de expresión artística sea verdaderamente popular. Y también hizo otros en son de gozadera como Tú loco loco y yo tranquilo.

El lado social de Roberto Roena

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Pero hay canciones que revelan la faceta social, quizás política, de la obra de Roena. Con los pobres voy es también composición de Curet y es un claro mensaje sobre a quién se deben tanto el artista como el compositor. Es un manifiesto de esos que tanto les molestan a los buscadores de neutralidad:

Búsquenme en los arrabales que abundan por la ciudad/ Para mí en esos lugares, solo hay felicidad/ Orgullo no va conmigo, por donde quiera que yo voy/ En cada pobre un amigo, a ese la mano le doy.

Esa canción, décadas después, fue grabada por Tego Calderón.

Otra canción que también podría ser una afrenta para policías, políticos xenófobos y otros odiadores de pobres es Lamento de Concepción. Una composición de Tite que volvía música sus crónicas y dejó un legado vital para narrar a la clase popular latinoamericana.

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“Y decía, hay niños que mantener/ y decía, hay niños que mantener/ si yo soy de los de abajo qué tiene que ver/ yo tengo el mismo derecho de vivir”, cantó la orquesta de Roena.

Pero hay un tema que daría, sin lugar a dudas, para un veto de un Gobierno antidemocrático en una feria: Vigilándote, canción grabada en 1982 e interpretada por Adalberto Santiago.

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No creo en la hipocresía/ me llevo bien con los pobres./ Yo no creo en dictadores que arruinen la vida mía/ Y que nos quieran dejar/ Sin nada camara’, sin nada.

El puertorriqueño fue un retador de esas concepciones tan propias del síndrome de doña Florinda que sufre Colombia, donde hay quienes pasan su vida desde la clase media pretendiendo ser de clase alta con un esfuerzo gigante por demostrar que ellos no piensan, no se visten y no consumen lo mismo que los pobres.

El blanqueamiento

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“Orisha fecundo,

madre del pensamiento

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la danza

el canto

la música

préstame tu ritmo

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palabra batiente

acomoda aquí tu voz tambor

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tu ritmo

tu lengua”.

Manuel Zapata Olivella, Changó el gran putas

Ese intento de diferenciación aporofóbica ha sido acompañada de un blanqueamiento de la historia.

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Las élites en Colombia se han empecinado en blanquear la historia nacional, tanto así que el retrato de Juan José Nieto, el único presidente negro que ha tenido el país, solo llegó a la galería presidencial de la Casa de Nariño hasta el 2 de agosto de 2018, a pesar de que su mandato se dio entre el 25 de enero y el 18 de julio de 1861.

Lo que hizo Roena en vida, y lo que seguirá haciendo ya muerto sonando en antros, rockolas, casas, ranchos y discotecas, es una reivindicación de esa raíz africana en nuestro continente. Raíz que han pretendido cortar abruptamente.

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Son pocos (por no decir ninguno) los autores africanos que se leen en las universidades y colegios, mejor leer europeos e intentar embutir esos modelos a realidades con las que no concuerdan.

La persecución de autoridades coloniales contra los tambores ha sido documentada. Sin embargo, Roena lo tocó durante 60 años y varios siglos después de que sus antepasados lograran conservar el instrumento.

“El tambor para el negro africano es uno de los medios de comunicación con sus dioses. Donde el negro conservó el tambor, preservó su relación ancestral. Donde se lo arrebató el esclavismo, donde lo perdió por el mestizaje de carnes y bailes, o donde le fue imposible conseguir los elementos indispensables para su fabricación, nació el sucedáneo. Se perdió la lengua natal, la función ritual de la coreografía, la fonética persuasiva del toque, pero quedó el ritmo”, escribió el poeta afroperuano Nicomedes Santacruz, citado en el libro Rutas de Libertad 500 años de travesía.

Y vale decir que Roena empezó su vida artística como bailarín. Mezclaba el toque del tambor con coreografías que castigaban cualquier escenario sobre el que se paraba.

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A eso se suma que no pasó por conservatorios musicales, aprendió a tocar el instrumento de manera empírica y así logró instalarse en las grandes ligas de la salsa.

Roena es hijo de los rescates culturales que hicieron sus ancestros, llevó su tambor y sus bailes al mundo. Tocó su tambor en África y la hizo bailar. Lo tocó frente a gringos y europeos que intentaban bailar.

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A él no lo pueden blanquear. Cada que bailen una canción suya estarán a merced de todo lo que él fue: una persona que amó y homenajeó a los pobres, alguien gracias a las luchas que dieron sus antepasados contra los intentos por homogenizar la sociedad mientras la dividían entre unos que trabajaban y otros que se apropiaban del trabajo.

Ojalá Roena volviera a salir de su cajón para tocar. Pero esta vez sí fue en serio; fue la definitiva. Sin embargo, el bongosero retumba en las gargantas de los bailadores y en la identidad popular latinoamericana.

De ahí no lo remueve ni un gobierno que tenga como sello los vetos ni un sistema que pretende escribir una historia falsa vendiendo como héroes populares a los despojadores.

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